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JONES Y WILKINSON*

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SI JONES DEBE FIGURAR ANTES QUE WILKINSON o Wilkinson antes que Jones no es probablemente un tema que vaya a preocupar a muchos en el presente, dado que les han pasado más de ciento cincuenta años a los caballeros en cuestión y atenuado un lustre que —incluso en su propia época, hacia 1750— no era demasiado reluciente. El reverendo doctor Wilkinson podría por cierto reclamar precedencia en virtud de su cargo. Era capellán de Su Majestad en el Savoy y también capellán de su difunta Alteza Real, Federico, príncipe de Gales. Pero cabe recordar que luego fue deportado. El capitán James Jones podría afirmar que, como capitán del Tercer Regimiento de Guardias de Su Majestad con residencia —en virtud de su puesto— en Savoy Square, su posición social era equiparable a la del doctor Wilkinson. Pero el capitán Jones tuvo luego que recluirse, lejos del largo brazo de la ley, en Mortlake. Sin embargo, lo que hace que estas comparaciones resulten peculiarmente odiosas es el hecho de que el capitán y el doctor eran compañeros de juerga cuyos gustos congeniaban, cuyos ingresos siempre eran insuficientes, cuyas esposas se juntaban a tomar el té y cuyas casas en el Savoy estaban a pocos metros de distancia. El doctor Wilkinson, a pesar de todos sus sagrados oficios (era rector de Coyty en Glamorgan, coadjutor de estipendio de Wise en Kent y, a través de lord Galway, tenía derecho a “abrir canteras de yeso en el señorío de Pontefract”), era un espíritu festivo que hacía gala de una espléndida figura en el púlpito, y predicaba y leía las plegarias con voz clara, alta y sonora —lo que hacía que más de una dama elegante jamás “perdiera su lugar en el reclinatorio más cercano al púlpito”—; quizás por eso las personas de renombre continuaban recordándolo muchos años después de que el infortunio hubiera apartado al apuesto predicador de su vista.

El capitán Jones compartía muchas de las cualidades de su amigo. Era vivaz, ingenioso y generoso; de buena figura y elegante en el vestir; y, si bien no era tan apuesto como el doctor, quizás era superior a él en intelecto. No obstante, más allá de las posibles comparaciones, es indudable que los talentos y los gustos de ambos caballeros eran más afines al ocio que al trabajo, a la sociabilidad que a la soledad, a los riesgos y los placeres de la buena mesa que a los rigores de la religión y de la guerra. Era la mesa de juego la que seducía al capitán Jones y allí, ay, de poco le servían sus dones y sus gracias. La situación se fue tornando cada vez más desesperada y difícil y poco tiempo después, en vez de dar sus largas caminatas, se vio obligado a limitarlas a las fronteras de St. James, donde, por una antigua prerrogativa, los desdichados como él podían eludir la persecución de los alguaciles.

El confinamiento era tedioso para un espíritu tan gregario. Por cierto, su único consuelo era conversar con otros “vagabundos de los parques” a los que algún infortunio semejante al suyo había llevado a deambular por allí o, cuando el clima lo permitía, se calentaba al sol, remoloneaba e intercambiaba chismes sentado en un banco. Por obra de la fortuna (y el capitán era un fiel devoto de esa diosa), un buen día se encontró descansando en el mismo banco con un anciano caballero de aspecto militar y austero semblante, cuyo mal genio presuntamente conquistaron la sagacidad y el humor que todos le reconocían al capitán Jones; por eso, cada vez que el capitán aparecía por el parque, el anciano caballero buscaba su compañía, y pasaban el tiempo conversando afablemente hasta la hora de la cena. Sin embargo, en ninguna oportunidad el general —porque, según parecía, aquel anciano malhumorado respondía al nombre de general Skelton— invitó al capitán Jones a su casa; la relación no iba más allá del banco que compartían en St. James Park; y cuando, como pronto ocurrió, las dificultades lo obligaron a recluirse en una cabaña en Mortlake, el capitán se olvidó por completo de aquel caballero militar que, era de presumir, todavía procuraba despertar el apetito o aliviar sus amarguras haraganeando e intercambiando chismes con los que merodeaban por St. James.

Pero entre las características encomiables del capitán Jones se destacaba el amor por su esposa y su hija; lo que no era para maravillarse, por cierto, considerando el carácter vivaz y divertido de la mujer y la extraordinaria promesa de esa niñita que llegaría a ser la esposa de lord Cornwallis. Sin importarle los riesgos que corría, el capitán Jones regresaba en secreto a visitar a su esposa y a escuchar a su hijita recitar el monólogo de Julieta, que, gracias a sus enseñanzas, sabía perfectamente de memoria. En una de esas escapadas secretas, cuando avanzaba a toda prisa para entrar en el refugio real de St. James, una voz le ordenó detenerse. Obsesionado por sus temores, apuró todavía más el paso; pero su perseguidor iba pisándole los talones. Comprendiendo que escapar era del todo imposible, Jones dio media vuelta, enfrentó a su enemigo —en quien reconoció al abogado Brown— y lo increpó para averiguar qué pretendía de él. Lejos de ser su enemigo, dijo Brown, era el mejor amigo que había tenido en su vida, cosa que le probaría si Jones se dignaba acompañarlo hasta la primera taberna que encontraran en el camino. Allí, en un gabinete privado junto al fuego, el señor Brown reveló la siguiente y asombrosa historia. Dijo que un amigo desconocido, que había vigilado atentamente la conducta de Jones y llegado a la conclusión de que sus méritos superaban con creces sus fechorías, estaba dispuesto a saldar todas sus deudas y a liberarlo de esos tormentos en el futuro. Al escuchar esas palabras, Jones sintió que le quitaban un peso de encima, y exclamó: “¡Santo Dios! ¿Quién será ese epítome de la amistad?”. No era otro, dijo Brown, que el general Skelton. “¿El general Skelton, el hombre con el que solo acostumbraba conversar en un banco de St. James Park?”, preguntó Jones maravillado. “Sí, ese mismo general”, le aseguró Brown. De ser así, ¡ahora mismo iría a agradecerle de rodillas a su benefactor! “No se apresure”, replicó Brown; “el general Skelton no volverá a hablar con usted. Murió anoche”.

La magnitud de la buena suerte del capitán Jones fue por cierto soberbia. El general lo había nombrado único heredero de todas sus posesiones, con la sola condición de que adoptara el apellido Skelton en vez de Jones. Atravesó a paso rápido las calles, que ya no lo amedrentaban, dado que ahora estaba en condiciones de saldar todas sus deudas de honor, para llevarle a su esposa la asombrosa noticia de su buena fortuna, y de inmediato fueron a ver la parte que estaba más a mano: la gran casa del general en Henrietta Street. Mirando a su alrededor, medio en sueños, medio en serio, la señora Jones se sintió tan abrumada por el tumulto de sus emociones que no pudo quedarse a contemplar la totalidad de las posesiones recién adquiridas y salió corriendo rumbo a Little Bedford Street, donde por entonces residía la señora Wilkinson, para compartir su alegría. En el ínterin se propagó la noticia de que el general Skelton yacía muerto en Henrietta Street sin un hijo que lo heredara, y aquellos que se creían legítimos herederos suyos se hicieron presentes para reclamar el legado; entre ellos se destacaba una hermosa gran dama cuya avaricia era su ruina y cuyos infortunios igualaban a sus pecados: Kitty Chudleigh, condesa de Bristol, duquesa de Kingston. La señorita Chudleigh, como entonces se hacía llamar, creía —y quién habría podido dudarlo ante su naturaleza apasionada, su anhelo de riquezas y propiedades, sus pistolas y su parsimonia—, creía con vehemencia, y afirmaba su fe con arrogancia, que había heredado legalmente todas las posesiones del general Skelton. Más tarde, cuando se leyó el testamento y se supo la verdad —que no solo la casa de Henrietta Street sino el castillo de Pap en Cumberland y las tierras y las minas de grafito que lo rodeaban habían sido legados sin excepción a un ignoto capitán Jones—, la dama se expresó en “términos que excedieron todos los límites de la delicadeza”. Gritó que su pariente el general era un viejo tonto en estado senil, que Jones y su esposa eran unos impúdicos advenedizos a quienes no se dignaría a mirar siquiera y se metió en su carruaje “con gesto altanero” para continuar con aquella vida de engaño, intriga y ambición, que más tarde la llevaría a errar de un lado a otro en la ignominia, expulsada de su país.

Lo que resta por decir sobre la fortuna del capitán Jones puede resumirse en pocas palabras. Tras haberse instalado en la casa de Henrietta Street, la familia Jones se dispuso a visitar sus propiedades en Cumberland cuando llegó el verano. La campiña era tan bella, el castillo tan señorial y la idea de que todo aquello les pertenecía tan gratificante, que durante tres semanas solo conocieron el placer ininterrumpido y llegaron a la conclusión de que el lugar en donde ahora vivían era el paraíso. Pero había cierta ansiedad, cierta impetuosidad en James Jones que hacían que incluso se impacientara por tener que aceptar pasivamente la sonrisa de la fortuna. Necesitaba estar activo: tenía que estar en perpetuo movimiento, haciendo algo. A pesar de todos los esfuerzos de sus amigos por disuadirlo, tuvieron que “dejarlo bajar” a ver cómo era una mina de grafito. Las consecuencias, como estaba previsto, fueron desastrosas. Lo trajeron de vuelta a la superficie, pero ya infectado por una enfermedad mortal que lo llevó a la tumba en cuestión de días. Murió en brazos de su esposa, en medio de ese paraíso que tanto había anhelado alcanzar y que moría sin haber disfrutado.

Mientras tanto los Wilkinson habían sufrido más desgracias que los propios Jones en manos del Destino. El doctor Wilkinson, como ya hemos dicho, se parecía a su amigo Jones en la jovialidad de sus hábitos y en su habilidad para gastar más de lo que ganaba. Por cierto, la dote de su esposa —de dos mil libras— había pagado sus deudas de juventud. ¿Pero con qué medios habría de pagar las deudas de su madurez? Tenía ya más de cincuenta años y, afecto como era a la buena compañía y la buena vida, rara vez se hallaba libre de acreedores y siempre andaba falto de dinero. La ayuda llegó repentinamente, y de un lugar inesperado. No fue otra cosa que la Ley de Matrimonio, votada en 1755, que establecía que todo aquel que formalizara un matrimonio sin publicar la correspondiente proclama —a menos que hubiera obtenido previamente una licencia— sería deportado por un período de catorce años. El doctor Wilkinson —que, como era de temer, había considerado el asunto desde su propia perspectiva y estaba atento solo a sus necesidades— arguyó que en su carácter de capellán del Savoy, que era extraparroquial y estaba exento por ser parte de la realeza, podía continuar otorgando licencias como de costumbre; un privilegio que de inmediato le trajo un aluvión de negocios: tan numerosa era la multitud de parejas que deseaban casarse enseguida, que el llamador de su puerta nunca dejaba de golpear y el dinero inundó el tesoro familiar de tal manera que hasta los bolsillos de su pequeño hijo estaban atiborrados de oro. Los acreedores recibieron su paga; la mesa era servida con suntuosidad. Pero el doctor Wilkinson compartía otro defecto con su amigo Jones: no aceptaba consejos. Sus amigos se lo advirtieron; el Gobierno había dejado entrever sin ambages que, si insistía en su actitud, se vería forzado a actuar. Convencido de lo que a su entender era su derecho, y disfrutando al máximo de la prosperidad que le brindaba, el doctor no prestó atención. El día de Pascua celebró matrimonios desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche. Por fin, un domingo, los mensajeros del rey hicieron su aparición. El doctor huyó por un camino secreto sobre las tejas de pizarra del Savoy y se abrió paso hasta la orilla del río, donde resbaló sobre unos troncos y cayó, pesado y viejo como era, en el lodo; no obstante llegó a las escalinatas de Somerset, tomó un barco y arribó sano y salvo a las costas de Kent. Incluso entonces tuvo el descaro de afirmar que la ley estaba de su lado y, cuatro semanas más tarde, regresó preparado para afrontar el juicio. Nuevamente, por última vez, sobraba compañía en la casa del Savoy: una horda de abogados que comían y bebían a pierna suelta le aseguraron al doctor Wilkinson que su caso estaba ganado de antemano. El juicio comenzó en julio de 1756. Pero ¿a qué otra conclusión se habría podido llegar? El delito había sido cometido, y el doctor Wilkinson había persistido abiertamente en él a pesar de las advertencias. Fue declarado culpable y sentenciado a catorce años de deportación.

Cuando tuvo que emprender el viaje a América, sus amigos se vieron en la obligación de proveerlo de todo lo necesario, como correspondía a un caballero. Le aseguraron que su capacidad de oratoria y su personalidad serían una excelente carta de presentación y que su esposa y su hijo podrían reunirse con él más adelante. Se despidió de ellos en las lóbregas inmediaciones de Newgate, en marzo de 1757. Pero los vientos contrarios obligaron al barco a regresar a la costa, la gota se apoderó de un cuerpo debilitado por el placer y la adversidad y el doctor Wilkinson fue deportado en Plymouth de una vez y para siempre. Una mina de grafito arruinó a Jones; la Ley de Matrimonio fue la ruina de Wilkinson. Ambos descansan en paz ahora: Jones, en Cumberland; Wilkinson, lejos de su amigo (y si sus defectos eran grandes, grandes eran también sus talentos y sus virtudes), en las costas del melancólico Atlántico.

* Tomado de Memoirs of Tate Wilkinson, 4 volúmenes, 1790.

La muerte de la polilla

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