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MADAME DE SÉVIGNÉ

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ESTA GRAN DAMA, esta robusta y fértil escritora de cartas que probablemente habría sido una de las grandes novelistas de nuestra época, ocupa según parece más lugar en la conciencia de los lectores vivos que cualquier otra figura de su época ya olvidada. Pero fijar a esta figura dentro de un contorno es más difícil que definir a muchos de sus contemporáneos. Eso se debe en parte a que creó su ser, no en obras teatrales ni en poemas sino en cartas: trazo a trazo, con repeticiones, acumulando minucias cotidianas, escribiendo lo que le venía a la cabeza como si hablara. Así, los catorce volúmenes de sus cartas encierran un vasto espacio abierto, como uno de sus grandes bosques: las intrincadas sombras de los árboles cruzan los senderos en varias direcciones; las figuras deambulan por los claros, pasan del sol a la sombra, se pierden de vista, reaparecen, pero jamás adoptan posiciones fijas para componer un grupo.

Así vivimos en su presencia; y a menudo caemos, como también nos sucede con las personas vivas, en la inconciencia. Ella sigue hablando, nosotros la escuchamos a medias. Y de pronto dice algo que nos despierta. Incorporamos esa impresión a su personaje, de tal modo que el personaje crece y cambia y parece una persona viva, inextinguible.

Esta es, por supuesto, una de las cualidades características de todos los escritores de cartas; y madame de Sévigné —debido a su inconsciente naturalidad, su fluidez y su exuberancia— la posee aún en mayor medida que el brillante Walpole, por ejemplo, o que el reservado y recatado Gray. Quizás, a la larga, la conocemos de una manera más instintiva y más honda que a ellos. Nos sumergimos más profundamente en ella y sabemos, antes por el instinto que por la razón, cómo se sentirá: esto la divertirá, aquello cautivará su imaginación, ahora se hundirá en la melancolía. Su espectro es más amplio que el de ellos; tiene mayor alcance y diversidad. Todo parece darle su fruto —su diversión, su gozo— o alimentar sus meditaciones. Tiene un apetito robusto; nada la paraliza; se nutre de todo aquello que se le ofrece. Es una intelectual, ávida por disfrutar el ingenio de La Rochefoucauld y regocijarse en los sutiles discernimientos de madame de La Fayette. Tiene su morada natural en los libros, y por esa razón Josefo o Pascal o las novelas largas y absurdas de su época no son objeto de lectura sino que parecen engastados en su mente. Los versos y los relatos de esos autores suben a sus labios junto con sus propios pensamientos. Pero hay en ella una sensibilidad que intensifica ese gran apetito por innúmeras cosas. Sensibilidad que se muestra en su mayor extremo, en su mayor irracionalidad, en el amor por su hija. La amaba como un hombre viejo ama a la joven amante que lo tortura. Era una pasión retorcida y malsana, que le causó muchas humillaciones y a veces la hizo sentir vergüenza de sí misma. Porque, desde el punto de vista de su hija, era extenuante y vergonzoso ser objeto de una emoción tan intensa; y no siempre podía corresponderla. Temía que su madre la pusiera en ridículo delante de sus amigos. También sentía que ella no era así. Era diferente; más fría, más fastidiosa, menos robusta. Arrastrada por aquella corriente de adoración hacia una hija que no existía, su madre ignoraba a la hija real. Se vio forzada a ponerle límites; tuvo que afirmar su propia identidad. Era inevitable que madame de Sévigné, con su sensibilidad exacerbada, se sintiera herida.

Por consiguiente, en ciertas ocasiones madame de Sévigné llora. Su hija no la ama. Es un pensamiento tan amargo, y un miedo tan perpetuo y tan profundo, que la vida pierde su sabor; debe recurrir a los sabios, a los poetas en busca de consuelo; y reflexiona con tristeza sobre la vanidad de la vida y sobre la inminencia de la muerte. También se inquieta, más allá de lo que corresponde o es razonable, porque no ha recibido una carta. Luego reconoce que ha sido absurda y comprende que aburre a sus amigos con tanta obsesión. Lo que es peor, ha aburrido a su hija. Y entonces, una vez que ha caído la gota más amarga, las burbujas aceleran al máximo la ebullición de esa robusta vitalidad, de ese irreprimible goce ligero, de ese gusto natural por la vida, como si instintivamente compensara su fracaso agitando las plumas, haciendo brillar cada faceta. Se sacude todos los pesares; se burla de “les D’Hacquevilles”; colecciona montones de chismes; las últimas noticias del Rey y madame de Maintenon; cómo se enamoró Charles; cómo la ridícula mademoiselle du Plessis ha vuelto a cometer otra tontería —cuando necesitaba un pañuelo donde escupir, la tonta mujer se pellizcaba la nariz—; o describe cuánto la entretiene asombrar a la niña sencilla que vive en el fondo del parque —la petite personne—, con historias de reyes y países, de aquel gran mundo que ella conoce muy bien por haber vivido en su intimidad. Al fin, reconfortada, momentáneamente segura del amor de su hija, se permite relajarse, y, despojándose de todos los disfraces, le dice a su hija que nada le resulta más placentero en el mundo que la soledad. Se siente más feliz estando sola en el campo. Ama deambular sola por los bosques. Ama salir sola por las noches. Ama esconderse de las visitas. Ama caminar entre sus árboles y pensar. Ama la charla del jardinero; ama plantar. Ama a la niña gitana que baila, como su hija solía hacerlo, aunque no de una manera tan exquisita.

Es natural usar el tiempo presente, porque vivimos en su presencia. Somos muy poco conscientes del perturbador intermediario entre ambos; y es que, después de todo, ella vive por medio de las palabras escritas. Pero de vez en cuando, con el sonido de su voz en los oídos y su ritmo ascendente y descendente dentro de nosotros, tomamos conciencia —con alguna frase imprevista sobre la primavera, sobre un vecino del campo, sobre algo captado al pasar— de que quien nos está hablando es una de las grandes amantes del arte del discurso.

Entonces escuchamos por un tiempo, en forma consciente. ¿Cómo logra hacernos seguir, palabra por palabra, la historia del cocinero que se mató porque el pescado no llegó a tiempo para la cena de una fiesta real, o la escena de la recolección del heno, o la anécdota del sirviente al que despidió en un arrebato de furia? ¿Cómo alcanza ese orden, esa perfección en la composición? ¿Practicaba su arte? Parece que no. ¿Rompía y corregía? No hay registro alguno de que se haya tomado semejante molestia. No se cansa de repetir que escribe sus cartas como habla. Comienza una inmediatamente después de haber enviado otra; hay una página en blanco sobre su escritorio, y se ocupa de llenarla en los intervalos de todas sus otras ocupaciones. La gente interrumpe; los sirvientes se acercan a recibir órdenes. Es una gran anfitriona; está siempre dispuesta y al servicio de sus amigos. Todo indica que debe de haber estado imbuida de buen tino, por la época en que vivió, por las compañías que frecuentaba: por la sabiduría de La Rochefoucauld; por la conversación de madame de La Fayette; por haber asistido a alguna lectura de una pieza de Racine; por leer a Montaigne, a Rabelais o a Pascal; quizás por escuchar sermones, tal vez por alguna de esas canciones que Coulanges siempre cantaba; debe de haber absorbido inconscientemente tanto de todo aquello que era racional y equilibrado que, cuando tomaba la pluma, inconscientemente cumpliera las leyes aprendidas de memoria. Según parece, Marie de Rabutin nació dentro de un grupo cuyos elementos eran tan rica y felizmente mixtos que incentivaron su virtud en lugar de contrarrestarla. Fue ayudada, no contrariada. Nada la frustró, ni la restringió ni la subyugó. La oposición que encontró solo sirvió para confirmar su buen juicio. Porque era sumamente consciente de la estupidez, del vicio, de la pretensión. Había nacido crítica, y era una crítica de opiniones innatas, definitivas. Siempre refiere sus impresiones a un parámetro: de allí la incisividad, la profundidad y la comedia que vuelven tan esclarecedoras a esas afirmaciones espontáneas. No tiene nada de ingenua. No es, bajo ningún concepto, una simple espectadora. Las máximas fluyen de su pluma. Resume y juzga. Pero lo hace sin esfuerzo. Ha heredado el parámetro y lo acepta naturalmente. Es heredera de una tradición que permanece en guardia y establece las proporciones. La alegría, el color, la charla, los incontables movimientos de las figuras visibles tienen un trasfondo. En Les Rochers siempre están presentes París y la corte; en París y la corte está presente Les Rochers, con su soledad, sus árboles, sus campesinos. Y detrás de todo, siempre, están la virtud, la fe y la muerte misma. Pero este trasfondo, si bien da su escala al momento, es tan firme que ella se siente a salvo. Así anclada, es libre para explorar, para disfrutar, para ir por un camino o el otro, para entrar de lleno en la miríada de humores, placeres, rarezas y sabores de su nutrido, próspero y delicioso momento presente.

Así transcurre, con paso libre y majestuoso, de París a Bretaña; desde Bretaña en su carruaje por toda Francia. En el camino, se aloja en casas de amigos; una alegre comitiva de familiares le da la bienvenida. Allí donde llega atrae de inmediato el amor de un niño o de una niña, o la exigente admiración de un hombre de mundo como su desagradable primo Bussy Rabutin, que no puede tolerar su desaprobación y al que debe asegurarle su buena opinión a pesar de todas sus traiciones. Los famosos y los brillantes también desean su compañía, porque ella es parte de su mundo y puede compartir sus conversaciones sofisticadas. Hay en ella algo sabio y amplio y cuerdo que invita a las confidencias de su propio hijo. Fútil e impulsivo, víctima de su naturaleza débil y encantadora, Charles la atiende con infinita paciencia durante la fiebre reumática. Ella se ríe de sus flaquezas; conoce sus debilidades. Es tolerante y franca; no es necesario ocultarle nada; sabe todo lo que hay que saber acerca del hombre y sus pasiones.

Y así prosigue su camino en el mundo y envía sus cartas, radiantes y pletóricas de todo ese tráfico variado, de un extremo a otro de Francia, dos veces por semana. A medida que los catorce volúmenes despliegan a sus anchas una narrativa que abarca veinte años, parece que ese mundo es lo bastante grande para encerrarlo todo. Aquí está el jardín que Europa ha cavado durante tantos siglos, en el que tantas generaciones han derramado su sangre; aquí está, al fin fertilizado y lleno de flores. Y las flores no son raros y solitarios capullos, grandes hombres con sus poemas y sus conquistas. Las flores de este jardín son el conjunto de una sociedad de hombres y mujeres adultos que ya no padecen necesidades ni luchas; crecen juntos en armonía y cada uno aporta algo de lo que el otro carece. Para demostrarlo, las cartas de madame de Sévigné a menudo son compartidas por otras plumas; a veces es su hijo quien toma la pluma; el Abbé agrega sus párrafos; hasta la niña sencilla —la petite personne— no teme escribir en la misma página. En el mes de mayo de 1678 en Les Rochers, en Bretaña, reverberan diferentes voces. Los pájaros cantan; Pilois está plantando; madame de Sévigné recorre solitaria los bosques; su hija recibe a los políticos en Provenza; no muy lejos de allí, monsieur de La Rochefoucauld se afana en decir la verdad y madame de La Fayette poda sus palabras; Racine está terminando la obra que pronto escucharán todos juntos; y después discutirá con el Rey y esa dama a quien, en el lenguaje privado de su puesta en escena, llaman Quanto. Las voces se mezclan, se superponen en el jardín en 1678. ¿Pero qué está ocurriendo afuera?

La muerte de la polilla

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