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ATARDECER SOBRE SUSSEX:
REFLEXIONES EN UN AUTOMÓVIL

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EL ATARDECER ES AMABLE CON SUSSEX, porque Sussex ya no es joven y agradece el velo del ocaso, como una mujer entrada en años se alegra cuando se les ponen pantallas a las lámparas y solo puede atisbarse el contorno de su cara. El contorno de Sussex sigue siendo muy bello. Los acantilados enfrentan el mar, uno detrás de otro. Todo Eastbourne, todo Bexhill, todo St. Leonards, sus paseos y sus albergues, sus tiendas de abalorios y sus confiterías y sus carteles y sus inválidos y sus autobuses…, todo ha sido obliterado. Lo que queda es lo que había cuando Guillermo llegó de Francia hace diez siglos: una línea de acantilados que se adentra en el mar. También los campos son redimidos. Las villas rojas que motean la costa son bañadas por un delgado y diáfano lago de aire marrón en el que se ahogan, ellas y su rojez. Todavía era demasiado temprano para las lámparas, y demasiado temprano para las estrellas.

Pero, pensé, siempre queda algún sedimento de irritación cuando el instante es tan bello como lo es ahora. Los psicólogos deben explicarlo; una levanta la vista, se ve abrumada por una belleza de una extravagancia mayor de lo que cabía esperar —ahora hay nubes rosadas sobre Battle; los campos son veteados, marmóreos—, sus percepciones se expanden rápidamente como globos inflados por una corriente de aire, y luego, cuando todo parece elevado a su mayor plenitud y su máxima tensión, pura belleza y belleza y belleza, sobreviene el pinchazo de un alfiler, y colapsa. ¿Pero qué es el alfiler? Que yo sepa, el alfiler tuvo algo que ver con la propia impotencia. No puedo soportar esto; no puedo expresarlo; me supera; me domina por completo. En algún lugar de esa región yacía el propio descontento, y estaba aliado con la idea de que nuestra naturaleza exige dominio sobre todo lo que recibe, y el dominio en este caso significaba el poder de expresar lo que ahora veíamos en Sussex para que otra persona pudiera luego compartirlo. Y además había otro pinchazo de alfiler: estábamos desaprovechando nuestra oportunidad; porque la belleza se desplegaba a mano derecha y a mano izquierda, también a nuestras espaldas; se escapaba todo el tiempo; solo podíamos blandir un dedal frente a un torrente capaz de llenar piscinas, lagos.

Pero debes renunciar, dije (es bien sabido que en circunstancias como esta el yo se divide y que una de las mitades se muestra ansiosa e insatisfecha y la otra taciturna y filosófica), debes renunciar a estas aspiraciones imposibles; conténtate con la vista que tenemos delante, y créeme cuando te digo que es mejor sentarse y disfrutar; ser pasivo; aceptar; y no enfadarse porque la naturaleza te ha dado seis navajas pequeñas para cortar el cuerpo de una ballena.

Mientras estos dos yoes sostenían un coloquio sobre el curso más sabio que debía adoptarse en presencia de la belleza, yo (una tercera parte que acababa de anunciarse como tal) me dije cuán felices eran ellos por poder disfrutar de una ocupación tan simple. Allí estaban los dos, observándolo todo mientras el automóvil continuaba su marcha: una parva de heno; un techo rojo herrumbre; un estanque; un anciano que regresaba a su casa con el talego a la espalda; allí estaban, equiparando cada color del cielo y de la tierra con su caja de colores, construyendo pequeños modelos de los establos y las granjas de Sussex bajo la roja luz de la penumbra de enero. Pero yo, por ser un poco diferente, permanecía retraída y melancólica. Mientras ellos continuaban así ocupados, me dije: ido, ido; acabado, acabado; pasado y pisado, pasado y pisado. Siento que la vida es dejada atrás a medida que dejamos atrás el camino. Ya hemos pasado por ese trecho, y ya hemos sido olvidados. Nuestros faros alumbraron las ventanas por un instante; ahora la luz está apagada. Otros vienen detrás de nosotros.

Entonces, súbitamente un cuarto yo (un yo que está al acecho, en apariencia dormido, y nos toma desprevenidos por asalto. Sus observaciones a menudo son por completo ajenas a lo que ha estado ocurriendo, pero hay que prestarles atención justamente por su carácter abrupto) dijo: “Miren eso”. Era una luz; brillante, caprichosa; inexplicable. Por un segundo fui incapaz de nombrarla. “Una estrella”; y durante ese segundo mantuvo su raro titilar inesperable y danzó y refulgió. “Sé de qué me estás hablando —dije—. Tú, como el yo errático e impulsivo que eres, sientes que la luz que asoma sobre los cerros pende del futuro. Intentemos comprender eso. Razonémoslo. Repentinamente me siento vinculada, no al pasado, sino al futuro. Pienso en Sussex de aquí a quinientos años. Creo que muchas rudezas habrán desaparecido. Algunas cosas habrán sido abrasadas, eliminadas. Habrá puertas mágicas. Corrientes de aire impulsadas mediante energía eléctrica limpiarán las casas. Luces intensas y firmemente dirigidas cubrirán la tierra y harán el trabajo. Miren aquella luz que se mueve en el cerro: son los faroles delanteros de un automóvil. Sussex, dentro de quinientos años, de día y de noche estará llena de pensamientos encantadores, de rayos veloces y eficaces”.

El sol estaba ahora bajo la línea del horizonte. La oscuridad se propagó enseguida. Ninguno de mis yoes podía ver nada más allá del atenuado haz de luz de nuestros faroles en la banquina. Los llamé. “Ahora —dije— ha llegado el momento de revisar las cuentas. Ahora debemos volver a unirnos; debemos ser un solo yo. Ya nada se deja ver, excepto una arista de camino y orilla que nuestras luces repiten incesantemente. Estamos perfectamente bien provistos. Estamos bien abrigados y envueltos en una manta de viaje; estamos protegidos del viento y de la lluvia. Estamos solos. Ahora es el momento de los cálculos. Ahora yo, que presido la compañía, pondré en orden los trofeos que hemos reunido entre todos. Déjenme ver; hoy trajimos una gran cantidad de belleza: granjas; acantilados que se adentran en el mar; campos marmóreos; campos veteados; cielos rojos emplumados; todo eso. También hubo desaparición y muerte de lo individual. El camino que desaparecía y la luz en la ventana durante un segundo y luego la oscuridad. Y también la súbita luz danzante que iluminaba el futuro. Lo que hemos hecho hoy, entonces —dije—, es esto: esa belleza; la muerte de lo individual; y el futuro. Miren, trazaré una pequeña figura para complacerlos; aquí viene. Esta pequeña figura que avanza a través de la belleza, a través de la muerte hacia el económico, poderoso y eficiente futuro en que una ráfaga de viento caliente limpiará las casas, ¿no los complace acaso? Mírenla; aquí, sobre mis rodillas”. Nos quedamos mirando la figura que habíamos hecho ese día. Grandes planchas de roca y árboles frondosos la rodeaban. Por un segundo fue muy pero muy solemne. Por cierto, parecía que la realidad de las cosas se hubiera desplegado sobre la manta de viaje. Nos estremeció un violento escalofrío, como si nos hubiera penetrado una descarga eléctrica. Gritamos al unísono: “Sí, sí”, como afirmando algo, en un instante de reconocimiento.

Y entonces el cuerpo, que había guardado silencio hasta ahora, inició su canción, al principio casi tan baja como el susurro de las ruedas: “Huevos y tocino; tostadas y té; fuego y un baño; fuego y un baño; liebre cocida —prosiguió— y jalea de grosellas rojas; una copa de vino; seguida de un café, seguida de un café… y después a la cama; y después a la cama”.

“Ya váyanse —les dije a mis yoes reunidos—. Ya cumplieron su cometido. Llegó el momento de despedirnos. Buenas noches”.

Y el resto del viaje transcurrió en la deliciosa compañía de mi propio cuerpo.

La muerte de la polilla

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