Читать книгу La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - VV. AA. - Страница 11
ОглавлениеPINCELADAS
Ramón Inguanzo Balbín
1
Cuando me propusieron escribir algo sobre mi época de estudiante, lo primero que me vino a la mente fue echar mano del diario que por entonces escribía y aún conservo; leyéndolo recordé la excursión que hicimos al Gorbea en el otoño de 1970.
Todo empezó cuando el Dr. Juan Domingo Toledo y Ugarte, a la sazón profesor encargado de la asignatura de Histología, que además de anatomo-patólogo en el hospital de Basurto era asesor médico de la ENAM (Escuela Nacional de Alta Montaña), nos propuso hacer un cursillo de iniciación al montañismo. Nos dio una charla sobre orientación en montaña, alimentación, equipo, etcétera y, posteriormente, organizó dos excursiones: una al Gorbea y otra a Urkiola; recuerdo que en ambas nos hizo muy mal tiempo. En la fecha citada, los otrora “cursillistas”, ya sin la tutela del Dr. Toledo y capitaneados por Luisfer Cámara Landeta y sus amigos de Basauri, entre los que creo recordar se encontraba Juanan Unzueta, nos lanzamos un 24 de octubre a las tres de la tarde a la estación de Atxuri. A Zeanuri llegamos con el autobús de Arratia, y desde allí, en una tarde soleada y clara, subimos al refugio del Club Baskonia.
La noche nos pareció espléndida: a la puerta del refugio, lejos del alcance del abundante humo que reinaba en la cocina, disfrutamos viendo la Osa Mayor, la Polar, y veloces estrellas fugaces cruzando el negro cielo. Cenamos abriendo brecha con una reconfortante sopa caliente. A los postres, chistes, juegos y canciones; éstas continuaron en el bosque contiguo, pero el intenso frio nocturno nos metió de nuevo en el refugio. Nos acostamos tarde.
Amanecimos a eso de las diez, y una hora más tarde, junto con algunos compañeros de 2.º de carrera que se nos unieron, iniciamos la ascensión a la cruz. Estaba nevada, y al llegar a ella nos retratamos, como resulta preceptivo. Gracias a ello puedo recordar a gran parte de los asistentes: además de Luisfer y Juanan, Koldo Apodaca, Verónica Nebreda, Begoña Agara, Celia Elu, Florentino Gómez, Isabel Izarzugaza, Garbiñe (no recuerdo su apellido, pero creo que era de la cuadrilla de Roberto Lertxundi), Tina (pareja de Juanan) y yo. El fotógrafo tal vez fue Juan Busturia. La vista desde la cumbre era magnífica.
Bajamos patinando tumbados en los anoraks mientras otros nos arrojaban bolas de nieve. Luego, al llegar a la campa de Arimegorta nos tumbamos exhaustos en el césped.
A eso de las ocho y media de la noche estábamos de regreso en Bilbao, y algunos fuimos a misa de nueve, pues era domingo y entonces todavía éramos cristianos practicantes.
Después hicimos un par de excursiones en las que faltaron algunos de los pioneros del 24 de octubre; pero la defección fue compensada por la incorporación de alumnos de la segunda y tercera promoción. La actividad aumentó, y se hicieron excursiones regularmente casi todos los domingos (excepto en los periodos de exámenes), e incluso grandes expediciones al Pirineo o Picos de Europa al comienzo del verano, creándose así el Grupo de Montaña de la Facultad de Medicina, que llegó a ser dotado con presupuesto por la Universidad, lo que nos permitió adquirir material deportivo, como tiendas de campaña, piolets, cuerdas de escalada, etc.
2
Era una tarde gris de invierno de finales de 1975, o tal vez de principios de 1976. Roberto Candina y yo, como residentes de primero de Cardiología, rotábamos por el servicio de Medicina Interna de la Ciudad Sanitaria Enrique Sotomayor, más conocida popularmente como Hospital de Cruces. Nuestros adjuntos tutores eran el beatífico Pedro Zárate y el circunspecto y metódico Jesús Merino, respectivamente. Como todos los días, primeramente, revisábamos con el médico adjunto las nuevas analíticas, que después teníamos que encolar cuidadosamente en las historias respectivas, luego repasábamos los evolutivos con las anotaciones hechas por el médico de guardia, para a continuación pasar visita junto con la enfermera, la cual, vestida con uniforme azul claro y mandil blanco con cofia del mismo color, anotaba en un libro la medicación prescrita, los estudios pertinentes y la dieta.
Aquel día, después de comer en el comedor de residentes del hospital, me quedé para hacer la historia a un ingreso. Oí gritos procedentes del solarium, que era la sala de trabajo y reuniones del Servicio. Me acerqué y vi a la gente asomada a las ventanas. En la calle paralela al hospital materno-infantil, que desemboca en la plaza de Cruces, había una barricada, y enfrente de ella tres o cuatro autobuses multi-puertas de la policía, con una hilera de grises, porra en mano, desplegados delante.
A una señal, no recuerdo si el sonido de un silbato o el bramido de un oficial, los grises avanzaron desafiantes, imponentes, claramente conscientes del temor que inspiraban. Recibieron una andanada de diferentes objetos lanzada por los manifestantes que se parapetaban tras la barricada. Aturdidos, se detuvieron en seco. Tras unos segundos de desconcierto, reanudaron el avance con menos desafío y más cautela. Al ver que, agotada la munición, los manifestantes huían, corrieron tras ellos. Recuerdo que dos policías lo hicieron con gran entusiasmo y velocidad, como si persiguieran una medalla o un jamón serrano; la mayoría corrió al trote, y uno, posiblemente mayor y buen padre de familia, se lo tomó con mucha calma y filosofía.
Al cabo de unos segundos la plaza de Cruces quedó silenciosa y vacía, con el suelo plagado de piedras, basura y algún que otro zapato huérfano.
Eran los días difíciles de la Transición, tiempos en los que dirigir una torva mirada a un policía podía suponer la apertura de consejo de guerra por subversión y desacato a la autoridad.
3
Me acuerdo bastante bien del día que dilaté mi primer tronco.
Lo cuento:
En septiembre de 1980, mi jefe, Agustín Oñate, me envió al hospital de Valdecilla, centro puntero en Cardiología junto con el Gregorio Marañón de Madrid, para actualizarme en las últimas técnicas de cateterismo cardíaco. Allí tuve la suerte de asistir como espectador a la primera angioplastia coronaria que se realizaba en España, por José Luis Martínez Ubago.
La angioplastia coronaria era entonces una nueva técnica alternativa al tratamiento médico y quirúrgico de la enfermedad coronaria, la causante del infarto de miocardio y la angina de pecho. Consistía en introducir un pequeño balón alargado (unos veinte mm. de largo por tres mm. de diámetro de media, una vez hinchado) en la arteria coronaria obstruida por una placa de ateroma, con objeto de romper y aplastar esta contra las paredes de la arteria. Es el equivalente al desatasco de una cañería que hacen los fontaneros. En Bizkaia esta técnica la emplearon por primera vez los compañeros Chema Aguirre y J. M. Faus, de la Fundación Vizcaya pro Cardiacos, entidad que lideraba Miguel M. Iriarte Ezkurdia, el que fuera nuestro profesor de Cardiología. En el Hospital de Cruces la comenzamos a utilizar más tarde, pero a un ritmo mayor que el de nuestros compañeros de la Fundación, los cuales pronto se trasladaron al Hospital de Basurto.
Tengo que reconocer que a mí esta técnica, en su inicio, no me gustaba nada. Después de oír y leer a expertos fisiólogos describir con tanta minuciosidad y cariño la distinta composición de la placa de ateroma, con sus fibras, miocitos, acúmulos de lipoproteínas, macrófagos, membrana elástica interna y depósitos de calcio, el que un inconsciente entrara en ella hinchando globos para romperla de cualquier manera y quedara sabe Dios cómo, me parecía algo tosco y poco elegante. Pues, efectivamente, con los primeros casos nos llevamos algunas alegrías, pero también no pocos sustos y penalidades. Los primeros resultados que comunicamos decían que la tasa de éxito inicial era del setenta por ciento; tengo que confesar que en realidad redondeábamos la cifra, pues yo, que era el encargado de la estadística, sabía que el real era del sesenta y siete por ciento (posteriormente comprobé que en otros hospitales del país actuaban de manera similar). Si además tenemos en cuenta que, de los que quedaban bien, un treinta o cuarenta por ciento de los pacientes recaían a los pocos meses (la temida reestenosis), se comprende mi poco entusiasmo. Mis compañeros Agustín Oñate y Juan Alcíbar, más optimistas, me animaban diciéndome que la técnica era prometedora y que se necesitaba no sólo paciencia, sino también mejorar el material y el aprendizaje. Por suerte, el tiempo les dio la razón.
En mi opinión, la principal mejora fue la aparición del stent. Se trata de un pequeño cilindro metálico, flexible, montado sobre un pequeño balón alargado que al hincharse provoca la expansión y dilatación del cilindro. Este proceso consigue aplastar contra la pared arterial el material fracturado de la placa, lo que mejora la luz arterial y consigue su mejor cicatrización; se puede comparar con el trabajo de apuntalamiento con maderas que hacen los mineros para asegurar las paredes.
El stent nos permitió acometer progresivamente lesiones arteriales cada vez más complejas, con mejores resultados a corto y largo plazo. Una de las lesiones más severas y peligrosas, terreno entonces exclusivo de la cirugía, era la llamada enfermedad de tronco: es la presencia de una placa obstructiva en el segmento inicial de la coronaria izquierda, arteria que grosso modo da riego a todo el lado izquierdo del corazón. Su oclusión aguda es de consecuencias fatales.
Y aquí retomo la primera frase del apartado, pues el primer tronco que se dilató en nuestro hospital le correspondió, paradojas del destino, al menos entusiasta de la técnica.
Se trataba de un paciente mayor (debo reconocer que tendría más o menos la edad que en la actualidad posee el autor de estas líneas), ingresado en la Unidad Coronaria por angina grave.
Cuando le hice la coronariografía diagnóstica me quedé helado: tenía un estrechamiento muy severo cerca del origen de la coronaria izquierda, siendo la calidad del resto del vaso muy insuficiente para realizar una intervención quirúrgica salvadora. Miré a los que me observaban tras el cristal plomado de la sala y Agustín Oñate me hizo un gesto elocuente: había que intentarlo; el paciente no tenía otra opción.
Probablemente me aumentó la frecuencia cardiaca, pero no recuerdo si me empapó un sudor frio o me temblaron las piernas. Por suerte, la experiencia acumulada de muchos cateterismos previos me ayudó a mantener la calma, la cabeza fría.
Pregunté de forma retórica a los ATS si estaba todo preparado. Era obvio que sí, pero entendieron perfectamente que se trataba de una situación especial. Nos íbamos a jugar el paciente a cara o cruz.
Mirando el monitor de televisión, donde se veía latir de forma plácida y rítmica la silueta del corazón, situé el stent, todavía plegado sobre el balón, en el lugar de la lesión.
Expliqué brevemente al paciente el procedimiento, le advertí que le iba a doler el pecho y que avisara cuando disminuyera la intensidad del dolor. Esto, aparte de para tranquilizarle, me servía para intuir la evolución posterior, puesto que la persistencia del dolor al deshinchar el balón podría significar el inicio de un cataclismo total.
‒Hincha el balón ‒indiqué a Toña, la enfermera.
Giró el mando de la bomba de hinchado, y en el monitor de televisión el balón se infló con apariencia de una pequeña salchicha de color gris claro. El monitor de frecuencia cardiaca cantaba rítmicamente “bip-bip-bip” y el ECG empezó a mostrar signos gráficos de falta de riego (técnicamente, elevación del ST). La tensión arterial se mantenía normal, menos mal.
‒¿Duele? ‒pregunté.
‒Ahora empieza ‒contestó.
Pasaron unos segundos interminables, y por fin le dije a Toña:
‒Deshincha.
Se oyó un “clac” metálico al soltar el freno de la bomba, y lentamente vimos en el monitor cómo el balón, con el stent supuestamente desplegado (al ser poco radio opaco apenas se ve en el monitor), se desinflaba lentamente.
‒¿Sigue doliendo?
‒Ahora afloja ‒respondió.
Los signos de falta de riego cardiaco en el ECG también mejoraron. ¡Qué alivio!
‒Bueno, va todo bien ‒comenté al paciente.
‒Toña, vamos a dar otro inflado de propina.
Volvimos a repetir los pasos anteriores con la misma respuesta.
‒Vamos a comprobar el resultado; ¿todavía duele?
‒Un poco.
Con mi corazón latiendo fuertemente en la garganta y viendo el del paciente haciéndolo plácidamente en el monitor de televisión, hice una nueva coronariografía: la coronaria izquierda permanecía intacta y la lesión de tronco había desaparecido. El paciente ya no tenía dolor, su tensión arterial era normal, y en el ECG no había signos de falta de riego.
Al ver el resultado, como la tensión emocional había sido tan alta, sin mediar palabra, la enfermera y yo nos abrazamos…
Si el amable y sufrido lector al leer estas últimas líneas esbozara una maléfica sonrisa, considere que para realizar nuestro trabajo y protegernos de los rayos X nos habíamos de envolver en un delantal forrado de plomo de unos ocho kilos de peso. Por si acaso.
4
Por fin libre de preocupaciones y sustos, felizmente jubilado en octubre de 2015, con todo el tiempo del mundo para dedicarme a pasear, leer, viajar y otras aficiones, una mañana gris y fría de enero de 2016 decidí ir al valle de Atxondo a hacer fotografías de paisaje. Poco antes, había leído en una revista que hacer fotos con mal tiempo era el equivalente a practicar la alta montaña en el deporte del montañismo.
Buscando temas para fotografiar, cerca de Arrazola, se cruzó en mi camino una traviesa de tren puesta allí por alguien para separar el camino de una zona verde. No sé por qué tomé la equivocada decisión de pisarla. Hacerlo y salir volando hacia adelante a velocidad de crucero con posterior aterrizaje sentado tras golpe seco fue todo uno (alguien me contó posteriormente que para evitar que la humedad las deteriorara se impregnaba las traviesas con brea, lo que explica que sean tan resbaladizas con la lluvia).
Una joven que paseaba por allí se acercó solícita y me preguntó si me encontraba bien. Le contesté que sí; no me dolía nada, aunque no podía levantarme ni mover la pierna. Llamó por su teléfono móvil para solicitar ayuda. Al cabo de una media hora apareció una ambulancia. El ATS que venía en ella sentenció en cuanto me vio:
‒ Pierna inmóvil con pie girado hacia afuera, fractura de cadera.
No pude menos que, algo aturdido como me encontraba, maravillarme de su buen ojo clínico.
Ya de traslado en la ambulancia, charlando con el ATS, se me ocurrió sugerirle que, al ser antiguo trabajador de Cruces, donde tenía amigos y conocidos, me podían llevar allí. Amablemente me respondió que la asistencia estaba sectorizada y que por tanto nos tocaba acudir al hospital de Galdácano, donde también había muy buenos profesionales. No insistí. Me di perfecta cuenta de que ahora me encontraba en “la otra orilla”, o, mejor, al otro lado de la mesa. Yo ya no decidía, ahora me tocaba obedecer. Era un 48 barra más.
En Urgencias del hospital me diagnosticaron fractura pertrocantérea de fémur y me pusieron una tracción a la espera de la intervención, que me practicaron cuarenta y ocho horas más tarde (era fin de semana).
A las cinco de la tarde de un lunes de enero, dos aguerridas auxiliares, con jabón, toallas y otros artilugios no identificados, entraron en mi habitación, retiraron la sábana, me expusieron como Dios me trajo al mundo y me fregaron a conciencia, sin olvidar nada, con profesionalidad y respeto. Por estos mismos trances debían de pasar mis pacientes antes de entrar en la sala de cateterismo, pensé.
Seguidamente, un celador me condujo sobre una camilla, en cueros y tapado únicamente con una sábana, por pasillos interminables y desiertos, doblando numerosas esquinas hasta tener la sensación de que nuestro destino podría estar en las proximidades de Arrankudiaga.
Ya en quirófano, una vez sentado al borde de la mesa para mejor exponer la columna lumbar, una anestesista joven, fuerte (por no decir gorda), y con muy mal genio, consiguió practicarme una eficaz anestesia raquídea tras un pinchazo y una estocada que por fortuna no requirió descabello.
Por lo demás, la intervención transcurrió durante casi una hora y media. En principio no sentí nada más que el hablar quedo y breve del trauma y sus ayudantes, bastante tranquilizador; pero de repente empezó el escándalo: unos agudos martillazos me hicieron sentir que mi propio fémur era el yunque de la fragua de Vulcano. No sólo vibraba mi cadera, sino también la caja torácica y hasta el cráneo: sentí que se me desencuadernaría la osamenta toda de un momento a otro, temiendo por el corazón, gracias al cual me he ganado el sustento toda mi vida, y espantado ante la posibilidad de que mis neuronas se reblandecieran tanto que podrían constituir un excelente plato de cocina de autor.
Afortunadamente, todo fue bien, y hoy en día sigo siendo un jubilado feliz y andarín, viviendo definitivamente la Medicina desde el otro lado de la mesa de consulta.