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POR LOS CAMINOS DE CASTILLA

Ofelia Villate Pérez


Cuando decidí estudiar Medicina no tenía ni idea de los problemas que iba a tener que superar, pero seguí hacia adelante.

Con preu ya aprobado y las maletas casi preparadas para ir a Valladolid, donde iba a empezar 1.º de carrera, nos despertamos un buen día con la noticia de que se hacía viable la apertura de una Facultad de Medicina en Bilbao. No tenía claro yo, en ese momento, si aquello era para alegrarse o no.

Era bueno, porque mis padres, de recursos justos, evitaban un desembolso durante seis años fuera de casa para la primera hija, con la segunda, que venía cinco años por detrás. Era, por otra parte, un poco preocupante, porque como todos sabéis, en aquellos años, el bachiller se diversificaba en dos ramas, ciencias y letras, sin mezcla de materias.

Yo era “de letras” y mi último y más básico recuerdo de ciencias era lo dado en 4.º de bachiller. Estudiar en Bilbao suponía que iba a empezar todo de nuevo, con un curso selectivo totalmente de ciencias, previo al inicio de la carrera.

“Bueno”, me dije, “pues habrá que intentarlo”. Estudiar en Bilbao suponía un gran ahorro de dinero, así que no quedaba otra.

Si alguien tuvo que aprender derivadas, integrales, formulas físicas y químicas de memoria, esa fui yo. No tenía tiempo para deducir y tampoco daba para más. Entonces me di cuenta (lo mismo que mis padres) del lío en el que me había metido.

No es extraño que, cuando me pongo a recordar aquellos años, tenga más zozobras que diversiones, que las hubo, pero no en aquella Escuela de Náutica donde empecé el Selectivo, sino durante los años siguientes, cuando aquel desbarajuste mental se acabó. Y lo hizo cuando en sexta convocatoria, la última para poder continuar, aprobé las Matemáticas. En este momento, tengo que recordar al Dr. Lara, porque yo me examiné por libre de Anatomía I, consciente de que, si los “números” no iban bien, un aprobado en Anatomía no valía para nada y claro, yo saldría de la Facultad. Él, a pesar de lo intransigente que parecía encima de su bigote, fue el primer (y último) profesor que, en un momento de apuro, me dio un poco de fuerza, con aquella frase de:

–Usted, señorita, apruebe las Matemáticas, que yo le guardo la Matrícula de Honor que tiene en Anatomía hasta febrero.

Lo conseguí, y fui a Lejona como si hubiera sobrevivido a la batalla de las Termópilas.

Inquietos momentos políticos, mucho movimiento en todas las Facultades, la de Económicas echaba humo, pero Medicina no le andaba lejos: los grises entraban por una puerta del anfiteatro en medio de una clase, buscando a alguien y salían por la otra sin encontrarlo. Podía parecer emocionante para aquellos chicos de diecinueve años, y no sé si nos dábamos perfecta cuenta de lo que en realidad todo ello significaba. Ya iríamos viéndolo.

Fue en 3.º cuando bajé a Basurto, esa Facultad arrinconada en el extremo del hospital, tan prefabricada como permanente. No he vuelto a entrar, pero cuando desde fuera la veo, me parece sufrir un deja vu. Creo que, para ser una Facultad novata, nos daban buena caña; parecía como si se tuviera que decir: “Medicina, en Bilbao, es dura.” Para mí lo fue, quizás el resto de mis compañeros no estén de acuerdo, pero yo al menos, cuando hablaba con gente de Valladolid, Salamanca o Zaragoza, tenía la certeza de que allí, “lo vivían mejor”.

Con huelgas y manifestaciones, perdimos prácticamente un año. Recuerdo que en una ocasión me vi en el cuarto de calderas de una casa, de la entonces calle Gregorio Balparda, junto a gente de Económicas, gracias a la agilidad del portero del inmueble, que nos metió allí, para escapar de los caballos de los grises.

¡No tendría yo mejor cosa que hacer, que meterme en aquellos berenjenales!

Hubo una fiesta de la tuna, aquella cuadrilla de sanos y divertidos locos cantores, que recuerdo especialmente porque, al volver a casa, me acompañaron hasta mi piso, pues hacia escasamente tres horas, ETA había matado al vecino del 1.º, policía, cuando regresaba de tomar un “chiquito” en el bar de al lado.

Con empeño, fueron pasando los cursos y, con la Patología Medica II para febrero, acabé.

En ese momento, lo que tenía claro es que quería desconectar del hospital, ya volvería para hacer una especialidad en… ¿Cirugía?, ¿Trauma?, no lo tenía claro. Necesitaba saber que había vida después de Basurto, trabajar, tener independencia, demostrarme que podía hacer algo más que estar con la luz encendida por las noches, estudiando.

Médicos en Soria y amigos de mi futuro suegro, que había sido veterinario allí anteriormente, me animaron para que fuese porque había pueblos libres en los que podía empezar. Así que un 14 de abril, era nombrada médica interina del partido médico de Martalay: siete pueblos a una distancia de diez o doce km de Soria. A pesar de estar tan cerca, en aquella época, el médico tenía que vivir en el partido, para estar localizable las veinticuatro horas, de modo que me buscaron acomodo en una casa, “a pupilo”.

Era buena gente aquella, respetuosa pero clara. No demostraron su lógico recelo ante la nueva médica, aunque tiempo después entre risas me enteré de que no las tenían todas consigo porque pensaban que era demasiado joven para ser médico.

Bastantes años más tarde, en cambio, tuve la experiencia contraria: ya casi peinando canas, cuando un “australopitecus” al que no creí que debía de hacer concesiones, me llamó “escoria de la Medicina “, así, sin despeinarse.

Bueno, vuelvo a mi primer día en Soria.

No tuve tiempo de pensar mucho sobre mi nueva situación, porque la misma noche en la que me instalé, sin haber pasado todavía una consulta con normalidad, sonaron unos aldabonazos en la puerta, fuertes e insistentes, seguidos de una frase que recuerdo como si aún estuviera oyéndola:

–¿Está la médica? Que venga rápido, que corra, que el Sr. Crisantos está muy malo.

Lo siguiente que sigo viendo es a mí misma conduciendo un coche recién comprado, detrás de un Renault 4L blanco, de noche, por una pista campo a través (para atajar) y llegar a otro pueblo. Estaba tan impactada que no me preguntaba ni a dónde iba, ni quiénes eran las dos personas del coche de delante, ni siquiera era capaz de pensar con qué me encontraría.

Lo único que quería era llegar sana, pues, aunque solo hacía cinco días que tenía mi flamante Seat 127, mis prácticas habían acabado cinco años antes, cuando saqué el carnet en Bilbao.

Angina o infarto, aquello me encontré. Manguito y fonendo como gran equipamiento y un botiquín básico que, muy previsora, me había preparado días antes, donde había una cafinitrina. Después, y rápidamente, en el coche del hijo al hospital.

El hombre salió de aquella y yo..., también. Nos caímos bien desde el principio. Con el tiempo, hasta me enseñó una de sus cajas fuertes para tener a buen recaudo, y no en el banco, su dinero. Levantó un ladrillo rojo del suelo y debajo había un hueco, donde cabía más de un billete.

Mi gente soriana, me enseñó a distinguir “dolor” de “daño”, cosa que me vino de perlas saber, y también me contaron que “estaba en Rusia” así, como suena. La película Dr. Zhivago se rodó en los campos de mis pueblos y aquel grupo de árboles en medio de la llanura por donde pasaba tres días a la semana para realizar la consulta en otro pueblo, era Varykino. Muchos de mis pacientes fueron extras. Yo no daba crédito, ¡con lo bonita que me había parecido a mí, Rusia, cuando vi la película!

Todavía hoy, en mi cumpleaños y todas las Navidades, hay personas que me llaman para felicitarme, aunque hayan pasado cuarenta años.

Como he mencionado anteriormente, el médico estaba disponible las veinticuatro horas del día, todos los días del año, excepto el mes de vacaciones, que siempre se disfrutaba, ya que el trabajo del ausente se le acumulaba al compañero del partido más cercano. Gracias a ese contacto podíamos tener una tarde o un fin de semana libre. Hoy día, eso sería totalmente imposible, pero en aquel momento no se le llamaba al médico por un resfriado a deshoras. Cuando te llamaban o localizaban para decirte que alguien estaba enfermo, lo estaba de verdad, ya podías correr.

Hubo un mes, durante mi primer verano, que tuve prácticas intensivas: me acumularon todos los pueblos a derecha e izquierda de la carretera que une Soria y el límite de Zaragoza: tres partidos médicos. Para poder estar más a mano, tuve que ir a vivir a un pueblo localizado en la mitad del trayecto. Con esas tres nóminas, una fortuna para mí, me casé, y lo hicimos en Soria, en la Ermita de San Saturio, junto a los álamos del Duero como los vio Machado.

Eduardo Úcar se acordará, porque vino desde Bilbao para estar con nosotros, no así José Luis Rubio que se casaba la semana siguiente. Eran dos entrañables amigos de aquellos años de Facultad, como la mayoría de los que nos acompañaron ya que, en Soria, había poca gente cercana.

Una de esas personas fue mi compañero y vecino de trabajo, tan novato como yo, recién salido del horno de Zaragoza. Fue él, precisamente, el que me convenció para presentarme a las Oposiciones Nacionales para ser Medico Titular, en Madrid. Decía que, aunque aquello no fuese mi futuro, tenía que intentar aprobarlas, porque la vida da muchas vueltas.

Lo hice, unas oposiciones de las de película en blanco y negro. Orales y escritas, con cinco miembros del tribunal mirándome y escuchándome. Aquel momento ocasionó el segundo subidón de autoestima que tuve. Debí de ir tan convencida de que aquellos exámenes no eran vitales para mí y, por lo tanto, tan relajada, que hice una exposición lo suficientemente buena como para que, al levantarme, me dieran la enhorabuena.

¡Que equivocada estaba! En efecto, aquellas oposiciones supusieron todo, para mi futuro y el de mi familia.

Ya estábamos en los 80. Nació mi primera hija. Fui a Bilbao para tenerla junto a nuestros padres y allí, no solo vio la luz ella, yo también, cuando vi entrar en el paritorio de Cruces a Adolfo Uribarren, para atenderme.

En el antiguo Hospital de Soria tuve unos buenos maestros, el jefe de Pediatría y el de Trauma, de los que intenté aprender lo que pude, yendo a pasar consulta con ellos, a días alternos, antes de pasar la mía en los pueblos.

Buenos años de apertura política, aunque difíciles.

Siempre en mi memoria aquel 23 de febrero del 81. Sola en mi casa de Soria (ya tenía permiso de Sanidad para vivir fuera del pueblo) con una niña de un año. Mi marido en Madrid haciendo lo que hoy sería un máster, en Ingeniería Nuclear, porque su titulación en Ingeniería Naval no servía demasiado para encontrar un trabajo, y la llamada de mi padre por la tarde para decirme que, si tenía algún aviso, fuese al cuartel de la Guardia Civil, para pedirles que me acompañasen al pueblo, que no se me ocurriera ir sola. Estábamos en pleno golpe de Estado. Un republicano de izquierdas asegurándose de que no le ocurriera nada a su hija, pidiendo la protección de, precisamente, la Guardia Civil.

Así era entonces la gente de España, lógica, cabal y concienciada. Hoy, en cambio y a mi entender, tenemos a “casi” muchos, que opinan de “casi” todo y no saben “casi” nada de lo que es racional.

A Soria dicen que se entra llorando y se sale…, llorando. También lo digo yo. En el 82 llegó otro cambio. Gracias a la estabilidad que me dio la oposición, pude ir detrás del trabajo de mi marido, a Ciudad Rodrigo, en Salamanca. Más lejos aún de Bilbao que Soria, pero era lo natural y además íbamos mejorando. Allí encontramos los amigos que conservamos toda la vida, esos en los que siempre se confía. Bonitos y agradables años. En el Clínico de Salamanca, nació mi segunda hija. Fue en aquellos años cuando comenzaron a ponerse en marcha las primeras “zonas básicas de salud” con horarios normales y cuando llegaron las primeras guardias centralizadas en lo que se llamaba, Centro de Salud, que en realidad era el consultorio rural más grande y céntrico de toda la zona.

La gente charra es más reservada que la soriana, pero igual de respetuosa.

Allí tuve que solicitar al delegado de Sanidad que me quitase del cupo un pueblo, cercano a los otros, pero separado por un risco peligroso y, de noche, bastante tenebroso. Cuando durante un aviso nocturno tenía que cruzarlo, me armaba con un bisturí (sí, como lo cuento), porque sin teléfono, en carretera y sola (aunque había centro de salud, íbamos solos a los avisos urgentes), si alguien te paraba, no había otra defensa. Nunca tuve un problema de ese estilo, pero más valía ser precavido.

Eran tiempos en los que, en los despachos de las Delegaciones, no miraban, como ahora, la situación de los pueblos en un mapa para tirar una línea recta con la que calcular distancias. Entonces, oían más al médico, que hacía el trabajo y sabía de las dificultades para atender a todos de una forma lógica.

Llegó 1987 y de nuevo decidimos mejorar, yéndonos a Burgos. Yo, al Centro de Salud de Medina de Pomar, siguiendo el camino del nuevo trabajo de mi marido: en la central nuclear de Santa María de Garoña. Para aquel entonces ya había entendido que el deseo de hacer una especialidad hospitalaria, aparte de haber sido incompatible con el planteamiento de vida familiar que teníamos, no me habría reportado grandes cosas como profesional. De alguna manera, tampoco envidiaba la vida de mis compañeros de Facultad, porque su día a día era bastante más estresante que el mío, aunque yo no hubiera llegado a jefe de Servicio ni a gerente de ningún estamento, ni a un puesto en la política del País Vasco. La contrapartida se basaba en que mi calidad de vida era la que me satisfacía.

Pese a esto que digo aquí, me compliqué un poco la existencia. Venía enseñada sobre cómo empezaban a funcionar las Zonas Básica de Salud, o al menos, sabía un poco más que los compañeros con los que empecé a trabajar en Medina. Por ese motivo, me eligieron primera coordinadora del centro, lo cual acarreó satisfacciones, pero también desasosiegos (o cabreos).

Los jefes de las entonces ya denominadas Gerencias de Sanidad e Insalud, eran una mezcla de políticos según partido, y adictos a protocolos y despacho. Ahora recuerdo que me quedé de una pieza cuando uno de ellos, me dijo:

–Tú eres coordinadora del centro, no su representante sindical.

De esa frase, se puede deducir que no lo tuve fácil. A pesar de todo, en los veinte años siguientes, no me quedó más remedio que hacerme cargo de la coordinación, en tres ocasiones más. Entonces, mi forma de trabajo era menos individualista.

Siempre tendré que agradecer la buena relación, y el trabajo coordinado entre Medicina y Enfermería del que disfruté. Tengo buenos amigos de esa época.

Durante esos años, mis hijas se formaron y estudiaron para ser unas buenas profesionales. Pasado ese tiempo, por alguna gotera de salud que empezó a salir, decidí pedir el traslado a otro centro de salud cercano, pero más pequeño porque la demanda que tenía entonces ya era fuerte a pesar de estar en zona rural. Hacíamos guardias como continuación de la jornada de mañana y seguíamos con la consulta normal del día siguiente.

Llegó un momento, quizás por cansancio, en el que no me quedaba tranquila cuando el paciente salía de la consulta; tenía la sensación de que me había dejado algo en el tintero, de preguntar, explorar, o recetar. Así que me fui al centro de salud del Valle de Tobalina. Hubo quien no entendió que, a pocos años ya para jubilarme, “perdiera categoría” yendo a un centro menos “importante”, pero mi familia y yo lo teníamos claro: no solo iba a tener una menor carga asistencial, sino que la nómina a fin de mes, era la misma. A esto se añadió que pronto comenzábamos a librar tiempo al día siguiente de una guardia, lo que acumulaba el trabajo para el resto de los compañeros.

Fueron cinco años muy agradables, aunque no estuvieron libres de incidencias laborales.

Y de ahí, a la jubilación, el 1 de enero de 2014. Puedo deciros, que no echo de menos el trabajo y que creo que he gestionado muy bien ese paso, que dicen que es difícil de dar. Siempre he tratado de ser consecuente con mis decisiones e ideas y también de dar lo que a mí me hubiera gustado que me dieran en ese momento dentro de mis posibilidades.

Hoy tengo un niño y dos niñas que me llaman Abu y de los que no puedo estar más colgada. Quizás un día, ¡quién sabe!, uno de ellos quiera seguir el camino de Abu y tendré entonces que decirle que, siempre, se ponga al nivel de su paciente, que deduzca, que hable con él, que toque, que en definitiva sea también un poco “médico antiguo”.

Sigo viviendo en Medina, pero como buenos riojanos, alternamos las estancias en la casa de Briones, nuestro bonito pueblo, paisaje y tranquilidad. Creo que he dado suficiente a la Medicina, en todo este recorrido de mi vida y que la Medicina me ha correspondido de la misma forma. Estoy en paz con los pasos que he dado y también con los fracasos que he tenido por darlos.

Todo puedo resumirlo en que la decisión de matricularme para empezar en la antigua Escuela de Náutica fue acertada. Estoy satisfecha.

La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

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