Читать книгу La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - VV. AA. - Страница 13
ОглавлениеMEDICINA EN BILBAO
Juan Carlos Vergara Serrano
EL ORIGEN
No. Las cosas no eran iguales. Un poco parecidas sí. Quiero decir, que ya había calles con coches, casas de pisos, gente que se lo pasaba bien y gente que se lo pasaba mal. Gente que mandaba y gente a la que no le gustaba que le mandaran. Enfermos. Y médicos. Médicos sí, pero Facultad de Medicina no.
Los médicos habían estudiado en sitios con viejas historias de estrambóticos catedráticos, de sabias y no tan sabias enseñanzas y, sí claro, de golferías variopintas. Lugares como Salamanca, Valladolid o Zaragoza. Los más intrépidos, a los que se miraba con una mezcla de admiración y recelo, habían estudiado en Francia, Alemania, Inglaterra o incluso EEUU. Eran países, por decirlo de alguna manera, en colores. Mientras que aquí predominaba el gris. No había más que ver el NODO. Estaba claro.
Vivíamos en un sitio gris. La tele también era gris. Hasta los guardias eran grises. Las casas de Bilbao eran gris oscuro y no había árboles. Bueno, en el parque de los patos sí, en el Campo Volantín también, y poco más. La ría no era gris, era marrón. Más tarde nos enteramos de que en realidad había muchas casas preciosas y de que, por sorprendente que parezca, en Bilbao los árboles crecían. ¡Zas!, los plantas y crecen. Y las rías pueden lavarse (es un poco complicado, porque no se pueden lavar con el agua que está sucia, ni en seco, ni echarle jabón porque se formaría una espuma bastante asquerosilla). Pero doctores tienen las rías que saben cómo hacerlo.
A lo que íbamos. De repente, o no tan de repente, a alguien se le ocurrió que a lo mejor se podía poner un sitio para estudiar Medicina en Bilbao. Solo un “sitio”, todavía no una Facultad, en donde se pudiera empezar a formar a los futuros galenos. Tiene su intríngulis, porque no vale con decir: “hágase la Facultad de Medicina”. Eso está bien para hacer un universo o convertir una calabaza en carroza, pero lo de la Facultad ha de hacerse con un poco de cabeza, para que no pase como con este Universo tan disparatado.
Para empezar, y para ahorrar trabajo, se escoge un edificio ya existente y en desuso, no vaya a ser que el proyecto no llegue a buen puerto y se hunda. ¿Qué mejor que una Escuela de Náutica varada al lado de una Universidad para mantener el invento a flote? Así que la autoridad, competente, o no tanto, decidió que aquel edificio vacío, junto al puente de Deusto –la antigua Escuela de Náutica– era el lugar idóneo.
A ver, no era como lo de Salamanca. Allí tienen una fachada con una rana, que ya deja bien claro que hay que ser muy observador para encontrarla y muy listo para estudiar dentro de un edificio tan imponente. Como Unamuno. No teníamos ranita, pero en cambio teníamos algo de lo que carecía la Universidad de Salamanca: un palo de mesana en el jardín.
Ya teníamos edificio. Hacían falta alumnos y profesores. Para que los estudiantes tuvieran claro que la Medicina es una ciencia compleja, los padres fundadores decidieron que el primer curso arrancaría con cuatro asignaturas que no tenían mucho que ver con enfermedades ni sanaciones. Podían haber sido las virtudes cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, pero no. Pensaron que era mejor que fueran Matemáticas, Física, Química y Biología. En su descargo se puede argüir que al menos la Biología no solo se ocupa de los paramecios o los coleópteros, sino también de todo tipo de seres vivos, incluidos los humanoides.
Los caminos por los que cada uno eligió ser médico fueron diversos. Algunos, seguramente lo llevaban en los genes porque su tatarabuelo, su tío, su primo o el vecino de abajo era médico (borren el componente genético en ese caso). Otros lo elegirían por eso que llaman vocación, o porque habían visto o leído cosas de médicos. Y eso que todavía no conocían las incontables series televisivas de años posteriores sobre médicos y médicas súper enrollados (principalmente entre sí). Otros aterrizaron allí un poco por casualidad, como suele ocurrir con las cosas importantes.
En mi caso, a pesar de una extensa familia, no había médicos por ningún lado. De hecho, un año antes yo estaba tranquilamente estudiando Económicas en Sarriko. Lo de tranquilamente y estudiando, es un decir. El plan habitual era ir a Sarriko no muy temprano para dar tiempo a que abrieran la cafetería. Una vez allí se contactaba con los asiduos a la partida de cartas en alguno de los bares que había detrás de una especie de sala de fiestas llamada La Jaula. En un día cualquiera o en cualquier día, si consideramos que se repetían como el día de la marmota, no había clase. A media mañana, una vez terminada la partida, había asamblea o sentada para cortar el tráfico o ambas cosas. Los motivos eran variopintos: la huelga en la empresa Laminación de Bandas, la muerte del Che, lo de Vietnam, y que dimitiera el decano, por supuesto. Y las superestructuras. Y la unión de obreros y estudiantes. Una vez, celebramos una especie de vigilia en la que a media noche se presentó una compañía de grises que rodeó por dentro el salón de actos donde estábamos y nos ordenó desalojar a toque de cornetín, previa presentación del DNI. Uno de los que movían los hilos, creo que se apellidaba Cortázar, negoció la salida sin entregar el DNI. Con un par. Luego me enteré de que alguien había escapado saltando por una ventana y se había roto algún hueso. Los más concienciados leían libros profundísimos sobre temas inusitados: obras que podían versar sobre la estructura agraria extremeña en el año nosecuántos o Los Monopolios en España, de Tamames o el Libro Rojo, del chino Mao. La típica lectura de evasión (para evadirse, quiero decir). Esto era sólo en Económicas. Los de Ingenieros estaban más “alienados”, más “hamburguesados” que diría alguno. Les inquietaba más la liga de fútbol y aprobar Dibujo.
En el 68 vino lo del mayo francés, que conmovió los sólidos cimientos en los que se fundamentaba el estado nacional-católico: la familia, el municipio y el sindicato. Ahí es nada: “prohibido prohibir”, “la imaginación al poder”, “seamos realistas, pidamos lo imposible”, cosas así. Eso queríamos.
Aparte de ese mundo insólito, uno se podía encontrar revolviendo por casa con La Ciudadela, de Cronin o La curación por el espíritu, de Zweig, o novelas de médicos de FG Slaughter. Eran historias que parecían más interesantes que la resolución de integrales compuestas o incluso que el cálculo matricial (que no tiene nada que ver con lo de tener cálculos en la matriz). Así que tras consultar con el Dr. Freud, cuyas obras publicaba entonces Alianza Editorial, decidí pasarme, ya muy avanzado el segundo curso de Económicas, a Medicina. A ver si averiguaba cómo funcionaba lo de dentro de la gente, incluyendo también la cabeza en el supuesto de que funcionara. Algo de pena sí me daba alejarme del ambiente incendiario de Económicas, aunque también en Medicina, gracias al mayo francés, se iba caldeando el ambiente.
LA FACULTAD
Bien mirado, no resultaba muy normal decir que lo que hacíamos en la antigua Escuela de Náutica fuera estudiar Medicina. Así que los impulsores del proyecto pensaron (siempre tiene que haber gente para esas cosas) que había que trasladarnos. Hicieron una especie de barracón en el Hospital de Basurto y, previo paso fugaz por la Escuela de Ingenieros, hasta allí nos fuimos a empezar el segundo curso. Para que cupiéramos en el aula nos dividieron en dos grupos, lo que en bastante medida marcó las relaciones de amistad y compañerismo.
Aquello ya era otra cosa. Sobre todo, lo de Anatomía. Lara y López Arranz, los dos encargados de enseñarnos lo que tenía la gente por dentro, hacían clases amenas y con dibujos muy trabajados. Ya habíamos oído hablar de esqueletos que no siempre eran todo lo serios que se supone que deben de ser. También sabíamos que la bola, que los chicarrones del norte tienen en el brazo, en realidad era un músculo que se llama bíceps. Sí, y sabíamos que había pulmones, estómago, tripas, corazón, etc.; ¿quién no había oído aquello de hacer de tripas corazón? Lo que no sabíamos era que tuviéramos tantas piezas con nombre. Sólo huesos hay más de doscientos y había que saber cómo se llamaba cada saliente, surco o agujerillo que algún perturbado hubiera decidido bautizar. Montones de venas, arterias, nervios con sus propios nombres y territorios a los que servir. Los órganos no eran una cosa con un nombre y ya está: tenían cavidades, curvaturas, lóbulos y hasta cabeza, cuerpo y cola, como los ratones. En latín los nombres tenían connotaciones épicas imponentes: foramen rotundum, erector trunci, o musculus popliteus –que suena a gladiador romano marcando pantorrilla–.
La hora de la verdad llegaba en las mesas de Anatomía, en las que un señor con una bata azul como las que solían usar los dependientes de las tiendas de ultramarinos ‒¿Pedro?‒ revolvía en una especie de pozo de los horrores y nos sacaba parte de un cadáver conservado en formol, con un olor digamos peculiar, para que diseccionáramos los entresijos del cuerpo. Decían que éramos muy afortunados porque en otras facultades los estudiantes no hacían ellos mismos las disecciones. A la diosa Fortuna quizá se le podían haber ocurrido mejores maneras de derramar sus generosos dones sobre nosotros.
Los huesos había que buscárselos –los huesos propios de cada uno, no; los de otros–. En una intrépida excursión al cementerio de Castro, en la furgoneta algo destartalada de Antón Zúñiga –a quién luego perdí la pista– preguntamos al sepulturero si podíamos coger algunos huesos. Al hombre le pareció estupendo, seguramente porque nunca había imaginado que pudieran resultar de interés para alguien. Así que nos dio todos los que quisimos y hasta nos ayudó a seleccionar los mejor conservados. En nuestras respectivas casas nos hubieran atizado con un fémur en la cabeza si hubiéramos pretendido meter en ellas calaveras, astrágalos, o metatarsianos, pero a José R. Arzadun sus padres le habían dejado un piso para estudiar, en las torres de Zabalburu y allí fuimos a dar con nuestros huesos (y los ajenos). Estudiábamos, charlábamos, jugábamos al póker y nos lo pasábamos la mar de bien, haciendo lo que suelen hacer los estudiantes.
Aparte de Anatomía había otras asignaturas, como la Fisiología que impartía el inefable profesor Gandarias, o la Histología con sus imágenes en plan psicodélico, pero sin música de Tangerine Dream.
Para que sobrelleváramos mejor el esfuerzo académico, nos pusieron un bar que llevaban dos hermanos que regentaban la Cafetería Gaico en Alameda Recalde. Daban unos pinchos de tortilla buenísimos. Enseguida se crearon grupos de amigos con los que aparte de coincidir en clase se hacían visitas culturales a bodeguillas y similares, así como viajes de riesgo a los municipios del entorno. De riesgo, no por la acrisolada pericia de los conductores –mejor pensar que era por inclemencias del tiempo, coches poco seguros, baches etc.–. La proximidad en las mesas de Anatomía creó frecuentes afinidades entre quienes tenían cercana la primera letra de su apellido.
Sería por la época que nos tocó vivir o porque la realidad no suele responder a los estereotipos, el caso es que las relaciones entre ambos sexos, a pesar de venir de educaciones segregadas XX/XY, fueron de una gran naturalidad, poniendo en valor las capacidades humanas y el respeto mutuo muy por encima de otras consideraciones. Respeto que ha persistido a todo lo largo de nuestra vida profesional. La cantidad de parejas que luego se casaron o convivieron durante largo tiempo es buena prueba de las estrechas relaciones que se establecieron. Por no hablar de los festejos, como aquellas gincanas con disfraces, de tan divertido recuerdo.
Cuarto fue el año de las huelgas. Un periodo confuso para algunos, y seguramente traumático para muchos. Entre clases perdidas, profesores cabreados, y conflictos diversos, muchos no pasaron de curso o incluso abandonaron la carrera. Mejor no reavivar viejas heridas.
Como había que hacer sitio a los siguientes estudiantes construyeron otro edificio, que ocupamos durante los últimos cursos, conocido como “el bunker” por su característica estética arquitectónica.
A partir de ese año, quinto, empezamos a hacer prácticas con pacientes. Historias clínicas que incluían información vital tan relevante como la alopecia fronto-parietal, la falta de piezas dentarias, el vientre globuloso, etc. El fonendo, que es seña de identidad de nuestra profesión, nos suministraba una gama inagotable de ruidos, soplos, retumbos y murmullos con los que los virtuosos podían llegar a un certero diagnóstico o componer una bella sinfonía. Los que no éramos tan virtuosos, pero queríamos aparentar serlo, nos limitábamos a imitar el gesto de concentración de nuestros maestros y afirmar sin pudor que, efectivamente, distinguíamos con claridad aquel retumbo apical diastólico con reforzamiento del segundo tono y, si la ocasión lo merecía, también dábamos fe de haber captado un tenue soplo protomesosistólico sobreañadido. En la palpación, quien más quien menos, era capaz de percibir el aumento del tamaño del hígado e incluso del bazo; para diagnosticar oleadas ascíticas tenían ventaja los surferos, acostumbrados a mares revueltos. Los pacientes –nunca mejor denominados– soportaban estoicamente nuestros sagaces interrogatorios y hasta podían echarnos una mano, diciendo qué parte averiada era la que debíamos descubrir. Otras asignaturas, como Pediatría, Patología Quirúrgica o Ginecología, ayudaban a tener una mayor comprensión de lo que podía suponer el ser médico. Oftalmología, ORL, Psiquiatría, etc., completaban la perspectiva profesional.
También fue una época en la que algunos salimos a ver lo que pasaba por ahí, en sitios como Francia, Inglaterra, etc. Isabel Izarzugaza, incansable como siempre, a través de la Asociación Internacional de Estudiantes –que me perdone si el nombre no es exacto– consiguió que pudiéramos realizar estancias temporales en hospitales extranjeros. En mi caso, aterricé en un pueblo de Grecia llamado Kavala, cerca de la frontera con Turquía, en cuyo hospital no paré muy a menudo, pero en el que disfruté de la extraordinaria hospitalidad de los griegos y arramplé con mi parte alícuota de mejillones, erizos, pulpos, etc. de los fondos mediterráneos. A pulmón.
Y así, con los conocimientos adquiridos, con el agradecimiento a los que nos enseñaron y el compañerismo que luego se mantendría a lo largo de los años, nos convertimos en médicos.
En el mundo seguían pasando cosas. Vietnam, Arafat, Nixon, Lennon y Yoko Ono, Gadafi, Armstrong andando por la Luna, Pinochet, El Último Tango, los hippies, etc. En España, el juicio de Burgos, Carrero, la tele en color, las casetes, Hermano Lobo, Triunfo, demasiadas cosas para resumirlas aquí. Aires de cambio.
RESIDENCIA
Con la finalización de la carrera ya estábamos facultados para ejercer la Medicina. De entrada, la ejercí haciendo la mili normal, si puede llamarse normal a cumplir con lo que oficialmente se denominaba “servicio militar obligatorio”. La obligatoriedad, unida al escaso ardor guerrero que caracterizaba a la fiel infantería del momento, no ayudada a verlo como “normal”. Joserra Renedo y yo compartimos destino, primero en Gamarra y luego en el botiquín del cuartel de Garellano. En Gamarra, siguiendo la tradición cervantina, ejercí como peluquero –no digo barbero, porque allí no se permitían las barbas–. En el botiquín, el armamentario farmacológico era meridianamente explícito: pastillas antigripales para la gripe, pastillas antidiarreicas para la diarrea, y así con todo. Estando allí, un buen día Arias Navarro nos dijo: “Españoles, Franco ha muerto”. Fue un alivio. No solo por las expectativas que se abrían. También porque estábamos con el alma en un hilo –no tanto como el finado– por miedo a que nos acuartelaran sin salidas, o que nos mandaran a África a emular a El Guerrero del Antifaz (un comic de nuestra infancia en el que el héroe cristianaba a los sarracenos con métodos estrictamente pacíficos y democráticos; entre sus méritos también estaba el de llevar minifalda, adelantándose a la moda de los 60). El caso es que un tal Hasán II, rey de Marruecos, aprovechando que El Guerrero estaba missing, se andaba malmetiendo en una parte del solar patrio –de doradas arenas, algo desubicadas respecto al mencionado solar– conocida como Sahara Español.
Tras un breve paso por el Servicio de Urgencias a domicilio, conocido como las lecheras, que compaginaba con merodear por el Servicio de Medicina Interna del Dr. Bustamante, en el Hospital de Basurto, sin voz ni tarea alguna de provecho, aterricé como médico residente en Cruces. En la UCI. Mi impresión fue como la de esas películas en las que se da un salto en el tiempo. Creo que en Basurto consideraban que ellos eran más clínicos y que los médicos de Cruces eran más técnicos. Perspectivas.
Comencé directamente en la Unidad Coronaria. Acostumbrado a Basurto, donde los infartos ingresaban en una planta de hospitalización de Medicina Interna y con suerte se les hacía un ECG a la entrada y otro a la salida, administrándoles Nolotil para el dolor y poco más, allí los pacientes tenían monitorización continua y se les hacía un ECG cada vez que notaban alguna molestia o el monitor hacía piiiiii... Se monitorizaba la PVC con un catéter central insertado por vía antecubital, y en su defecto por femoral, subclavia, etc., algo que en Basurto nunca había visto hacer. Aparte de las analíticas y radiografías de tórax de la rutina diaria, también era posible obtenerlas a cualquier hora del día o de la noche. Las arritmias eran objeto de una estrecha vigilancia en busca de la P (¡cherchez la P!) y de sus tormentosas y azarosas relaciones con el QRS. En caso de que el ritmo fuera demasiado lento se introducía por vía i.v. un cable de estimulación ventricular, un marcapasos. También se podía medir el gasto cardiaco y las presiones de llenado con un catéter de Swan-Ganz, lo que permitía un montón de cálculos hemodinámicos. Genaro Froufe, que se había formado en el Instituto de Cardiología de México, y a quién pocas cosas, si alguna, se le ponían por delante, era el alma mater de la Unidad o más bien, el Master and Commander –lo del alma entraría en otro nivel más espiritual que puede que no sea de aplicación en este caso–.
La zona Polivalente del Servicio contaba con los mismos equipamientos, aunque quizá allí la seña más distintiva era la ventilación mecánica, entonces con el MA1, aquel respirador, con una concertina que subía y bajaba y que en tantas películas figuró como actor invitado. En general siempre nos consideramos más intensivistas que coronarios y más cercanos a Astorqui como jefe de la Sección Polivalente. Aquel año entramos ocho residentes. Gárate, el jefe de Servicio, nos dijo que esperaba que nos quedáramos en el Servicio al terminar la residencia y nosotros asentimos magnánimamente. Eran tiempos en los que era habitual tener plaza al terminar. Ilusos.
En Cruces las especialidades ya estaban ampliamente desarrolladas, en contraste con lo que habíamos conocido durante la carrera. Algunas rotaciones, como la que hacíamos por el Servicio de Nefrología, comandado por García Damborenea, eran un laberinto de pasiones en el que confluía el conocimiento de los meandros –nunca mejor dicho– propios de los túbulos contorneados, con la más que peculiar organización de aquél su Servicio.
El sistema MIR nos obligaba a asumir desde el principio responsabilidades directas frente a los pacientes. Es probablemente lo mejor que se ha ideado en el aspecto formativo de los médicos especialistas. Como residentes, juntos hacíamos guardias, estudiábamos, comíamos, e incluso arreglábamos el Servicio, el mundo y lo que hiciera falta. Al año siguiente entraron otros ocho residentes y alguno menos más adelante. Un ambientazo. Isabel Umaran y yo, que nos habíamos conocido en la carrera, y éramos también compañeros en la UCI, nos casamos felizmente siendo R1, y así seguimos (casados, residentes de primer año ya no).
Había ímpetu y ganas de que la Medicina pasara de la observación y la experiencia más o menos subjetiva, a guiarse por la aplicación del método científico. Una excelente biblioteca en la que se disponía de las mejores revistas que se publicaban en cada especialidad proporcionaba los saberes a los que el saber de cada uno no llegaba. Entonces parecía que fumaba todo el mundo. Las barandillas de los pasillos junto a las puertas de las habitaciones de hospitalización estaban requemadas por los cigarrillos que se dejaban allí cuando entrábamos directamente a auscultar, a echar las gomas, entre el humo del tabaco. Se empezaba a hablar de las drogas, la peste del siglo.
Mientras, el mundo se agitaba como suele hacerlo a nada que uno se descuide. La crisis del petróleo, el Watergate, las organizaciones terroristas, Thatcher, Chile, Afganistán… Verdaderamente, era La guerra de las galaxias. En España el tsunami del cambio, que luego conoceríamos como la Transición, nos deparaba cada día una nueva sorpresa: el diablo Carrillo se aparecía en forma de señor mayor con peluca indescriptible, Suarez –al que Alfonso Guerra comparaba con un tahúr del Mississippi– demostraba que a pesar de no llevar cartas sabía jugarlas y ganaba la partida de La Transición. Y un buen día nos despertamos teniendo una Constitución como la de los países a los que envidiábamos. Las TV fueron adquiriendo color. Los pantalones de campana alternaban con las minifaldas. Las actrices se mostraban al natural (siempre y cuando lo exigiera el guion, claro).
Terminamos la residencia y para nuestra consternación resultó que en los Pactos de la Moncloa se había acordado congelar el empleo público, y así nos quedamos, congelados, sin plazas. Como con aquello del diálogo los políticos todavía recibían a la gente nos fuimos a Madrid, que era donde se cortaba el bacalao. Con el truco de decir que éramos una delegación del País Vasco logramos que nos recibiera el Director General de Asistencia Sanitaria que, tras escucharnos, rebuscó en un cajón y para nuestra sorpresa sacó la petición de plazas que Gárate había hecho in illo tempore. Nos dijo que estaba todo conforme, pero que hacía falta la aprobación de los responsables de Régimen Económico lo que, entre ponte y quítate, tardó la friolera de cinco años. En la puerta de la sede del Insalud, en la calle Alcalá, nos encontramos con nuestro compañero de clase, Joseba Ibarmia, que era ya director del Hospital de Basurto, y que nos comentó la posibilidad de impulsar en su hospital la creación de un Servicio de Medicina Intensiva. Y, efectivamente, así fue. Isabel y Txabi Mancisidor se presentaron y obtuvieron plaza en un examen que versó sobre las complicaciones mecánicas del IAM, un tema de bastante lucimiento. El mismísimo profesor Piniés, poco dado a los halagos, les felicitó por los avances que describían, con conocimiento de causa, en la medición intracardiaca de presiones o del gasto cardiaco, la resolución quirúrgica de las alteraciones postinfarto, etc.
Pero entre tanto se convocaron plazas en el Hospital de Txagorritxu, que al ser de nueva creación quedó al margen de las restricciones de empleo público. Isabel y yo obtuvimos plaza, con lo que Txabi quedó como único intensivista en Basurto –nombrado jefe del Servicio de Urgencias–, con lo que se abortó la creación de la UCI.
TXAGORRITXU
En el melting pot de Txagorritxu, entonces llamado Hospital Ortiz de Zárate, convivían en relativa armonía médicos que habían llegado allí por diferentes vericuetos: médicos de la antigua Residencia Arana, de los ambulatorios y, en número creciente desde su inauguración en 1978, MIR formados en Pamplona, Bilbao, Madrid, Santander, etc. En las especialidades médicas era frecuente que hubiera solo dos especialistas. No existía Servicio de Urgencias como tal. Tampoco había Unidad de Reanimación de Anestesia. Eso hacía que la UCI sirviera de aderezo a todas las salsas. A cambio, creo que se nos tenía en una cierta estima, diría que superior a la de Cruces.
En la UCI éramos poquitos, cuatro o cinco, con guardias que nos implicaban en casi cualquier cosa grave que pasase en el hospital, en la ciudad o incluso en la provincia y a veces teníamos la sensación de que también en lo que ocurriera en el resto del planeta. Todas las mañanas quedábamos el grupo de colonos bilbaínos que trabajábamos en Vitoria junto a la cafetería Toledo de Bilbao, y allí organizábamos los coches necesarios para el viaje. Nevadas: hubo días que esperábamos a las máquinas quitanieves para atravesar Altube siguiendo el camino que ellas abrían. Como íbamos todos los días, los lobos probablemente suponían que formábamos parte de la fauna esteparia, pero su natural timidez y la dureza de la chapa de los automóviles les impedía una confraternización más estrecha.
Un día, un tipo que parecía salido de El Papus –una revista satírica de la época– entró en el Congreso con un tricornio y una pistola intentando un golpe de estado tan cutre y fuera del tiesto que más bien sirvió para mostrar aquello que nadie quería que volviera, haciendo irreversible la transición a la democracia.
Felipe González dio un mitin en Mendizorroza en el que dijo algo así como: ¡Basta de cuñados, y de cuñados de cuñados! y con la intención de glosar esa figura poética las fuerzas oscuras nos pusieron un ínclito y meritorio director de veintiocho años, cuñado del director provincial, que no había aprobado el MIR y que, a instancias del estrambótico jefe de servicio de la UCI, impuso un sistema demencial de trabajo. Para los no entendidos resumiré diciendo que era un sistema mixto de guardias y turnos: hacíamos una guardia cada cinco días, más un refuerzo de tarde, más el trabajo habitual de las mañanas. Un mínimo de ochenta horas semanales. Aprovechando que se acababa de crear la institución del Defensor del Pueblo y que Ruiz Giménez, había venido a presentarla en Bilbao, le pedimos una cita y nos entrevistamos con él en el vestíbulo del Hotel Carlton. A la vista de nuestro calendario de trabajo dijo, literalmente, que aquello podía ser considerado inhumano y esclavista, y que desde luego entraba de lleno en sus competencias. Seguramente por su mediación, nos recibió también Jauregui, como delegado del Gobierno, en su residencia de los Olivos, y tras ello nuestro director, como el valentón de aquel soneto de Cervantes: “incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Quitaron el sistema. El lado luminoso se impuso al reverso tenebroso. Para alivio de propios, y quebranto de ajenos, el director-cuñado marchó a Andalucía, donde prosiguió su azarosa y nefanda existencia de la que tuvimos regocijantes noticias más adelante. Designaron como director a Jesús Loza, hematólogo y actual delegado del Gobierno con el que habíamos compartido a menudo vicisitudes propiamente médicas. Con él siempre tuvimos un diálogo fluido y cordial, que mejoró notablemente nuestro modus vivendi.
En agosto del 83, sin aviso previo y por consiguiente sin tener preparada un arca ni nada parecido, diluvió en Bilbao. Se desbordó todo lo desbordable. Sin electricidad, sin agua y sin poder circular, vimos lo fácil que era retroceder en el tiempo.
Se comenzaba a hablar, con pánico creciente, del SIDA y su relación con las drogas intravenosas, el sexo descuidado, y no se sabía muy bien que otras posibles circunstancias. La Movida Madrileña parecía dar carpetazo al mundo gris del NODO. Michael Jackson publicaba el video Thriller, y Bruce Spreengsten cantaba Born in the USA.
En 1985, nuestro quinto año en Txagorritxu, se convocaron al fin las plazas que en la noche de los tiempos había pedido Gárate, propiciadas también por Lola Damborenea como subdirectora en Cruces. Salieron a concurso de traslado, lo que no era en absoluto habitual y aprovechamos la ocasión para una retirada masiva en la que nos fuimos, más o menos ordenadamente, casi toda la plantilla de la UCI de Txagorritxu.
CRUCES
Viniendo de las instalaciones nuevas del Hospital de Txagorritxu, el Hospital de Cruces resultaba un tanto cochambroso. Cuentan que en algún momento se pensó en demolerlo y hacer un nuevo hospital donde ahora está el BEC. Era la opción preferida por los arquitectos, pero por otras razones se decidió ir pasito a pasito reformándolo. Obras son amores, en este caso amores más allá de las fronteras del tiempo y del espacio, de tal manera que las obras han formado siempre parte del paisaje cruceño. Reformas, nuevos edificios, pegotes varios. La antigua cafetería en un edificio bajito delante del hospital, las cocinas con los carros de comida recalentada en el pasillo del S1 como paso de las Termópilas, el S2 con aquellas tuberías que podrían haber servido de refugio a Alien, el octavo pasajero. Lugares que en cierto modo imprimían carácter –en plan Bronx– han ido dando paso a instalaciones renovadas y mejores.
La UCI, en la sexta planta, constaba de cuatro módulos con cuatro camas cada uno, sin ventanas exteriores, rodeados externamente por un pasillo, y con una mesa en medio para enfermería. En el lado positivo, la estrecha cercanía ayudaba a que los pacientes conscientes estuvieran entretenidos con la conversación de sus cuidadores y pudieran meter cuchara, lo que también hacía que se sintieran más seguros. En el negativo, resultaba que cualquier malévola bacteria, por torpe y cojitranca que fuera, podía fácilmente columpiarse y saltar de una cama a otra. Habitualmente, solo se abrían, de forma rotatoria, tres módulos. El otro se limpiaba a fondo y se sellaba encerrando en él al marcianito. El marcianito era una especie de R2-D2 generador de unos vapores mefíticos que, según los entendidos, abatían, en sentido bélico, a todo tipo de bichos patógenos. También había otra zona conocida como martillo –nunca llegué a saber exactamente por qué– en uno de los brazos laterales del edificio principal. Allí había ocho camas, bueno siete, y una especie de cápsula futurista, de esas en las que se despiertan los viajeros espaciales tras colarse por algún agujero de gusano. Era una cámara hiperbárica, que en aquella época se creía que podía ayudar en enfermedades como la gangrena gaseosa, y que un buen día partió (sin pasajero) hacia alguna otra galaxia.
Un observador despistado podría pensar que la Unidad disponía de aire acondicionado. De hecho, había rejillas y conducciones que simulaban su existencia. Sin embargo, la maquinaria para refrigerar el aire debió quedar pendiente de ser instalada, según el planeta evolucionara hacia una nueva glaciación, en cuyo caso sería innecesaria, o hacia un calentón global, y entonces ya se vería. En verano el sol daba de plano sobre el techo de la sexta planta y la temperatura alcanzaba fácilmente los 35-40° C, lo que daba paso a un inquietante diagnóstico diferencial sobre si los pacientes tenían fiebre o solo calor.
En la sala de reuniones había dos camas, que se desplegaban de los armarios, en las que ocasionalmente podían dormir los médicos de guardia. Con el tiempo, dividieron el pequeño vestuario en el que se apilaban las taquillas y los zuecos en dos partes separadas por una endeble mampara. Una zona se siguió utilizando como vestuario, de estricto carácter minimalista, en el que cabíamos con holgura dos personas –siempre que nos colocáramos de canto–. En la otra pusieron una cama antigua de hospital, torcida de un lado, con una lámpara de pie en precario equilibrio para no desentonar. Las sábanas tenían curiosas propiedades resbaladizas como consecuencia de los cientos de lavados a que habían sido sometidas desde su primer uso. Aquello fue pomposamente designado como el Dormitorio del Adjunto. Los días de viento la persiana y la mampara castañeteaban y se estremecían, lo que unido a que la sábana resbalaba y la cama estaba inclinada, hacía que uno tuviera pesadillas en las que se veía a punto de zozobrar, sobre un frágil esquife, en medio de una feroz tormenta. Clavando las uñas en el colchón se podía lograr no caer en las agitadas aguas.
Los familiares de los pacientes no disponían de sala de espera, haciendo sus funciones el rellano correspondiente al montacargas por el que accedían a la Unidad. Allí eran encerrados y abandonados a su suerte hasta la hora de visita en que se abría la puerta de entrada. Lipotimias, crisis de ansiedad, y cabreos monumentales eran frecuentes y lógicos.
Eran instalaciones deplorables cuyo estado nos avergonzaba, y más teniendo en cuenta la alta cualificación del hospital.
La Unidad Coronaria formaba parte del mismo Servicio, y en ella trabajaban cardiólogos e intensivistas, pero desde el principio funcionó de forma autónoma.
La Unidad de Grandes Quemados siempre ha permanecido adscrita al Servicio de Cirugía Plástica. En 1995, con ocasión de un atentado en Rentería en el que un ertzaina fue atacado con cócteles molotov y sufrió quemaduras profundas en la mayor parte de su superficie corporal, se decidió que los intensivistas nos hiciéramos cargo del tratamiento médico y los cirujanos plásticos del tratamiento quirúrgico.
Hubo que esperar hasta finales de los 90 para que los gestores decidieran que ya tocaba atacar con la piqueta para reformar el Servicio. Sorprendentemente, ya que no era en absoluto habitual, la Dirección del hospital requirió la opinión de la plantilla. El primer proyecto que se presentó era poco más que un lavado de cara a las instalaciones, que quedaban constreñidas en el mismo espacio. Hubo múltiples cartas, reuniones y contraste de opiniones que, en consonancia con el entorno, podríamos calificar como intensivos. La Dirección argüía, en sentido metafórico, que el metro cuadrado era muy caro, o sea que el espacio disponible era escaso. Nosotros blandíamos las guías europeas sobre los Minimal requirements for Intensive Care Departments publicadas en febrero de 1997, y las Guidelines on Intensive Care estadounidenses publicadas unos años antes, en las que se recomendaba que los boxes fueran individuales, con veinte o veinticinco metros cuadrados de superficie, a ser posible con luz natural, etc. Pablo López Arbeloa, que entonces era vicegerente, concluyó en que, si las guías decían lo que decían, habría que considerarlas, y así, al fin, se diseñó una nueva Unidad en la quinta planta, que duplicaba el espacio previo, y que estaba bastante en línea con las recomendaciones internacionales. A última hora, una mano negra modificó el espacio destinado a un área de seis camas que resultó algo canija y que años más tarde fue inutilizada. A principios del siglo XXI se inauguró la nueva Unidad. Los avances técnicos, con todo el aparataje que conllevan, han justificado con creces el diseño de una UCI con espacios más amplios. Solo Pseudomonas, Acinetobacters y demás huéspedes indeseables habrán lamentado el tener mayores dificultades para pasar de un paciente a otro.
Si he comentado tanto las cuestiones arquitectónicas, ha sido porque una seña de identidad de nuestra especialidad es la UCI, la Unidad en la que se atiende a los pacientes. Y no se puede prestar una asistencia avanzada si no se dispone de un espacio y un utillaje adecuado. En Europa se llama Intensive Care Medicine; en USA, Critical Care Medicine; en España, Medicina Intensiva.
Otro elemento fundamental es la intensidad de los cuidados, que dispensa una enfermería extraordinariamente dedicada y con alta cualificación que no solo cuidan a los pacientes, sino que también controlan y manejan todos los complicados aparatos que pueden precisarse.
Lo siguiente son los médicos intensivistas. Titulaciones aparte, el prototipo de paciente crítico puede ser un paciente con afectación multiorgánica (respiratoria, cardiaca, renal, hematológica, etc.) que desborda el ámbito de una sola especialidad convencional y que precisa una dedicación y un aparataje excepcional. En España, inicialmente internistas, cardiólogos, anestesistas, neumólogos, etc., se hicieron cargo de las UCI especializándose en el cuidado del paciente crítico. Desde mediados de los 70 se inició ya la formación específica que daría lugar a la creación de la especialidad de Medicina Intensiva.
Si en algún ámbito es imprescindible el trabajo de equipo es en Intensivos. Y no me refiero solo al trabajo conjunto de médicos y enfermeras del Servicio para mantener el nivel asistencial durante las 24 horas. Sin nuestros compañeros radiólogos, entre los que ha habido una nutrida representación de los “pioneros” de la Facultad, habríamos caminado en tinieblas o sencillamente a ciegas. Los espectaculares avances en la obtención de imágenes con la ecografía, TAC, RMN, etc., se han acompañado de lo que parecía más propio de la ciencia ficción: navegar por la vasculatura insertando stents, embolizando lesiones, resolviendo coágulos...
Los cirujanos, en especial los cardiacos o los cirujanos plásticos de Grandes Quemados, nos han confiado el postoperatorio de sus pacientes, y con ellos hemos departido a diario. Las especialidades médicas nos han enseñado a plantearnos y replantearnos el camino a seguir, contribuyendo además a establecer criterios para administrar unos recursos limitados. Para ingresar o dar de alta a los pacientes en el momento apropiado. Los hematólogos, bioquímicos, microbiólogos, el Servicio de Rehabilitación..., con pocas especialidades no hemos tenido relación y en todas hemos encontrado la cooperación que cada caso requería.
Los ingenieros, de las muchas veces denostadas empresas multinacionales, son los que han fabricado los prodigiosos aparatos que resultan decisivos en el soporte vital del paciente crítico. En el cien por cien de los pacientes se ha utilizado monitorización avanzada, aproximadamente un sesenta por cien ha precisado ventilación mecánica, cerca de un ocho o diez por cien diálisis continua con hemofiltro, porcentajes menores de enfermos han requerido asistencia mecánica circulatoria o ECMO.
Así mismo debemos a la industria farmacéutica la investigación y fabricación de medicamentos cada vez más potentes y eficaces.
En la siempre bien dotada biblioteca de Cruces (infatigable Mª Asun García) hemos podido consultar las revistas más prestigiosas, desde los tiempos del papel y de aquellos libracos del Index Medicus en donde buscar referencias, hasta la comodidad de poderlo hacer on-line en cualquier momento. Mucho debemos a la informática con la que empezamos a trabajar ya a mediados de los 80. El primer PC que tuvimos en la UCI era un XT con cuarenta megas de disco duro. Y aunque parezca mentira podíamos hacer los informes con un procesador de textos (WordStar, WordPerfect), tener una base de datos bastante completa (Dbase III), gráficos con Harvard Graphics, Lotus 123 (no confundir este 123 con el programa de Ibáñez Serrador). Luego vino el AT, el 286, el 386, el Pentium, ya con Windows. Y las aplicaciones que, con mayor o menor fortuna, han ayudado (o dificultado) nuestro trabajo.
Han sido los años en que se ha desarrollado el método científico en Medicina con grandes estudios a doble ciego, randomizados, multicéntricos, metaanálisis, etc., que nos han permitido basar nuestra actividad profesional en guidelines derivadas de lo que se ha llamado Medicina Basada en la Evidencia o MBE (que, contrariamente a lo que su nombre pudiera indicar, no es en absoluto evidente). En inglés, evidences (diccionario Collins-Noguer) hace referencia a pruebas, indicios, hechos, datos. Según la RAE, evidencia es “la certeza clara, manifiesta y tan perceptible que nadie puede racionalmente dudar de ella”. Algunos insignes profesionales (de la política, del periodismo, o de la medicina) confundieron una cosa con otra, y tomaron a la MBE como una especie de verdad revelada. No. Lo que se concluye en Medicina a través de la aplicación rigurosa del método científico es válido hasta que otros estudios de rango similar o superior cuestionen sus hallazgos. El método científico nos enseña que nunca está dicha la última palabra. Es lo bueno que tiene.
En Salvar al soldado Ryan la misión era rescatarlo con vida. En Intensivos hay que conseguir además que el paciente salga en las mejores condiciones posibles. Evitar las complicaciones, derivadas de la propia enfermedad o de las potentes drogas y procedimientos invasivos que utilizamos, puede ser tan importante o más que tratar con éxito la enfermedad que motivó el ingreso. El objetivo es restituir en lo posible la situación funcional. Mantener una nutrición adecuada, evitar la desorientación o el delirio que a menudo conlleva la estancia en UCI, rehabilitar. Ser capaz de transmitir al paciente y/o sus familiares que no solo está siendo atendido por un determinado médico, sino que todo el Servicio, y aún más, todo el hospital considera prioritario darle la mejor asistencia posible, y sobre todo conseguir que eso sea realmente así.
Denegar el ingreso o decidir limitar la escalada terapéutica, para evitar tanto la futilidad como el ensañamiento terapéutico, plantea problemas éticos de hondo calado. No siempre se puede tomar una decisión pausada y compartida que sea inequívocamente certera. Quizá sea lo más difícil de nuestra especialidad. Y después, analizar lo que se podía haber hecho mejor, interesarse por la evolución tras el alta de la Unidad, escuchar, estudiar, aprender.
Ahí fuera siguieron pasando cosas. Entrábamos en la UE y cambiábamos la peseta, un montón de pesetas, por el euro. La sociedad era cada vez más laica, aunque quizá simplemente se sustituía una religión por otra: la de lo políticamente correcto. Personas de otros países intentaban establecerse en nuestro país. Surgía lo que ningún escritor de ciencia ficción consiguió prever, ¡Internet! Cada uno con su móvil, con tecnología informática superior a la que puso al hombre en la Luna. Caía el muro de Berlín. Se desintegraba la URSS; los Castro, no. Se cuestionaba lo que parecía incuestionable, desde los Premios Nobel hasta la ONU, e incluso la misma democracia que –por no hablar de los de casa– nos daba a tipos como Trump o Putin, dejándonos a la intemperie frente a la manipulación informativa, los estudios de mercadotecnia, o la suplantación de lo que se creía que era el gobierno del pueblo por la sola posibilidad de elegir menús precocinados, si quieres lo comes o no, pero no hay otra cosa.
EPÍLOGO
La Medicina, tal como la hemos conocido, está cambiando y va a cambiar mucho más. Cada día está más orientada no solo a tratar a los enfermos sino a mejorar y prolongar la vida de los sanos. La esperanza de vida era de poco más de sesenta años cuando nacimos, ahora está alrededor de ochenta y cinco. Hemos visto cómo llevaban esposada a Jane Fonda, Barbarella, con más de ochenta años, tras manifestarse por el cambio climático. Jubilados caminan cientos de kilómetros para reclamar mejores pensiones. Ser realistas, pedir lo imposible.
Tecnológicamente hacemos lo que antiguamente estaba reservado a los dioses. Hacer que los ciegos vean, que los sordos oigan, que los cojos corran. Expulsar demonios. Echar una partida a la muerte y ganársela. Podemos volar más alto y correr más rápido que cualquier criatura. Hacer retroceder o avanzar los mares. Separar las aguas y construir carreteras y ferrocarriles en su interior. Bendecir las cosechas para que den mucho fruto. Crear animales y plantas nuevos. Contemplar en tiempo real lo que sucede en todas partes. Ver el interior del cuerpo a través de la piel. Entender y comunicarnos en todas las lenguas.
También podemos crear demonios. La ira de los viejos dioses resulta una rabieta insignificante. Se puede condenar a muerte a millones de personas porque así lo ha decidido una fuerza oscura. Arrasar con fuego ciudades y países enteros, sin que los que los habitan sepan que pecado han cometido.
Es seguro que los médicos de dentro de cincuenta años no serán como nosotros, pero quizá tampoco los humanos sean como ahora. Es muy posible que, como apunta Yuval Noah Harari, dentro de unos años, de unas décadas, muchas de las decisiones trascendentales sobre los aspectos médicos las tomen algoritmos informáticos. Quizá el Homo Sapiens, siguiendo al mismo autor, dé paso al Homo Deus.
La medicina regenerativa, la inteligencia artificial, la ingeniería genética, la infotecnología 5G, las células madre, la biotecnología, ya están aquí, y su potencialidad desborda lo imaginable. Algunos lo definen como transhumanismo: “fabricar” un cuerpo que haya superado la enfermedad, con un rendimiento físico mejorado, con memoria e inteligencia expandidas (al fin y al cabo, son solo almacenamiento y combinación de datos). El reto de retrasar aún más el envejecimiento, incluso vencer a la muerte, puede ser solo un problema técnico.
Esperemos que todo ello contribuya a que el mundo sea un lugar mejor en el que vivir.