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2. LA «CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA» COMO FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA
ОглавлениеLa interpretación presentada en Kant y el problema de la metafísica plantea una interrogación general sobre la filosofía moderna, que se deja formular bajo estos términos: ¿constituye la razón el fundamento de lo que la metafísica entendió bajo la expresión «ser»? Kant habría analizado (y en eso consiste la Crítica) ese fundamento y llegado a la conclusión de que «el ser» no es un objeto con un contenido metafísico que se deje investigar especialmente, en concreto a partir de sus perspectivas señaladas —alma, mundo, Dios (metaphysica specialis)—, sino simplemente lo que «está ahí» y «aparece», en lo que se encuentra involucrado indisociablemente su «modo de aparecer». Esta inseparabilidad, que es de naturaleza fenomenológica y no lógica, debería constituir en realidad el punto de partida y de llegada de toda filosofía. Por «metafísica», en consecuencia, no habría que entender el reino de lo que se encuentra más allá, accesible exclusivamente por un procedimiento lógico (entendimiento), sino la misma situación crucial o punto de encuentro entre lo que aparece, a lo que Kant reconoce como «empírico», y sus condiciones de aparecer, a lo que Kant llama «trascendental». Esta misma división puede a su vez ser considerada metafísica, pero solo en la medida en que se trata de «filosofía trascendental», es decir, de la diferencia entre lo que aparece y sus condiciones. De todos modos, esta diferencia es solo producto de un análisis, pero no el fondo último de la cuestión, que será el único que interesará a Heidegger y rescatará por medio de Kant: verdadera metafísica (es decir, no la metafísica que funciona como una disciplina del conocimiento) no sería simplemente la que buscara los principios trascendentales de lo empírico, sino aquella que revelara la trascendencia misma, el inidentificable cruce entre lo que, en términos de Kant, viene dado y lo que es pensado. Si ese punto de encuentro es el que define el «conocimiento» (y este es lo propio del sujeto), se podría decir que la esencia del conocimiento remite a la subjetividad del sujeto, esto es, al ser del sujeto. Kant, en efecto, habría ido más allá del mero sobrentendido de un sujeto para preguntarse por su constitución; a saber, por la subjetividad. ¿Y en qué consiste esta y, sobre todo, dónde reside? Para Heidegger, solo en la trascendencia, que paradójicamente entraña el reconocimiento de que esa «subjetividad» no tiene una constitución subjetiva, justamente porque consiste en trascender, esto es, en abrirse a un afuera de modo que pueda aparecer algo así como el ser. Así, más allá de la liquidación de la metafísica como «ciencia de los suprasensible» que habría resultado de la crítica kantiana, al revelar la trascendencia Kant habría fundamentado de nuevo la metafísica, que no remite a un más allá, sino exclusivamente a lo que aparece.
Pero ¿qué sentido guarda en Heidegger esa reivindicación in extremis de la noción de metafísica, justo cuando aparecía amortizada después de su absorción en la Lógica de Hegel y la crítica de Nietzsche? Y, sobre todo, ¿qué sentido guarda después de una obra como Ser y tiempo? ¿Por qué Heidegger le devuelve a la ontología (incluso a su «ontología fundamental») el nombre de metafísica, que ya no puede significar solo «definición de los principios», porque dichos principios resultan inseparables del fenómeno? Justamente porque ontología y metafísica coinciden en su origen y propósito: reconocer lo oculto del fenómeno. La Crítica de la razón pura, en consecuencia, más que una teoría sobre el modo de conocer objetos en general, se revelaría como una investigación sobre el ser del fenómeno, que aquí significa: sobre su apariencia y su modo de aparecer.
Pero ese propósito entraña para Heidegger uno más profundo, que devuelve a la metafísica un sentido genuino: lejos de constituirse en una doctrina de la infinitud y del «más allá» (sea del mundo ideal o del ámbito de los principios), la metafísica tiene que ver exclusivamente con la constitución de la finitud, evidenciada precisamente en el modo de conocer humano. Solo en este exclusivo sentido, como reconocimiento de la estructura de la finitud, la metafísica sería antropología.16 En pos de ese reconocimiento comienza la interpretación sobre Kant que Heidegger pone en marcha y cuyo alcance va de todos modos mucho más allá de Kant.
La de Heidegger es sin duda la más radical interpretación contemporánea de Kant, porque lo que subyace a su intención, yendo un paso más allá del propio Kant, se cifra en el intento, si se permite la expresión, de «des-racionalizar» a Kant. En su análisis crítico de la razón, Kant habría revelado que su fundamento no resulta exclusivamente identificable con el pensamiento, sino que tiene otras raíces. Para ser exactos, la esencia del conocimiento depende inicial, inmediata y originalmente de una facultad como la intuición,17 que precisamente se define por su carácter receptivo; o sea, por el reconocimiento de que ella misma no produce todo lo que conoce, porque en su inicio esto le viene dado. Este «inicio» es el que resulta altamente problemático. Así es, por otra parte, como el problema del conocimiento no guarda relación esencial con sus contenidos, sino solo con el problema de la trascendencia, es decir, del encuentro entre lo que viene dado y lo pensado. Como Heidegger rescata de la Crítica: «En el caso del juicio sintético […] me veo obligado a salir fuera del concepto dado para considerar, en relación con éste, algo completamente distinto de lo pensado en él».18 ¿Y qué es ese «algo completamente distinto»? Además, ¿cómo se puede pensar lo absolutamente distinto si de alguna manera no subyace una afinidad, la que sea? En el más simple juicio que pone en relación un predicado con un sujeto se estaría cometiendo una violencia racional, toda vez que aquello a lo que remite el predicado (ser A) difiere absolutamente de aquello a lo que remite el sujeto (a), por más que el juicio consista en sobrentender ese vínculo. La forma de eludir dicha violencia es ambigua: o bien el juicio se formula al margen y fuera de aquello a lo que se refiere el sujeto (que siempre remite a la cosa) y resulta entonces de naturaleza exclusivamente lógica (de manera que tanto sujeto como predicado son conceptos) o bien el concepto no resulta tan extraño a la cosa como en primera instancia pudiera parecer y puede por eso vincularse con «lo completamente distinto», porque comparte el mismo fondo. Pero ¿a qué podemos en este caso llamar propiamente «fondo»? Esta disyunción presenta la radical diferencia entre la lógica formal, que simplemente reflejaría la cosa a la vista de sus componentes gramaticales, pero que por eso mismo son extraños a la cosa (sujeto y predicado solo serían dos instancias conceptuales), y la lógica trascendental, que se ha tomado en serio que de lo que de verdad se trata en el juicio es de la cosa, de manera que lo uno (el sujeto) y lo otro (el predicado) pueden vincularse porque eso se hace «previamente» posible sobre el mismo fondo. En realidad, el único contenido significativo de lo que habría que entender por «fondo» coincidiría con el sentido de ese «previamente». Pero no porque el conocimiento prevalezca frente al ser, sino más bien porque por «ser» solo se puede entender la forma de aparecer, que remite a «algo completamente distinto» al concepto. Resultará claro que para el Heidegger que interpreta a Kant, en esa «forma previa de aparecer» se decide no el ser del conocimiento; ni siquiera el ser del hombre, sino la finitud, que resulta ser así un carácter también previo y, en consecuencia, previo incluso a cualquier significado de lo humano. De ahí que la noción de «finitud» sea en esta interpretación de Kant más original que la que pueda servir cualquier antropología, que parte siempre de un significado derivado de «hombre». Esto «previo» —la finitud—, anterior a la misma noción de «sujeto», es lo único a lo que propiamente se puede llamar «ontológico», que no vendría por lo tanto a definir la esfera de los principios, sino a señalizar la trascendencia, de ninguna manera a atribuirle un significado. Pero ¿cómo caracterizar entonces esa finitud de naturaleza ontológica si no podemos hacerlo por medio de un conjunto de predicados? De entrada, siguiendo los términos de Kant, reconociendo que el concepto, y por lo tanto la posibilidad misma de los significados, se debe originalmente a la intuición,19 cuya naturaleza reside exclusivamente en recibir algo que viene de fuera. Naturalmente, de fuera del concepto, pero ¿qué puede significar un «afuera» al que podemos referirnos pese a estar encerrados en el concepto? La posibilidad misma de referirse a ello implica no solo que nosotros dependamos de un afuera, sino que en parte somos también ese mismo «afuera» cuya naturaleza resulta originalmente inextricable. De hecho, que la ontología se entienda como filosofía trascendental, que tiene que ver con el conflicto mismo que presupone el conocimiento, esto es, la relación con un adentro y un afuera, constituye prueba de esto. La posibilidad de la ontología remite así a la pregunta acerca de la esencia y el fundamento de la trascendencia de esa comprensión previa del ser.
Heidegger continúa su relato filosófico extremando una escenificación absolutamente dramática: en Kant se estarían jugando dos alternativas tan decisivas que la elección de la una frente a la otra significara la continuación de dos historias radicalmente diferentes, a modo de dos senderos que se bifurcan.20 En realidad, ya no se trata solo de interpretaciones diferentes, sino de cómo la emergencia de una casi conlleva la otra, al punto de que lo que se pueda llamar «interpretación» reside precisamente en que se haga presente esa ambigüedad, de la que depende el curso de la historia del pensamiento, la posibilidad misma de su reiteración y, de esta manera, el modo en que una época tiene de pensarse a sí misma. Esas dos alternativas, cuyo origen reside en la absoluta falta de certeza sobre el asunto a tratar, que nunca se evidenciará de suyo, se han presentado, no obstante, como una cuestión casi irrelevante, de naturaleza solo aparentemente editorial. Como es sabido, nos referimos a las dos ediciones de la Crítica de la razón pura, que para Heidegger no afectan simplemente al cambio editorial de un capitulo por otro, sino a la estructura y sobre todo a la intención completa de la obra, de manera que el hecho de que haya dos versiones de lo mismo define «su contenido problemático». No habría Crítica, tal como ha resultado de decisiva para la filosofía, sin la manifestación de ese problema. Si en líneas generales la lectura que prevaleció fue la de la 2.ª edición, es la 1.ª la que para Heidegger responde a la primera intención de Kant, tan genuina y potente que fue la que precisamente le hizo retroceder ante su propio descubrimiento. La diferencia, como es sabido, tiene que ver con el diferente papel que en una y otra edición juega «la imaginación trascendental», llamada por Kant la facultad de síntesis. Si en la primera su protagonismo es el más relevante, incluso frente a la sensibilidad y el entendimiento, que son las otras dos facultades de cuya síntesis resulta conocimiento, en la segunda ese papel se desdibuja, volviéndose casi irrelevante, al subrogarse a favor del entendimiento o pasando simplemente a depender de él. Nuestra pregunta, no obstante, no debe dirigirse a Kant, sino a Heidegger: ¿Por qué su énfasis en la imaginación trascendental y, en concreto, en el papel del esquematismo trascendental? Pero sobre todo, ¿por qué esa decisión por la imaginación frente al entendimiento presupone, no solo «la otra lectura» de la filosofía moderna, sino la demolición contemporánea más brillante del significado «racional» de razón? Heidegger se obliga a abrir una puerta de la Crítica, casi hasta desencajarla, a fin de reconocer el propio marco en el que se apoya. De cara al reconocimiento de ese marco, explora esa «desconocida raíz» simplemente mentada por Kant en la Introducción a la obra21 para desenterrar su propia consistencia de raíz, si es que la tiene. Así, continúa su lectura: frente a la intuición y el concepto, el esquema, propio de la imaginación, consistiría en la sensibilización del concepto, función que de suyo entraña el reconocimiento de que el mismo concepto esconde esa posibilidad de hacerse visible, lo que remite a un más allá de la lógica y el pensamiento. Por medio del esquema trascendental Heidegger reconoce ese fondo previo o raíz común de la sensibilidad y el entendimiento que hace posible que el predicado de un juicio se refiera a aquello «completamente distinto» que, merced al esquema, se revela como no tan distinto. La cuestión clave reside así en que la naturaleza del concepto no es estrictamente «conceptual», sino sensible, y que la propia diferencia sensibilidad/entendimiento o intuición/concepto remite a una separación que resulta de un análisis, porque considerado desde la cosa misma tal separación es impracticable. Buscar la esencia de la trascendencia nos lleva así más allá del análisis, justo a una frontera difícil de traspasar, pero no porque no dispongamos de los instrumentos adecuados, sino porque esos mismos instrumentos se dan merced a esa frontera o fondo y se deben a ella. En definitiva, de aquel fondo, que ahora denomino «frontera» con el ánimo de remarcar su carácter de límite, cuya naturaleza resulta además irrebasable, no tenemos representación, simplemente porque no tiene territorio. Si la Crítica se refiere a ella como imaginación trascendental, de la que como facultad se nos dice que rara vez «somos conscientes de ella»,22 y Heidegger le confiere todo el protagonismo al identificarla justamente con «lo desconocido», de todo ello se sigue una cuestión decisiva: ¿cómo se puede apoyar todo el edificio de la razón y en general la razón misma en algo desconocido? En definitiva, ¿qué implicaciones tiene que la imaginación, que no tiene partes, aparezca como la raíz misma de la razón? En este sentido me referí más arriba a esos dos caminos de la interpretación. Heidegger escoge su Kant al decidirse por la 1.ª edición y, de esa manera, no simplemente justifica su propia obra escrita —Ser y tiempo—, sino que evidencia que el propio origen y alcance de la misma se debe a la lectura de Kant. Efectivamente, que la imaginación trascendental no tenga territorio ni patria, porque no remite a ninguna representación, sino que vincula las dos únicas reconocibles —intuición y concepto—, hace de ella la que explica no solo la esencia del conocimiento (la posibilidad de remitir un predicado al sujeto) sino la naturaleza de la finitud: ser es lo que aparece con independencia de un concepto, que solo vendría a regular lo que previamente ya ha aparecido. Pero esta dependencia que el entendimiento (concepto) guarda con la sensibilidad tiene a su vez implicaciones imprevistas en el marco de una fundamentación de la razón pura. En efecto, si el entendimiento puede a su vez en el fondo identificarse con la aprehensión pura o el yo trascendental, que en el marco general se opondría a la sensibilidad; si además la forma pura de la sensibilidad es el tiempo, entonces eso significa que el mismo yo trascendental guarda una dependencia estructural con el tiempo. ¿Cómo se sostiene entonces un yo cuya justificación moderna se presentó siempre extraño al tiempo? De este modo, ¿no acabaría por arrojarse al abismo la pretensión de un yo substantivo que se definía solo por oposición al cambio?23
En la revisión de la Crítica que Heidegger ejecuta solo falta dar un paso más, que en el fondo es el que sostiene todo: des-territorializar la imaginación trascendental o, como señala el propio Heidegger, reconocer su constitución apátrida. El sentido último de esta caracterización metafórica tiene fundamentalmente dos implicaciones solidarias: superar meramente el carácter facultativo de la imaginación, que precisamente por ser ella misma origen de las otras dos facultades no puede tener el estatuto de facultad, y desubicar la noción misma de «raíz», de modo que se entendiera al margen de cualquier lugar o, lo que viene a ser lo mismo, que se entendiera que el lugar es justo lo que no puede aparecer. Y lo que no puede aparecer, ni en un espacio ni como espacio, es el tiempo, al punto de que la imaginación trascendental constituye en realidad la relación con el tiempo. Como señala Heidegger:24 «El tiempo como intuición pura no es ni únicamente lo intuido en el intuir puro, ni únicamente la intuición que carece de objeto. El tiempo, como intuición pura, es a la vez la intuición formadora y lo intuido en ella. Solo esto proporciona el verdadero concepto del tiempo». El tiempo no sería así el escenario al que la imaginación recurre para «imaginar», sino que surge a una con y en la misma imaginación. Para Heidegger, la imaginación trascendental es el tiempo originario, de ahí que sea apátrida. De esta tesis, o más bien, de este resultado, se sigue que «el tiempo y el ‘yo pienso’ no se enfrentan ya, incompatibles y heterogéneos, sino que son lo mismo»:25 «El yo no puede ser concebido como temporal, es decir, como intratemporal, precisamente porque el sí-mismo es originariamente, conforme a su esencia íntima, el tiempo mismo».26
La 2.ª edición de la Crítica, que para Heidegger solo se justifica por ese mencionado retroceso de Kant en relación con su descubrimiento, confirió todo el protagonismo al entendimiento puro y su naturaleza espontánea, de modo que la función y la misma substancia del yo quedaran preservadas. La cuestión, se pregunta Heidegger, es si de esa manera no se oculta la esencia del conocimiento humano, que es la trascendencia (el encuentro con lo otro completamente distinto), y consecuentemente el carácter finito de la razón, que ahora solo puede significar, siguiendo la 1.ª edición, que la razón, no es que sea temporal, como quien pudiera ser otra cosa, sino que es el tiempo mismo. La posibilidad de un «yo pienso» independizado del tiempo nos devolvería a una metafísica disciplinar, según la cual el yo aparece como ese lugar a resguardo del tiempo (meta-físico), del que se puede decir algo en calidad de «principio», pero precisamente porque nos hemos ocultado el principio genuino, que de tan «genuino» no puede ni siquiera ser identificado como principio vinculado a un territorio. Por el contrario, el reconocimiento del papel protagonista de la imaginación conduce a comprender una dualidad insoslayable que se revela como diferencia entre la sensibilidad y el entendimiento, es decir, entre el tiempo y las categorías o el yo, que surgen de una raíz común, una que puede ser identificada con el mismo tiempo, que se convierte en la posibilidad misma del yo y que, a su vez, nunca puede aparecer como tal. En este sentido cabe hablar de la constitución metafísica de la finitud. «Metafísica», aquí, no alude a dos mundos identificados y separados, sino a ese más allá o fondo que no se puede volver presente, pero que se encuentra inscrito en la misma naturaleza humana. Esa naturaleza humana es la que Heidegger identificará, más allá de cualquier determinación o característica añadida, incluso más allá de las nociones filosóficas de espacio y tiempo, como Da-sein, ser-ahí, cuyo análisis también evidenciará una dualidad interna (ser-en-el-mundo) comprensible a partir de una unidad que nunca puede aparecer como tal.
Para la interpretación de Heidegger, el «yo pienso» de la filosofía moderna habría quedado puesto en cuestión en la filosofía de Kant entendida como Crítica de la razón pura. La Crítica, en el fondo, consistiría en el descubrimiento de la naturaleza del yo, que no se puede identificar exclusivamente con lo inteligible. La pregunta siguiente es si esa relación del tiempo con el yo, o de la sensibilidad con el entendimiento, excluye la determinación racional de la finitud. Lo que en el fondo se encuentra en cuestión es la compatibilidad de esa determinación «racional» con el tiempo, que a la postre no es una determinación opuesta (temporal), sino el origen de aquella.