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el teléfono

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Puede deberse a la estructura del aparato o de la memoria: lo cierto es que los sonidos de las primeras conversaciones telefónicas tienen en mis oídos resonancias bien distintas a los del presente. Eran ruidos nocturnos. Ninguna musa los anunciaba. La noche de la que venían era idéntica a la que precede a todo nacimiento verdadero. Y la que dormitaba en los aparatos era una voz incipiente. El teléfono fue, coincidiendo en día y hora, mi hermano gemelo. He sido testigo de cómo dejó atrás las humillaciones de sus años primerizos. Cuando la lámpara de araña, la pantalla de chimenea, la palmera de interior, el gueridón, la repisa y la balaustrada del mirador, marchitos y muertos desde hacía tiempo, desaparecieron por fin de los salones, el aparato, cual héroe de fábula confinado en un barranco, dejó tras de sí el oscuro pasillo para entrar en marcha triunfal en las estancias más claras y luminosas, habitadas ahora por una generación más joven, para cuya soledad se convirtió en consuelo. A los desesperanzados que anhelaban desertar de este mundo maligno les parpadeaba con la luz de la última esperanza. Compartía lecho con los abandonados. Ahora que todos esperaban su llamada, la voz estridente que había tenido en el exilio se escuchaba con sordina.

No muchos de quienes hoy lo usan saben qué estragos causó antaño su aparición en las familias. El sonido con que irrumpía entre las dos y las cuatro para anunciar al compañero de escuela deseoso de hablarme era una señal de alarma que no sólo comprometía la siesta de mis padres, sino también la época en cuyo corazón se entregaban al sueño. Las discusiones con las oficinas públicas constituían la regla, eso por no hablar de las amenazas y los alaridos que mi padre profería contra la central de reclamaciones. Pero sus verdaderas orgías se cebaban con la manivela, a la que se entregaba durante minutos hasta olvidarse de sí mismo. Su mano era entonces un derviche subyugado por el vértigo. A mí me palpitaba el corazón: estaba convencido de que, a modo de castigo por su demora, sobre la funcionaria de turno se cernía en esos momentos un bastonazo.

En aquellos tiempos, el teléfono pendía, desplazado y desterrado, entre el gasómetro y el baúl de la ropa sucia, en un rincón al fondo del pasillo, donde sus timbrazos multiplicaban los horrores de la vivienda berlinesa. Cuando, a duras penas dueño de mis sentidos y tras cruzar largamente a tientas el oscuro tubo, llegaba para poner fin al escándalo arrancando los dos auriculares, pesados como unas halteras, y los oprimía contra mis sienes, quedaba implacablemente a merced de la voz que allí resonaba. Nada había que mitigase la fuerza con que me acometía. Impotente, soportaba que anulara mi conciencia del tiempo, de mi propósito y mi deber, y, al igual que ese médium que sigue la voz que desde allende se apodera de él, me rendía a la primera propuesta que me llegaba a través del aparato.

Infancia berlinesa hacia mil novecientos

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