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logias

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De manera semejante a esa madre que coloca al recién nacido en su pecho sin despertarlo, trata la vida durante largo tiempo el recuerdo aún tierno de la infancia. Nada fortaleció más íntimamente el mío que la contemplación de los patios, una de cuyas oscuras logias, siempre umbría en verano gracias a un toldo, fue la cuna donde la ciudad acomodó al nuevo vecino. Las cariátides que sostenían la galería del piso superior debieron de abandonar su lugar durante al menos un momento para entonar, junto a aquella cuna, una nana que contenía poco de lo que me depararía el futuro, pero que encerraba la fórmula gracias a la cual el aire de los patios siempre conservó para mí su efecto embriagador. Creo que un ingrediente de aquel aire flotaba todavía entre las viñas de Capri, donde había abrazado a mi amada; y es ese mismo aire en el que se elevan las imágenes y alegorías que dominan mi pensamiento como las cariátides de las logias de los patios del oeste berlinés.

El compás del tranvía y del sacudidor de alfombras me arrullaba. Era el cuenco donde se moldeaban mis sueños. Primero, los sueños informes, veteados tal vez por el chorro del agua o el olor de la leche; luego, los largamente hilados: sueños de viajes y de lluvias. Allí, ante un fondo gris, la primavera enhestaba sus primeros retoños; y cuando, más adelante a lo largo del año, una polvorienta fronda rozaba la pared mil veces al día, la fricción de las ramas me iniciaba en un aprendizaje que aún me venía grande, ya que en el patio todo se me antojaba una señal. Cuántos mensajes habitaban en el tableteo de las verdes venecianas al subirse, cuántas misivas de noticias infaustas dejé sagazmente sin abrir en el estrépito de las persianas que caían retumbantes a la hora del crepúsculo.

En el patio, lo que más a menudo ocupaba mi atención era un agujero en el pavimento donde se alzaba el árbol, alrededor del cual se encastraba un grueso anillo de hierro. Unos barrotes lo recorrían de tal modo que el anillo formaba una amplia verja sobre la tierra desnuda. Me parecía que no era en vano que estuviese ceñida de esa manera; a veces, meditaba largamente sobre lo que sucedía en aquel hoyo negro del que emergía el tronco. Andando el tiempo, mis cavilaciones abarcaron también las paradas de los coches de punto. En ellas los árboles tenían raíces similares, además de estar cercados. Los cocheros colgaban en las cercas sus esclavinas mientras, para dar de beber al rocín, llenaban el pilón en la acera con el chorro que se llevaría los restos de paja y avena. Aquellos lugares de espera, cuya paz rara vez interrumpían la llegada o la partida de algún vehículo, eran para mí provincias remotas de mi patio.

Unas cuerdas de tender la ropa corrían de pared a pared; la palmera tenía un aire desamparado por cuanto hacía tiempo que ya no se consideraba vernácula del continente oscuro, sino del salón vecino. Así lo imponía la ley de aquel lugar, en torno al cual antaño gravitaran los sueños de sus moradores. Antes de caer en el olvido, el arte había hecho algún intento de transfigurarlo. En sus dominios se colaba, ora un bronce, ora una lámpara colgante, ora un jarrón chino. Y si bien esas antigüedades en contadas ocasiones hacían honor al sitio, condecían con lo anticuado de sus galerías. El rojo pompeyano que en ancha franja discurría por su pared era el trasfondo de las horas que se remansaban en tan aislado paraje. El tiempo envejecía en aquellas dependencias saturadas de sombras que daban a los patios. Y por eso precisamente, cuando me la encontraba en nuestra logia, la mañana llevaba tanto tiempo siendo mañana que parecía más ella misma que en cualquier otra parte. Por eso nunca pude esperarla allí, pues siempre era ella quien me esperaba. Cuando por fin la detectaba en la galería, la mañana llevaba allí un buen rato, es más: en cierta manera, ya no estaba en boga.

Más adelante volví a descubrir los patios desde el terraplén de la vía férrea. Cuando en las bochornosas tardes estivales los miraba desde mi compartimento, el verano parecía haberse recluido en su interior y renegado del paisaje. Y los geranios que asomaban de las macetas con sus flores encarnadas se avenían menos con el estío que los colchones rojos que durante la mañana se tendían sobre las balaustradas. Nos servían de asientos en la logia unos muebles de jardín hechos de hierro y que parecían trenzados con ramas o recubiertos de caña. Los juntábamos cuando el círculo de lectura se reunía por la noche. Un cáliz con llamas verdes y rojas derramaba su luz de gas sobre los libros de Reclam. El último suspiro de Romeo divagaba por nuestro patio en busca del eco que el sepulcro de Julieta le tenía preparado.

Desde mi niñez, las logias han cambiado menos que las demás estancias. No sólo por eso me son cercanas. Lo son, más bien, por el consuelo que su inhabitabilidad dispensa a quien en verdad no consigue habitar ya en ninguna parte. En ellas tiene su límite la morada del berlinés. Es en ellas donde Berlín –el propio dios de la ciudad– comienza. Tan presente permanece en las galerías que nada efímero cobra fuerza a su lado. Bajo sus auspicios, lugar y tiempo se encuentran a sí mismos y mutuamente. Los dos acampan allí a sus pies. Y el niño, que alguna vez formó parte de esa alianza, se queda en su logia, rodeado de ese grupo, como en un mausoleo a él destinado desde hace tiempo.

Infancia berlinesa hacia mil novecientos

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