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prólogo

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En 1932, estando en el extranjero, comencé a vislumbrar claramente que pronto tendría que despedirme durante un tiempo, tal vez duradero, de la ciudad donde nací.

En mi interior había experimentado varias veces lo curativo que es el procedimiento de la vacuna y volví a acogerme a él en aquella circunstancia, evocando de forma deliberada las imágenes que, en el exilio, suelen despertar con más fuerza la nostalgia del hogar: las de la infancia. El sentimiento de añoranza no debía, en ese proceso, apoderarse del espíritu, del mismo modo en que la vacuna no debe adueñarse de un cuerpo sano. Procuré ponerle barrera asumiendo el carácter irrecuperable, no biográfico y fortuito, sino social y forzoso, de lo pretérito.

De ahí que los rasgos biográficos, que se perfilan más en la continuidad de la experiencia que en su profundidad, pasen por completo a un segundo plano en estos ensayos. Y con ellos, las fisonomías, tanto de mi familia como de mis compañeros. Por el contrario, he tratado de captar las imágenes en las que la experiencia de la gran ciudad se deposita en un niño de clase burguesa.

Tengo por posible que a imágenes de esa índole les esté reservado un destino propio. No les aguardan aún formas acuñadas, como aquéllas que, para el sentimiento de la naturaleza, se hallan desde hace siglos a disposición de los recuerdos de una infancia pasada en el campo. Por el contrario, las imágenes de mi niñez en la gran ciudad tal vez consigan prefigurar en su interior una posterior experiencia histórica. En tales imágenes al menos se observará, confío, lo mucho que aquél de quien aquí se habla renunció más tarde a la protección de la que había disfrutado en su infancia.

Infancia berlinesa hacia mil novecientos

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