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cosmorama imperial

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Un gran atractivo de las estampas de viaje que uno hallaba en el cosmorama imperial consistía en que daba igual por dónde se comenzara la ronda. Siendo de forma circular la pantalla frente a la cual estaban dispuestos los asientos, cada cuadro pasaba por todas las estaciones, donde, a través de una doble mirilla, uno veía su lontananza de tenue tintura. Siempre se encontraba algún asiento libre. Es más, hacia el final de mi infancia, cuando la moda ya había dado la espalda a los cosmoramas, uno se acostumbraba a viajar en una sala medio desierta.

En el cosmorama imperial no había música, esa que hace los periplos cinematográficos algo enervantes. Había, eso sí, un efecto, minúsculo y en realidad perturbador, que, a mi entender, la superaba: un timbre que sonaba a escasos segundos de que la imagen de­sa­pareciera, de forma sincopada, para dar paso primero a un vacío y después a la siguiente imagen. Y cada vez que sonaba, las cosas se impregnaban del dolor de la despedida: las montañas desde su cumbre hasta el valle, las ciudades con sus cristales bruñidos, las estaciones ferroviarias con su azufrada humareda, las viñas hasta sus hojas más diminutas. Llegaba yo a convencerme de que era imposible apurar la majestuosidad de aquel paraje en una única sesión. Nacía entonces el propósito, nunca cumplido, de volver al día siguiente. Pero antes de decidirme, la estructura completa, de la que sólo me separaba un delgado tabique de madera, se sacudía y la imagen se tambaleaba en su pequeño marco para, al poco, escabullirse hacia la izquierda de mi mirada.

Las artes que allí sobrevivían se extinguieron con el siglo xx. En sus albores, los niños fueron su último público. Y es que a ellos los mundos lejanos no siempre les resultaban ajenos. Sucedía a veces que la añoranza que aquellos panoramas de viajes despertaban no llamaba hacia lo ignoto, sino que invitaba a regresar a casa. Así, una tarde, ante el panorama de la villa de Aix, quise persuadirme de haber jugado antaño en aquel adoquinado que custodian los viejos plátanos del cours Mirabeau.

Si llovía, no me detenía fuera, ante la lista de los cincuenta cuadros. Entraba y encontraba en los fiordos y los cocoteros la misma luz que por la noche, durante los deberes escolares, me iluminaba el pupitre, a no ser que una avería del alumbrado hiciera de repente que el paisaje perdiera su color. Yacía éste entonces taciturno bajo su cielo de cenizas; era como si apenas un rato antes, de haber estado yo más atento, hubiera podido oír el viento y las campanas.

Infancia berlinesa hacia mil novecientos

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