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la columna de la victoria

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Figuraba en la vasta plaza como si fuera la fecha señalada en rojo en el calendario. Deberían haberla derribado con el último Día de Sedán. Cuando yo era pequeño, no cabía imaginar un año sin ese día. Tras la batalla de Sedán, sólo quedaban los desfiles. Por eso, cuando en 1902 Ohm Krüger, después de perder la guerra de los bóeres, recorrió la Tauentzien­strasse, yo aguardaba junto a mi institutriz para admirar a un caballero que, tocado de bombín y recostado en un mullido asiento, había «conducido una guerra». Así se decía. A mí eso me pareció grandilocuente y, además, no falto de mácula: como si el hombre hubiese «conducido» un dromedario o un rinoceronte y por ello hubiera adquirido su fama. En efecto, ¿qué podía venir después de Sedán? Con la derrota de los franceses, la historia universal parecía haber descendido a su gloriosa sepultura, cuya estela era aquella columna.

Cuando era alumno de tercero de secundaria, subía yo por los anchos peldaños que conducían a los soberanos de la avenida de la Victoria. Me fijaba sólo en los dos vasallos que, a ambos lados, coronaban la pared de fondo del marmóreo conjunto. Eran de menor estatura que sus soberanos y podían contemplarse con mayor comodidad. El que más me gustaba de todos era el obispo con la catedral en su enguantada diestra. Con el juego de construcción Anker yo podía levantar ya una de mayor tamaño. Desde entonces no me he tropezado con ninguna santa Catalina ni santa Bárbara alguna sin buscar respectivamente su rueda o su torre.

Me habían explicado de dónde procedía el adorno de la triunfal columna. Pero no comprendí exactamente qué tenían que ver los cañones que lo configuraban: si los franceses habían marchado a la guerra con unos de oro o si nosotros habíamos fundido en cañones el oro que les arrebatamos. Había un deambulatorio en la base de la columna. Nunca entré en aquel espacio, inundado de una luz amortecida que se reflejaba en el oro de los frescos; temía encontrar unas imágenes que me recordaran las estampas de un libro que alguna vez había encontrado en el salón de una tía anciana. Era una edición de lujo del «Infierno» de Dante. En mi fuero interno, los héroes cuyas proezas languidecían en la penumbra me parecían tan infames como las huestes que, azotadas por huracanes, empaladas por troncos sangrientos y ateridas en bloques de glaciar, hacían penitencia. Por eso mismo aquel deambulatorio era el infierno, el contrapunto al círcu­lo de la gracia que arriba orbitaba en torno a la ru­tilante Victoria. Algunos días había gente en lo alto. Aquellas personas se me antojaban perfiladas de negro en el cielo, como las figurillas de los recortables. ¿No cogía yo, una vez terminada mi construcción de Anker, las tijeras y el tarro de cola para repartir muñequitos similares en los pórticos, los nichos y las cornisas de las ventanas? Criaturas surgidas de tan dichosa arbitrariedad y sumidas en la luz de las alturas eran las que estaban allí arriba. Las envolvía un eterno día del Señor. ¿O era un eterno Día de Sedán?

Infancia berlinesa hacia mil novecientos

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