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caza de mariposas

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A excepción de algún viaje estival, cada año, antes de que me tocara ir a la escuela, nos instalábamos en alguna de las casas de veraneo de los alrededores. Durante mucho tiempo, me trajo su recuerdo la espaciosa caja que pendía de la pared del dormitorio de mi niñez, pues ésta contenía los rudimentos de una colección de mariposas cuyos ejemplares más antiguos había yo cazado en el jardín del Brauhausberg. Las blanquitas de la col con bordes descascarillados o las limoneras con alas excesivamente desvaídas me recordaban ardorosas cacerías, aquellas que tantas veces me habían alejado de los cuidados caminos del jardín hacia la espesura, donde me enfrentaba impotente a la confabulación del sol y el viento, de las frondas y las fragancias que debían de gobernar el vuelo de los lepidópteros.

Revoloteaban hacia una flor, planeaban sobre ella. Con la red en alto, aguardaba yo tan sólo que el cautiverio que, al parecer, la flor obraba en aquel par de alas culminara su efecto; pero he aquí que de pronto el delicado cuerpo se escabullía con suaves impulsos hacia un lado para ensombrecer, igual de inmóvil, otra flor y abandonarla igual de rápido, sin haberla tocado siquiera. Cuando alguna de aquellas omeras o esfinges del aligustre que yo habría podido sobrepasar fácilmente se burlaba de mí oscilando, vacilando o permaneciendo quieta, deseaba hacerme aire y luz sin otro propósito que el de acercarme inadvertidamente a mi presa y reducirla. Y el deseo se cumplía hasta tal punto que toda agitación o mecimiento de aquellas alas que yo miraba alelado llegaba hasta mí cual si fuera un soplo o un escalofrío. Comenzaba a regir entre nosotros la vieja ley de los cazadores: cuanto más me amoldaba al animal con cada fibra de mi ser, cuanto más me hacía mariposa en mis adentros, tanto más la mariposa adoptaba en su acción e inacción el color de la resolución humana, y parecía finalmente que su captura era el precio inexcusable para poder recuperar mi humana forma. Sin embargo, una vez consumado el hecho, ¡cuán arduo se hacía el camino desde el escenario de mi suerte de cazador hasta el campamento, donde la caja de herborización exhibía el éter, el algodón, las pinzas y los alfileres de variopintas cabezas! ¡Y cómo quedaba el coto a mis espaldas! Flores pisoteadas, briznas de hierba quebradas; el cazador, en el culmen de su entrega, había lanzado su cuerpo en pos de la red; y entre tanta devastación, torpeza y violencia, la sobrecogida mariposa se quedaba atrapada en un repliegue de la malla, temblando y no obstante llena de gracia. En ese arduo camino, el espíritu de aquel ser condenado a muerte penetraba en el cazador, que había aprendido algunas leyes de ese extraño lenguaje con el que aquella mariposa y las flores conversaban ante sus ojos. Su afán asesino había menguado en la misma medida en que había medrado su fe.

El aire en que antaño se balanceara la mariposa está hoy completamente impregnado de una palabra que lleva décadas sin pasar por mis labios y oídos. Ésta ha conservado lo insondable con lo que los nombres de la infancia salen al paso del adulto. El haber permanecido largamente en silencio los ha transfigurado. Así vibra en el aire colmado de mariposas la palabra Brauhausberg, «monte de la cervecera». En el Brauhausberg, cerca de Potsdam, teníamos nuestra residencia de veraneo. El nombre, empero, ha perdido todo peso, ya nada tiene de una cervecera y es, a lo sumo, un altozano que, vagamente envuelto en azul, se erguía en verano para hospedarnos a mí y a mis padres. De ahí que el Potsdam de mi infancia esté envuelto en un aire tan azul como si sus auroras y ajedrezadas, sus veladas de negro y vanesas de los cardos, se hallaran dispersas en uno de los brillantes esmaltes de Limoges, donde las almenas y murallas de Jerusalén destacan sobre un cárdeno fondo.

Infancia berlinesa hacia mil novecientos

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