Читать книгу El demonio vestido de azul - Walter Mosley - Страница 4

1

Оглавление

Me sorprendió ver a un hombre blanco entrar en el bar de Joppy. No solo porque fuera blanco, sino porque llevaba un traje blanco crudo de lino, camisa blanca, panamá y zapatos color hueso con calcetines de seda de un blanco inmaculado. Tenía la piel tersa y clara, apenas salpicada por unas cuantas pecas. Por debajo del sombrero le asomaba un mechón de pelo rubio cobrizo. Se detuvo en el umbral de la puerta, llenándolo con su imponente envergadura física, e inspeccionó el local con sus ojos claros; eran de un color que nunca había visto en un hombre. Cuando me miró sentí un estremecimiento de miedo, pero se me pasó enseguida porque en 1948 ya me había acostumbrado a los blancos.

Había pasado cinco años con hombres y mujeres blancos, desde África hasta Italia pasando por París, y en mi propia patria. Comí con ellos y dormí con ellos, y maté a bastantes jóvenes de ojos azules como para saber que tenían tanto miedo a morir como yo.

El blanco me sonrió, y luego avanzó hacia la barra, donde Joppy pasaba un trapo sucio por el mostrador de mármol. Se dieron la mano y se saludaron como viejos amigos.

Lo segundo que me sorprendió fue ver que el hombre había puesto nervioso a Joppy. Joppy era un duro expeso pesado que se sentía tan cómodo armando camorra en el cuadrilátero como en la calle, pero agachó la cabeza y le sonrió a aquel blanco como un viajante de comercio que atraviesa una mala racha.

Puse un dólar sobre la barra e hice ademán de irme, pero Joppy me miró y me hizo señas para que me acercara a ellos.

—Ven aquí, Easy. Hay alguien a quien quiero que conozcas.

Sentí aquellos ojos claros sobre mí.

—Este es un viejo amigo mío, Easy. El señor Albright.

—Puede llamarme DeWitt, Easy —dijo el blanco.

El apretón de su mano era fuerte pero viscoso, como una serpiente enroscándose en mi mano.

—Hola —saludé.

—Sí, Easy —prosiguió Joppy mientras bajaba la cabeza y esbozaba una sonrisa tonta—. El señor Albright y yo nos conocemos desde hace mucho, ¿sabes? Tal vez sea mi amigo más antiguo de Los Ángeles. Sí, nos conocemos desde hace mucho.

—Así es —contestó Albright con una sonrisa—. Conocí a Jop en 1935. ¿En qué año estamos? Debe de hacer trece años. Fue bastante antes de la guerra, antes de que todos los granjeros, y las esposas de sus hermanos, quisieran venir a Los Ángeles.

Joppy jaleó el chiste; yo sonreí cortés. Me preguntaba qué clase de asunto tendría Joppy con aquel hombre, y también qué clase de negocio podría tener conmigo.

—¿De dónde es usted, Easy? —me preguntó el señor Albright.

—De Houston.

—Houston, bonita ciudad. Suelo ir a veces, por negocios. —Sonrió un momento. Tenía todo el tiempo del mundo—. ¿A qué se dedica usted?

De cerca, sus ojos eran del color de los huevos del tordo: mate y opacos.

—Hasta hace dos días trabajaba en Champion Aircraft —dijo Joppy al ver que yo no respondía—. Lo han despedido.

El señor Albright torció los rosados labios para mostrar su disgusto.

—Vaya. Ya se sabe que a esas empresas les importa uno un bledo. No les salen las cuentas como ellos han calculado y despiden a diez padres de familia. ¿Tiene usted familia, Easy?

Al hablar arrastraba ligeramente las palabras, como un próspero caballero sureño.

—No, vivo solo —contesté.

—Pero ellos no lo saben. Por lo que les importa, bien podría tener diez hijos y uno más en camino, y lo echarían igual.

—¡Tiene razón! —exclamó Joppy. Su voz sonó como un regimiento de hombres marchando sobre la grava—. Los dueños de las grandes empresas ni siquiera van a trabajar; solamente llaman por teléfono para averiguar cómo van de dinero. Y ya sabemos que si no les dan una buena respuesta empiezan a rodar cabezas.

El señor Albright rio y le palmeó el brazo a Joppy.

—¿Por qué no nos traes algo de beber, Joppy? Yo quiero whisky. ¿Y usted, Easy?

—¿Lo de siempre? —me preguntó Joppy.

—Sí.

Cuando Joppy se alejó de nosotros, el señor Albright se volvió y le echó un vistazo al salón. Lo hacía a cada momento, volviéndose ligeramente, como si pretendiera controlar cualquier posible cambio. Sin embargo, no había mucho que ver. El bar de Joppy era un establecimiento pequeño en el segundo piso del almacén de una carnicería. Sus únicos clientes habituales eran los carniceros negros, y, como era primera hora de la tarde, estos todavía estaban inmersos en sus arduas tareas.

El olor a carne asada llenaba todos los rincones del edificio; había poca gente, aparte de los carniceros, con un estómago que pudiera soportar sentarse en el bar de Joppy.

Joppy trajo el whisky escocés del señor Albright y un burbon con hielo para mí. Puso ambos vasos sobre el mostrador y dijo:

—El señor Albright está buscando a un hombre para hacer un trabajito, Easy. Le he dicho que estás sin empleo y tienes una hipoteca que pagar.

—Eso sí que es duro. —El señor Albright volvió a sacudir la cabeza—. La gente de las grandes empresas ni siquiera se da cuenta, ni le importa, cuando un trabajador quiere tratar de llegar a ser alguien.

—Y Easy siempre intenta mejorar. Acaba de terminar la escuela secundaria nocturna, y ahora amenaza con ir a la facultad. —Mientras hablaba, Joppy limpiaba el mostrador de mármol—. Y es un héroe de la guerra, señor Albright. Easy estuvo con Patton. ¡Como voluntario! Vio bastante sangre...

—¿En serio? —dijo Albright, pero no estaba impresionado—. ¿Por qué no nos sentamos, Easy? Allá, junto a la ventana.

Las ventanas del local de Joppy estaban tan empañadas que no se veía la calle Ciento tres. Pero si uno se sentaba a una mesita color cereza junto a ellas, al menos se beneficiaba del opaco resplandor de la luz diurna.

—¿Así que tiene una hipoteca que pagar, Easy? Lo único peor que una gran empresa es un banco. Lo primero que quieren es su dinero, y si uno no paga le mandan a la policía a la puerta en un santiamén.

—¿Qué tienen que ver mis asuntos personales con usted, señor Albright? No quiero ser grosero, pero hace apenas cinco minutos que lo conozco y usted quiere saber todo sobre mí.

—Bueno, me ha parecido que Joppy me había dicho que necesitaba trabajar o de lo contrario perdería la casa.

—¿Y eso qué tiene que ver con usted?

—Simplemente, que podría necesitar un buen par de ojos y orejas para hacerme un trabajito, Easy.

—¿Y a qué clase de trabajo se dedica usted? —pregunté.

Tendría que haberme levantado y salido de allí, pero él tenía razón con respecto a mi hipoteca. Y también tenía razón con respecto a los bancos.

—Cuando vivía en Georgia era abogado. Pero ahora solo soy un tipo corriente que hace favores a los amigos, y a los amigos de los amigos.

—¿Qué tipo de favores?

—No sé, Easy. —Encogió sus grandes hombros blancos—. Cualquier cosa que alguien pueda necesitar. Digamos que usted necesita enviarle un mensaje a alguien pero no es..., mmm..., conveniente para usted hacerlo en persona; bien, entonces me llama a mí y lo hago yo. Ya ve, siempre cumplo con lo que me piden, todo el mundo lo sabe, de modo que siempre tengo mucho trabajo. Y a veces necesito un ayudante para cumplirlo. Allí es donde entra usted.

—¿Y de qué va la cosa? —pregunté.

Mientras hablábamos se me ocurrió que Albright se parecía mucho a un amigo que tuve en Texas: Raymond Alexander, pero lo llamábamos Mouse. Pensar en él me alteró el ánimo.

—Necesito encontrar a alguien y podría necesitar ayuda para buscarlo.

—Y con respecto a quién se trata, usted quiere...

—Easy —me interrumpió—, veo que usted es un tipo muy listo y con un montón de buenas preguntas. Y me gustaría hablar más sobre este asunto, pero no aquí.

Del bolsillo de la camisa sacó una tarjeta blanca y una pluma esmaltada, también blanca. Garabateó algo en la tarjeta y me la dio.

—Hable con Joppy sobre mí y después, si quiere probar, venga esta tarde a mi oficina a partir de las siete.

Apuró la copa, me sonrió otra vez y se puso de pie, arreglándose los puños. Se ladeó el panamá y saludó a Joppy, que esbozó una sonrisa y le devolvió el saludo con la mano desde detrás de la barra. Después, el señor DeWitt Albright salió del bar de Joppy como un cliente habitual de vuelta a casa tras su copa de la tarde.

La tarjeta mostraba su nombre impreso en letras floridas. Debajo estaba la dirección que había escrito. Era una dirección del centro; un buen trayecto en coche desde Watts.

Observé que el señor DeWitt Albright no había pagado su consumición, aunque Joppy no parecía tener prisa por reclamar su dinero.

El demonio vestido de azul

Подняться наверх