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Encontré una silla junto a mi amigo Odell Jones.

Odell era un hombre callado y religioso. Su cabeza era del color y la forma de una pacana roja. Y aunque era temeroso de Dios, acudía al local de John tres o cuatro veces a la semana. Se sentaba allí hasta la medianoche con una botella de cerveza, sin decir una palabra a menos que alguien le hablara.

Odell absorbía toda la excitación del lugar, para poder llevarla consigo a su trabajo de conserje de la escuela de Pleasant Street. Siempre usaba una vieja chaqueta de tweed color gris y unos pantalones raídos de lana marrón.

—Hola, Odell —lo saludé.

—Easy.

—¿Cómo van las cosas esta noche?

—Bien —repuso lentamente mientras pensaba—. Va todo bien. Claro que sí.

Reí y le di una palmada en el hombro. Era tan delgado que la fuerza de mi palmada lo echó hacia un lado, pero él se limitó a sonreír y a volver a enderezarse. Odell era veinte o más años mayor que casi todos mis amigos; creo que por aquel entonces tendría cincuenta. Había sobrevivido a dos esposas y a tres de sus cuatro hijos.

—¿Cómo se presenta la velada, Odell?

—Hace unas dos horas —me dijo mientras se rascaba la oreja izquierda— ha venido Fat Wilma Johnson con Toupelo y se han puesto a bailar como locos, casi lo tiran todo abajo. Ella saltaba en el aire y caía con tanta fuerza que todo el salón parecía moverse.

—A esa Wilma sí que le gusta bailar —contesté.

—No sé qué hace para conservar tanto vigor, con lo que trabaja y lo que juega.

—Probablemente también coma mucho.

Eso le encantó a Odell.

Le pedí que me guardara el asiento un momento mientras saludaba a algunos de los presentes.

Di unas vueltas estrechando manos y preguntándole a la gente si habían visto a una muchacha rubia, Delia o Dahlia o algo así. No dije su verdadero nombre porque no quería que nadie me relacionara con ella si resultaba que el señor Albright estaba equivocado y surgían problemas. Pero nadie la había visto. Le habría preguntado a Frank Green, pero cuando llegué a la barra ya se había ido.

Cuando volví a mi mesa, Odell todavía seguía sentado allí, sonriendo.

—Ha venido Hilda Redd —me dijo.

—¿Sí?

—Lloyd ha tratado de meterse con ella y ella le ha dado tal trompazo en la barriga, que casi lo dobla.

Odell interpretó el papel de Lloyd, inflando las mejillas y exorbitando los ojos.

Todavía nos reíamos cuando oí un grito tan fuerte que hasta Lips alzó la vista de su trompeta.

—¡Easy!

Odell miró hacia arriba.

—Easy Rawlins, ¿eres tú?

Un hombre corpulento entró en el salón. Un hombre corpulento ataviado con camisa blanca a rayas azules y un sombrero enorme. Un negro corpulento de amplia sonrisa blanca que avanzaba a través del local atestado como un chaparrón, haciendo llover «holas» y «cómo te va» sobre la gente mientras se abría paso hacia nuestra mesa.

—¡Easy! —Rio—. ¿Todavía no te has tirado por ninguna ventana?

—Todavía no, Dupree.

—Conoces a Coretta, ¿no?

La vi detrás de Dupree; la llevaba a la espalda como el vagón de un tren de juguete.

—Hola, Easy —dijo ella con voz suave.

—¡Qué tal, Coretta! ¿Cómo estás?

—Bien —respondió con mansedumbre.

Hablaba tan bajo que me sorprendió oírla en medio de la música y el ruido. Quizá no la oí realmente, puede que entendiera lo que quería decir por la manera como me miró y sonrió.

Dupree y Coretta eran dos polos opuestos. Él era musculoso, un poco más alto que yo, tal vez uno ochenta y cinco, y ruidoso y cordial como un perro grande. Dupree era un hombre listo en lo referente a libros y números, pero siempre andaba sin un centavo porque derrochaba el dinero en bebida y mujeres, y si le sobraba algo, llorándole un poco uno podía lograr que se lo diera.

Pero Coretta era completamente distinta. Bajita y redonda, con piel morena rojiza y grandes pecas. Siempre usaba vestidos que le acentuaban los senos. Tenía los ojos negros. Su mirada se movía de un lugar a otro de la habitación casi sin sentido, pero aun así uno tenía la impresión de que ella lo observaba. Era el sueño de un vanidoso.

—Te extrañamos en la fábrica, Ease —dijo Dupree—. No es lo mismo sin ti; me cuesta andar derecho. Los otros negros no pueden seguirme el ritmo.

—Creo que a partir de ahora tendrás que arreglártelas sin mí, Dupree.

—No, no lo puedo aceptar. Benny quiere que vuelvas, Easy. Siente mucho haberte dejado ir.

—Primera noticia.

—Ya sabes cómo son los italianos, Ease: no pueden pedir disculpas porque para ellos es una vergüenza. Pero quiere que vuelvas, lo sé.

—¿Podemos sentarnos contigo y Odell, Easy? —me preguntó Coretta con dulzura.

—Claro, por supuesto. Cógete una silla, Dupree. Ven, siéntate entre nosotros, Coretta.

Llamé al camarero para que nos trajera una botella de whisky y un cubo de hielo picado.

—¿Así que quiere que vuelva? —le pregunté a Dupree cuando todos tuvimos un vaso en la mano.

—¡Sí! Hoy mismo me ha dicho que si fueras por allí tu puesto volvería a ser tuyo.

—Primero querrá que le bese el trasero —dije. Observé que el vaso de Coretta ya estaba vacío—. ¿Quieres que te lo llene, Coretta?

—Me parece que voy a tomar un traguito más, si quieres servirlo.

Sentí su sonrisa a lo largo de mi columna.

—Sirve, Easy —dijo Dupree—. Le he dicho que lamentas lo que había pasado, y él ha dicho que estaba dispuesto a dejarlo correr.

—Sí, lo lamento, es cierto. Cualquier hombre sin sueldo lo lamentaría.

La risa de Dupree sonó tan fuerte que casi mata al pobre Odell.

—¡Bueno, entonces te veremos por allí! —bramó Dupree—. Ven el viernes y seguro que recuperas el empleo.

También a él le pregunté por la chica, pero fue en vano.

A medianoche, Odell se puso de pie para irse. Nos dijo buenas noches a Dupree y a mí, luego besó la mano de Coretta. Coretta despertaba pasiones hasta en un hombrecillo tranquilo como él.

Después, Dupree y yo nos pusimos a contar mentiras sobre la guerra. Coretta rio y dejó el whisky. Lips y su trío seguían tocando. Durante toda la noche entró y salió gente del bar, pero yo había renunciado al tema de la señorita Daphne Monet por aquella noche. Pensé que, si recuperaba mi trabajo en la fábrica, podría devolverle el dinero al señor Albright. De todos modos, el whisky me volvía perezoso..., lo único que quería era reír.

Dupree se desmayó antes de que termináramos la segunda botella; alrededor de las tres de la madrugada.

Coretta frunció la nariz mirándole la nuca y dijo:

—Antes se mantenía despierto hasta que cantaban los gallos, pero este gallo viejo ya no canta como antes.

El demonio vestido de azul

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