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—¿Dónde conociste a ese tipo? —le pregunté a Joppy.

—Lo conocí cuando todavía estaba en el cuadrilátero. Tal como ha dicho él, antes de la guerra.

Joppy seguía en la barra, inclinado sobre su gran barriga y limpiando el mármol. Su tío, también dueño de un bar, había muerto en Houston diez años antes, justo cuando Joppy decidió colgar los guantes. Joppy recorrió todo el camino de vuelta a su tierra en busca de aquel mostrador de mármol. Los carniceros ya habían acordado dejarle abrir el negocio en el piso de arriba y lo único que a él se le ocurrió pensar fue en conseguir aquella repisa de mármol. Joppy era un hombre supersticioso. Creía que solamente podría tener éxito si conservaba en su trabajo una parte de su tío, de éxito comprobado. Cada momento extra de que disponía, Joppy lo empleaba en limpiar y pulir la barra del bar. No permitía peleas cerca de la barra, y si a alguien llegaba a caérsele una jarra o algo pesado se acercaba al instante para comprobar si el mármol había sufrido algún percance.

Joppy era un hombre corpulento que rondaba la cincuentena. Tenía las manos como guantes de béisbol negros y nunca vi que las mangas de sus camisas no se estiraran en las costuras a causa de los abultados músculos. Su cara mostraba las cicatrices de todos los golpes recibidos en el cuadrilátero; la carne de alrededor de sus grandes labios estaba mellada, y encima de su ojo derecho tenía una protuberancia colorada y en carne viva.

En sus años de boxeador, Joppy había logrado un éxito moderado. Figuraba en el séptimo puesto en 1932, pero su gran atractivo residía en la violencia que llevaba al cuadrilátero. Joppy salía balanceándose como un salvaje, soportando todos los golpes que podía propinar un boxeador. En la flor de su carrera no había nadie que pudiera tumbarlo y, después, siempre se hizo respetar.

—¿Tiene algo que ver con peleas? —le pregunté.

—En cualquier parte donde se pueda hacer dinero, allí tiene la nariz puesta el señor Albright —respondió Joppy—. Y no le importa mucho si ese dinero tiene manchas de mugre.

—¿Así que me pones en manos de un gánster?

—No es ningún gánster, Easy. El señor Albright es simplemente un tipo que toca muchas teclas, eso es todo. Es un hombre de negocios, y ya sabes lo que pasa cuando te dedicas a vender camisas y aparece un individuo con una caja y te dice que acaba de caerse de un camión; bueno..., le das un par de dólares al sujeto y miras para otro lado. —Hizo un ademán con su mano semejante a un guante de béisbol—. Esa clase de negocios.

Joppy limpió un trozo de barra hasta que quedó sin una sola mancha, excepto la mugre adherida a las grietas. Las grietas oscuras que se retorcían a lo largo del mármol claro parecían una red de vasos sanguíneos en la cabeza de un recién nacido.

—¿De modo que solo es un hombre de negocios? —pregunté.

Joppy dejó de limpiar un momento y me miró a los ojos.

—No me entiendas mal, Easy. DeWitt es un hombre duro, y frecuenta malas compañías. Pero, aun así, podrías conseguir el dinero para pagar esa hipoteca, y hasta aprenderías algo de él.

Me quedé allí sentado, contemplando el pequeño salón. Joppy tenía seis mesas, y siete taburetes junto a la barra. Ni en una noche animada se llenaba el local, pero yo sentía celos de su éxito. Tenía su propio negocio; tenía algo. Una noche me contó que podría vender el bar, aunque el local no fuera suyo. Pensé que estaba mintiendo, pero después descubrí que la gente compra negocios que ya tienen clientes; no les molesta pagar el alquiler si entra dinero.

Las ventanas estaban sucias y el suelo se veía gastado, pero era el sitio de Joppy, y cuando el patrón-carnicero blanco iba a cobrar el alquiler siempre decía: «Gracias, señor Shag». Porque estaba contento de cobrar su dinero.

—¿Y qué es lo que quiere que haga? —pregunté.

—Que busques a alguien; al menos eso es lo que ha dicho.

—¿Que busque a quién?

—A una chica, no sé. —Joppy se encogió de hombros—. No le voy a preguntar de qué se trata si no tiene nada que ver conmigo. Pero te va a pagar solo por buscar, nadie ha dicho que tengas que encontrar a alguien.

—¿Y cuánto me va a pagar?

—Lo suficiente para esa hipoteca. Por eso pensé en ti para eso, Easy. Sé que necesitas dinero con urgencia. No me importa un bledo ese hombre, ni tampoco la persona a quien anda buscando, sea quien sea.

Pensar en pagar la hipoteca me recordó el jardín delantero y la sombra de mis árboles frutales en el calor del verano. Sentí que yo valía tanto como cualquier hombre blanco; pero si ni siquiera era dueño de la puerta de mi casa la gente me miraría como a un pobre mendigo con la mano estirada.

—Agarra ese dinero, hermano. Tienes que aferrarte a esos ladrillos —me dijo Joppy, como si supiera lo que yo estaba pensando—. Ya sabes que todas esas preciosas chicas con las que sales no te van a comprar una casa.

—No me gusta, Joppy.

—¿No te gusta ese dinero? ¡Mierda! Yo lo tomaría.

—No me refiero al dinero... Es que... Ese señor Albright me recuerda a Mouse.

—¿A quién?

—¿No te acuerdas? Aquel tipo bajito que vivía en Houston. Se casó con EttaMae Harris.

Joppy frunció los estriados labios.

—No, debió de aparecer después de que colgara los guantes.

—Ya, bueno; Mouse se parece mucho al señor Albright. Se viste con elegancia y pulcritud y siempre sonríe. Pero siempre tiene un negocio en mente, y si te interpones en su camino no te sucederá nada bueno.

Siempre traté de hablar un inglés correcto en mi vida, el inglés que enseñaban en la escuela, pero con los años descubrí que solo podía expresar verdaderamente mis sentimientos en la forma natural, «inculta», en la que me criaron.

—Eso de «no te sucederá nada bueno» es una mierda, Easy, pero peor sería que te quedaras en la calle.

—Sí, viejo. Pero me parece que debo andar con cuidado.

—El cuidado no hace daño, Easy. Te ayuda a no meterte en líos, te hace fuerte.

—¿Así que se dedica a los negocios? —volví a preguntar.

—¡Sí!

—¿Y a qué clase de negocios, exactamente? Quiero decir, ¿es vendedor, o qué?

—Hay una frase para su línea de trabajo, Easy.

—¿Cuál?

—Lo que se presente en el mercado. —Sonrió, adquiriendo el aspecto de un oso hambriento—. Lo que se presente en el mercado.

—Lo pensaré.

—No te preocupes, Easy, yo te cuidaré. Tú llama al viejo Joppy de vez en cuando y yo te diré si me parece que las cosas se ponen feas. Mantente en contacto conmigo y todo saldrá bien.

—Gracias por pensar en mí, Jop —le dije, pero me pregunté si más adelante seguiría tan agradecido.

El demonio vestido de azul

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