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EPISODIO 4 LA CITA

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El utilitario fue dejando atrás el tráfico de la capital, alejándose de aquella muchedumbre que partía de fin de semana. Los jóvenes guardaban silencio, reflexivos. Habían conseguido finalmente una cita con el profesor Robert Merrillot, que residía en la localidad de Zierikzee, en la costa holandesa. Su reputación de experto tal vez podría sacarles de dudas.

Una gélida brisa provocada por la pequeña nevada de la mañana, anunciaba un frío invierno. Yves, a pesar de la calefacción del vehículo, se arrebujó en su parka, observando por el rabillo del ojo el rostro de su amiga que en aquel instante, con el ceño fruncido, miraba a través de los empañados cristales la caída de tenues copos de nieve. Absorta, estaría pensando si aquel viaje desde Bruselas sería esclarecedor o bien resultaría en vano. Paul, por su parte, impertérrito, se hallaba pendiente exclusivamente de la carretera que poco a poco empezaba a blanquear, sin decir esta boca es mía. A medida que se acercaban al domicilio del profesor, la nevada empezó a arreciar. Al cabo de media hora aproximada de haber atravesado la frontera, llegaron a distinguir la silueta de una mansión que se recortaba contra el cielo ceniciento de la mañana.

Una vez cruzada la verja que daba a un gran patio, bajaron del vehículo y durante unos instantes contemplaron el edificio oscuro, cubierto por una capa abundante de hiedra que le confería un aspecto descuidado y lúgubre a la vez. Unos viejos robles y unos arbustos que rodeaban la casa casi por completo demostraban la ausencia de jardinero. El silencio del lugar sólo era roto por sus pasos al pisar la fina gravilla. Ya en la entrada, Paul agarró el picaporte con forma de animal híbrido y fantástico, tan habitual en la iconografía del Románico y dio dos golpes secos que retumbaron a través de la gruesa puerta, ricamente tallada y cuya madera había oscurecido con el paso de los años.

—¡Caramba!, esa casa parece sacada de una de esas novelas de Stephen King —dijo Yves intentando romper la tensión de aquel instante.

La mirada reprobadora de Paul fue suficiente para que el joven olvidara por un momento su habitual sentido del humor. Escucharon unos lentos y pesados pasos que se acercaban seguidos del chirrío de la gran puerta. El profesor Merrillot era delgado, con una frente abultada sobre la que colgaban unos mechones de pelo blanco. Su rostro se difuminaba en la penumbra del vestíbulo. Sin mediar palabra, hizo gesto para que entraran.

Una enorme biblioteca ocupaba una pared entera, viejos cuadros polvorientos adornaban los gruesos muros y en el centro, rodeada por varios sillones, una gran mesa de madera tallada con figuras de animales y dibujos geométricos. Un viejo y destartalado sillón de orejas, cercano a la chimenea, completaba el conjunto.

—¿Os interesa la historia? —dijo mirándoles interrogativo. Corinne fue la primera en hablar, separándose un poco del grupo.

—Sí, me… nos interesa conocer la vida, la evolución y los acontecimientos del ser humano.

—Bien, bien… Quitaros los abrigos y sentaros. Este es un lugar tranquilo y ello me permite escuchar música y dedicarme a mis aficiones una vez he dejado la universidad por imperativo administrativo. Siempre queda mucho por aprender, ¿no os parece?

—Sí, claro… naturalmente —esta vez intervino Yves, mientras Paul seguía callado pero atento al inicio de la conversación.

—Así que habéis creído encontrar algo sumamente interesante, ¿no es cierto? Mi buen amigo Georges Moreau me ha informado de que obra en vuestro poder la reproducción de un manuscrito supuestamente del siglo xiii. ¿Es así?

—Bueno… la verdad es que… creo que la fotocopia reproduce fielmente un pergamino de aquella época…—contestó Corinne algo titubeante.

La figura enjuta del profesor parecía dominar con su presencia la situación. Los jóvenes tenían una impresión de pequeñez ante su voz grave, medida y calculada, producto de sus disertaciones facultativas. Sentados alrededor de la gran mesa, se sentían observados por una mirada penetrante, casi analítica, cuyo significado era imposible averiguar. Ignoraban si sus conocimientos podrían serles de utilidad y si estaría dispuesto a colaborar.

—¿Habéis traído la fotocopia? —preguntó inclinándose hacia ellos. Paul respondió casi al instante, antes de que sus amigos pudiesen reaccionar.

—No, no pensamos en ello pues en realidad nuestra curiosidad sólo está basada en que en el documento aparecen unos números, ocho concretamente, que suponemos tal vez sería alguna clave utilizada en aquella época. Eso es todo —en aquel momento, disimuladamente, Yves y Corinne intercambiaron unas miradas. En el bolso de ella se encontraba la fotocopia, pero por algún motivo, tal vez por prudencia, Paul había mentido.

—Bueno, no importa. Como comprenderéis, resulta imposible afirmar nada sin haber visto el documento, pero por otra parte, estáis en lo cierto. La Edad Media, calificada erróneamente de edad oscura, fue el caldo de cultivo del Renacimiento. Dicho movimiento no nació espontáneamente, sino que se fue gestando en aquellos años y durante largo tiempo. De ello se cuidaron bien los Maestros Canteros, las sociedades secretas, las órdenes de caballería y un sin fin de intelectuales e iniciados que, con sus obras, fueron educando al pueblo llano, preparándolo para dicho cambio. Tened presente que existían formas y métodos para transmitir conocimientos y saberes ocultos para la mayoría. En ocasiones, se efectuaba a través de la iconografía de los talladores de la piedra y los escultores. En ermitas, iglesias y catedrales, hay mensajes codificados para aquél que conoce las claves. Una de esas órdenes de caballería, la Orden del Temple, poseía un alfabeto secreto basado en la cruz denominada de las «ocho beatitudes».

En aquel preciso instante, Paul dejó de escuchar las explicaciones del anciano profesor. Veía moverse sus labios pero ya no oía lo que decía. Su voz le parecía lejana, casi inaudible y en consecuencia incomprensible. Su mente vagaba por un mar de números y letras. Había memorizado cada una de ellas, cada dígito, su exacta ubicación en el pergamino y su cantidad: OCHO.

El número empezó a cambiar de aspecto, a inclinarse y a aparecer como el símbolo del infinito. Comenzó a dar vueltas en su cabeza, cada vez a mayor velocidad, transformándose en distintas figuras geométricas que cambiaban de forma constantemente. Cuando todo aparecía como la visión de un calidoscopio, súbitamente surgió ante sus ojos una figura resplandeciente, geométrica y precisa, sin posible error. Era un octógono. Lentamente, como procedente del fondo del salón, la voz del profesor fue acercándose poco a poco, más audible y más clara.

—… Y así es como cátaros, valdenses, hugonotes y un sinfín de llamadas herejías impulsaron lo que más tarde sería la Reforma —finalizaba el profesor—. Como habéis podido comprobar, todo se coció, por llamarlo de algún modo, en la Edad Media. Espero haberos ayudado. Si precisáis de mayor información, ya sabéis dónde encontrarme.

—Gracias profesor, ha sido realmente interesante —dijo Yves, levantándose al mismo tiempo que lo hacían sus compañeros.

El profesor les acompañó hasta la puerta y cuando ya estaban saliendo añadió:

—¡Me olvidaba! Si estáis interesados en saber más sobre templarios, su historia y algunos de sus enigmas, no dudéis en consultar las librerías de viejo, a pesar de que no todo es orégano. ¡Suerte!

Mientras se dirigían hacia el coche, fue Yves, quien como siempre, habló el primero.

—¿Y bien? ¿Qué os ha parecido?

—No sé qué decirte, la verdad —respondió Corinne intentando guarecer su cabeza dentro de la chaqueta.

Paul abrió la portezuela y se puso al volante. Por su parte, Yves y Corinne se instalaron en la parte de atrás como era habitual y sin mediar palabra, se miraron unos instantes. El camino de regreso estuvo de nuevo rodeado por el silencio. Cada cual estaba sumergido en su propio mundo. Interrogantes, conjeturas, imposibles conclusiones. Aquella situación que comenzó pocos meses atrás, había trastornado sus vidas. Paul, a pesar de ser reacio a todo aquello que podía representar supuestos misterios y enigmas, estaba ya involucrado plenamente desde hacía poco. Su formación cartesiana y su próximo doctorado en Antropología, no eran precisamente el medio más adecuado para hilvanar especulaciones. Pero ahora tenía que rendirse ante las evidencias. Algo estaba pasando.

En cambio Yves, podía permitirse teorizar sobre múltiples cuestiones mucho más fácilmente y dar numerosas vueltas a situaciones de todo tipo. Sus estudios de filosofía le permitían contemplar realidades desde distintos prismas, con una visión más amplia y con mayores posibilidades.

En cuanto a Corinne, aunque su comportamiento aparentara lo contrario, era la viva representación de equilibrio entre el grupo, evitando en la mayoría de ocasiones, que los puntos de vista opuestos de sus amigos fuesen motivo de enfrentamientos. La Historia del Arte le ofrecía la posibilidad de conocer las creencias mágico-religiosas, los conceptos y las ideas que el ser humano había reflejado en sus obras, plasmando en ellas sus mitos, leyendas e inquietudes, a través de las distintas épocas.

En el fondo, los tres jóvenes poseían conocimientos que

se complementaban perfectamente. La Antropología investiga el comportamiento humano desde diferentes puntos de vista, en distintas latitudes, así como las bases en las que se desarrolla dicho comportamiento. La Historia del Arte, estudia los distintos soportes en los que se manifiesta el sentir del ser humano, y finalmente la Filosofía ofrece los argumentos en que se basan las ideas y los conceptos que yacen en el hombre desde la más remota antigüedad.

—¿Paul?

—Dime, Corinne.

—Hubo un momento en casa del profesor en que me pareció que estabas como ausente, ¿es así?

—Algo parecido… cuando citó lo del ocho y soltó todo aquel rollo sobre los templarios me pasó por la cabeza que la cantidad de números destacados del documento era precisamente ocho. Eso es todo.

—¿Y cuándo pensaste que dicho número podría tener algún sentido?

—La noche que tomamos hectolitros de café y nos fumamos algunos cartones de tabaco. Al llegar a casa, a pesar de la hora y la fatiga, mi cabeza no dejaba de dar vueltas impidiéndome dormir hasta que di con ello.

—¿Qué curioso, no?

—Ciertamente, pues en tu casa este detalle me pasó por alto. Estábamos todos concentrados en otras cosas y medio adormilados.

—Tal vez ésta sea otra clave por desentrañar, quién sabe…

El silencio envolvió de nuevo al coche. Dentro de escasamente una hora y ya en la ciudad, cada cual se olvidaría por unos días del pergamino, de su contenido y de lo que empezaba a convertirse en una apasionante aventura.

El secreto del pergamino

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