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EPISODIO 1 EL HALLAZGO

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Sonó el timbre. Las puertas de las aulas se abrieron y centenares de jóvenes irrumpieron por los largos y anchos corredores como si se tratara de una auténtica estampida. Risas motivadas por la última ocurrencia en el aula, comentarios o burlas sobre tal o cual compañero, críticas sobre un modo de vestir, susurros y cuchicheos sobre nuevos amoríos, buenas y malas experiencias, sentimientos traicionados, emociones vividas, sueños y esperanzas que tarde o temprano se verían truncadas o cumplidas.

Esa es la UCL, la Universidad Católica de Lovaina. Una muestra de la realidad social del país. Un territorio de acogida, en el que seres de distintas naciones buscan un futuro mejor. Un lugar en el que los jóvenes adquieren los conocimientos necesarios para labrarse un porvenir y entrar así en esa feroz competitividad laboral para formar una familia y poder sumergirse en esa rueda que no ha cesado jamás de girar y de la que nadie puede salirse jamás. Lo establecido.

Esa mañana, un tímido sol, como vergonzoso, que no osaba salir de entre las tupidas nubes, avivaba los colores ocres y rosados de los edificios universitarios. Algunos alumnos se dirigían hacia la pequeña fuente en la que aparecían las esculturas de dos estudiantes llamados León y Valérie en actitud de leer. Otros se dirigían a «Les Halles», centro administrativo construido sobre una antigua estación en la que existe una exposición permanente de Paul Delvaux, adyacente a la pequeña plaza «des Wallons», rodeada de galerías comerciales. Todo un mundo en miniatura en el que no podían faltar restaurantes como «Le Sablon», «Le Galilée» o «Le Resto 80». En ellos, los estudiantes podían elegir entre una amplia gama de menús, cuyos precios oscilaban alrededor de los 2,3 €, puesto que gran parte del coste era soportado por el Gobierno.

Yves se dirigió a uno de ellos, que servía de punto de encuentro para reunirse con sus amigos cuando salían de clase. Al cabo de unos minutos vio acercarse a Corinne. Rubia, alta y espigada, era la viva representación de la joven nórdica.

— Hola Yves.

—¿Qué tal Corinne?

—Bien, hoy mucho mejor. Ayer tenía una jaqueca terrible, creo que la presión atmosférica estaba para algo.

—A mí me fastidia la humedad, me levanto siempre dolorido.

—Pues chico, elegiste el lugar ideal para nacer.

—¿Tú crees que lo elegimos?

—No empieces Yves… Ya tengo suficientes problemas como para filosofar en este momento.

—¿Los estudios?

—Se trata del reciente divorcio de mis padres…

—Mejor darse cuenta de que se tomó el camino equivocado, que no al final del mismo, cuando ya no tiene remedio. El tiempo te demostrará que es mejor así. ¡Anda, vamos a tomar algo!

Yves era un buen amigo, alguien en quien confiar. Siempre de buen humor, a pesar de que su sarcasmo e ironía no siempre resultaban oportunos. Aquél era un momento difícil para la joven. Ahora todo saltaba por los aires y un cambio en su vida se presentaba ineludiblemente.

—¿Qué prefieres: maría, coca, peyote, hachís, LSD?… Aquí, en la facultad de Filosofía tenemos de todo. Si no nos colocamos, no podemos ver las cosas claras… —el comentario de su amigo la hizo sonreír.

—Un café.

—Pues yo tomaré… un buen chute.

Al cabo de unos instantes, Yves regresó con su café y una coca-cola.

—Creo que lo mejor en estos casos es no darle demasiadas vueltas. Dedicarte por entero a tu trabajo y no dejar ninguna rendija por la que pueda penetrar la tristeza y el desánimo. ¿Me lo prometes? —la joven miró a su amigo por encima de la humeante taza y afirmó con la cabeza.

—¡Así me gusta! Ten presente que si te veo con mala cara, te prometo que te doy una colleja —esta vez el comentario le provocó una abierta sonrisa.

—¡Vamos, «la navette» sale de aquí pocos minutos!

La navette es el nombre que recibe el transporte que efectúa 18 viajes diariamente y que une la UCL de Bruselas con la UCL de Lovaina, es decir en Louvain-la-Neuve.

—¿Sabes algo de Paul? —preguntó ella.

—Sí, tuvo que irse rápido al Delhaize, antes del cierre. En el «frigo» apenas le quedaba nada que llevarse a la boca. ¡Te dejo, hasta mañana, ciao!

Por su mente pasó la imagen de Paul. Serio, tal vez en exceso, poseía ese aspecto de aplomo y seguridad que sólo se adquiere con los años y que no todos alcanzan. Reflexivo y coherente con todos, siempre tenía la palabra justa para cada circunstancia. Su carácter contrastaba enormemente con el de sus compañeros. Parecía mucho mayor de lo que era. Cuando la miraba, veía en sus ojos cierta admiración y respeto, cosa poco frecuente entre sus compañeros de aula. Entre ellos era costumbre el aquí te pillo y aquí te mato. Paul se veía a las claras que no era esa clase de hombre. Poseía unos principios y una escala de valores etiquetados de tradicionales por una mal llamada modernidad. Estos principios fuertemente arraigados en él, se transmitían en su forma de ser y en su comportamiento. No, Paul no era como los demás. Él pertenecía a un rebaño distinto, mucho menos numeroso, que ha existido desde la noche de los tiempos.

Ya en casa, Corinne recordó las palabras de su amigo. Yves tenía razón, en aquellos momentos su situación anímica no se resolvería precisamente atormentándose a causa de la separación de sus padres. Al fin y al cabo se trataba de sus vidas, no de la suya. Habían tomado una decisión irrevocable y a pesar de que ello le causara sufrimiento y tristeza, tenía que proseguir el camino emprendido y seguir siendo ella misma.

Aquella noche tuvo dificultades para conciliar el sueño. Se levantó en un par de ocasiones para tomar unas hierbas tranquilizantes y fumarse un cigarrillo. Echada en el sofá, hojeaba las anotaciones del día. Poco a poco sus párpados se fueron cerrando hasta quedar dormida en la pequeña estancia.

La claridad que se filtraba por las rendijas de la persiana del comedor despertó a la joven que pegó un brinco. Desparramadas sobre la moqueta, aparecían las notas que estuvo leyendo la noche anterior. Miró su reloj de pulsera. Las nueve y media. Demasiado tarde para ir a la Universidad. Era evidente que no había oído el despertador del dormitorio. Puso la cafetera al fuego mientras tomaba una ducha y luego envuelta aún en la toalla, tomó un sorbo de café buscando los restos de unos bollos que sólo Dios sabía el día que entraron en el apartamento. Aprovecharía el día para visitar los Museos Reales del Arte y la Historia que se hallaban al lado del conocido Parque del Cincuentenario.

Aquella fresca mañana deseaba pasear y poner un poco de orden a sus ideas. Tomó la calle Belliard y tras un largo trecho, llegó hasta el cruce con la avenida de Auderghem en la que se encontraba situado el parque y siguiendo recto por la avenida Nerviens, entró en los museos. Allí podría recabar información para su tesis, tomando notas del archivo.

Después de recorrer innumerables despachos y dependencias oficiales, consiguió por fin la tan ansiada autorización administrativa para poder consultar cartularios originales y pergaminos polvorientos que dormían su sueño de siglos en lóbregos archivos.

La funcionaria, que había crecido a lo ancho y no a lo alto y cuyo aspecto huraño encajaba mucho mejor en una cárcel que en aquel departamento archivo-histórico, le entregó unos guantes quirúrgicos para evitar posibles deterioros en la manipulación de los documentos. La joven cogió un par de carpetas y se dirigió hacia una destartalada mesa que había visto desfilar centenares o tal vez miles de estudiantes, que habían depositado en su carcomida y dolorida espalda, decenas de mohosos pergaminos.

Mientras Corinne iba tomando notas, las carpetas se iban acumulando. Apenas si quedaba espacio para seguir recabando información. Ahora, compartía la estancia con un muchacho que había entrado hacía poco, dejando atrás su adolescencia y a la funcionaria. El chico, al parecer, estaba más interesado por sus extremidades que por su trabajo. Al principio, Corinne no dio importancia a la situación, pero las constantes miradas furtivas bajo su mesa y el agobio del material acumulado, hizo que resoplara, cogiendo un buen montón de documentos y depositándolos a su izquierda con energía y no sin cierto enfado al no poder concentrarse.

El muchacho, mensaje recibido, bajó la mirada centrándose en su labor. Ahora, más relajada, la muchacha siguió anotan-

do en su cuaderno, todo aquello que consideraba de utilidad para su futura tesis. Al cabo de unos minutos y cuando iba a colocar la última documentación consultada en la pila que había formado a su izquierda, comprobó con espanto, cómo un pergamino que sobresalía de una de las carpetas empezaba a ondularse debido a su excesiva proximidad con la lámpara. El calor intenso y constante era la causa. Asustada, Corinne sacó rápidamente el pergamino de los efectos caloríficos que empezaban a dañar tan precioso documento. De repente observó cómo en la parte superior izquierda, aquella que había sido expuesta a la fuente de calor, iba apareciendo un número que anteriormente no era visible. Miró hacia la puerta y al chico que permanecía absorto en su trabajo y acercó de nuevo el pergamino con sumo cuidado hacia la lámpara. Poco a poco apareció otro número, luego otro más, hasta completar un total de ocho, formando una especie de círculo alrededor del documento. Sin pensarlo dos veces y a sabiendas de que estaba terminantemente prohibido hacer copias, se dirigió cautelosamente hacia la fotocopiadora que se encontraba en el cercano despacho de la funcionaria, seguida por la mirada estupefacta de su admirador. Guardó la copia en su cuaderno de notas, doblando cuidadosamente el papel. Salió como alma que lleva el diablo, cruzándose en el pasillo con la mujer que se dirigía hacia el despacho y que le lanzó una mirada huraña y poco amistosa.

Una vez en la calle, respiró profundamente mientras sentía su corazón latir acelerado. Sostenía su bolsa fuertemente, como si intuyera que algo importante y de sumo valor se guardaba en ella. No esperó el bus, así como tampoco se dirigió hacia la cercana boca del metro. Sentía deseos de llegar cuanto antes a su domicilio y por ello tomó un taxi.

Corinne llegó al flat agotada, debido a la tensión sufrida por los nervios. Flat es el nombre que se da a los pequeños estudios en Bruselas, generalmente utilizados por solteros y estudiantes. El suyo se hallaba en la comuna francófona de Woluwe St Lambert, al este del centro y situado en la avenida de Broqueville, lo que le permitía un fácil y rápido desplazamiento al corazón de la ciudad y disfrutar los fines de semana del parque comunal cuando lucía el sol, caso poco frecuente.

Después de quitarse las deportivas y meter en el microondas uno de esos alimentos empaquetados de procedencia y contenido sospechoso, se tumbó encima de la cama y hojeó una revista. Fue pasando las hojas en huecograbado pero sin prestar atención a las imágenes. Su mente estaba lejos, muy lejos. En algún lugar de la Europa Medieval, a comienzos del siglo xiii, cuando alguien dejó escrito en un documento aparentemente intrascendente, unos números no se correspondían a las cifras ni a las cantidades finales de unos costes de lo que parecía ser la restauración efectuada en una ermita. Números que fueron añadidos después de confeccionar las cifras de gastos y el importe total. ¿Pero con qué finalidad? ¿Cuál podía ser el motivo? De repente el aviso del microondas la alertó de que su deliciosa cena estaba lista. Abrió una Stella-Artois y se sentó a degustar el frugal alimento. A su lado, yacía la copia del manuscrito, doblada, como si guardara celosamente su contenido.

Cogió el inalámbrico y llamó a su amigo Yves, mientras observaba como hipnotizada los misteriosos números. Una llamada, dos, tres.

—¡Vamos, vamos, coge el teléfono! —pensó la joven para sus adentros. Era evidente de que Yves no se hallaba en casa. Entonces marcó el número de Paul. Una señal, dos, tres…

—¿Alló?

—¡Hola Paul, soy Corinne! ¡Tengo que contarte algo sorprendente!

—¿Sucede algo? ¡Cálmate mujer! Dime qué sucede y tranquilízate.

—Fui al museo de Arte e Historia y… ¡Oh Paul, es increíble!… Encontré un viejo pergamino que el calor hizo aparecer unos números invisibles que… —Paul interrumpió la nerviosa vehemencia de la joven.

—Perdona Corinne, pero no se de qué me estás hablando… números en un pergamino… calor, creo que será mejor que nos veamos y me lo cuentas más tranquila. ¿No te parece?

—Sí, claro… es que estoy algo nerviosa, ¿sabes?…

— Bueno mira, nos vemos en Le Roi d’Espagne dentro de media hora, ¿De acuerdo?

—Muy bien, hasta ahora.

Corinne atravesó la Grande Place, cubierta por así decirlo, de una muchedumbre de turistas que no cesaban de disparar sus cámaras hacia los edificios centenarios que habían marcado la historia de la ciudad y del país. Españoles, franceses, alemanes y sobre todo japoneses, admiraban boquiabiertos sus riquezas arquitectónicas. Cuando la joven entró en el local, Paul ya estaba esperándola.

—Hola Corinne, ¿más relajada?

—Sí, creo que sí.

—Lo siento, pero al teléfono no entendía lo que me estabas contando. Estabas agitada, nerviosa. Vamos, cuéntame.

Mucho más tranquila, la joven narró lo sucedido, la impresión que le había causado el hallazgo del misterioso pergamino y las dudas que la acechaban respecto al extraño contenido numérico.

—Mira Corinne, desde antiguo, se ha buscado la manera de esconder mensajes, ocultando por distintos medios los contenidos. En ocasiones, cifras y letras representaban nombres de personas, lugares y un sin fin de objetivos. Esos mensajes a veces se encuentran a la vista pero ocultos dentro de un texto y para desentrañarlos hay que poseer la clave. En otras, como podría ser el caso, se utilizaban tintas llamadas invisibles que por un procedimiento concreto se hacían visibles. Uno de los sistemas más conocidos, por antiguo y por ser muy utilizado, es el del jugo de limón. Escribes aquello que deseas, al poco rato desaparece, para reaparecer más tarde gracias a una fuente de calor. Se les denomina criptogramas. Posiblemente eso es lo que ocurrió en el archivo. Pura casualidad.

—¿Y no encuentras extraño que se añadan unos números a lo que podría denominarse una factura del siglo xiii, que formen un círculo y no posean ninguna relación con el resto de cifras y cantidades?

—Bueno, no sé, la verdad es que podría tratarse simplemente de los dígitos de una sola cifra, la que en realidad tenía que hacerse efectiva. Hoy día lo llamamos dinero negro. Eso no es nuevo. Ten en cuenta que la picaresca no nació ayer. No quisiera desanimarte pero creo que no tienes por qué darle más vueltas a este asunto. Por cierto, ¿te apetece un café?

El razonamiento de Paul, como no podía ser de otro modo, era lógico, coherente y además poseía un alto grado de sentido común. Tal vez estaba viendo fantasmas donde no los había y eso la estaba llevando a construir, sin base alguna, un posible entramado de conjuras y conspiraciones medievales. A veces, la denominada literatura de evasión usa de códigos y claves secretas como base argumental al igual que lo hace la industria del cine.

Corinne tomó un sorbo de café mientras observaba cómo Paul la miraba con una afable sonrisa. Intentaba tranquilizarla, eso estaba claro. Su amigo sólo pretendía ayudarla y evitar que se obsesionara con toda aquella rocambolesca situación. A pesar de todo, quería saber la opinión de Yves para poder contrastarla y sacar algo en claro. Caso de que fuese de la misma opinión de Paul, entonces estaría dispuesta a no pensar más en ello. Esa misma noche le llamaría de nuevo para quedar citados una vez terminadas las clases de la mañana siguiente.

***

Faltaba poco para que sonara el timbre, escasos minutos. Pero ello no impedía que la joven consultara cada dos por tres su reloj de pulsera, para comprobar si su horario coincidía con el del reloj de pared del aula. Un par de minutos. Una corta espera. Todavía seguía sonando el timbre cuando ya se encontraba en el pasillo cruzándose con el hormiguero de estudiantes que iban en todas direcciones. Cerca de la puerta principal la estaba esperando Yves.

—Hola Corinne, ¿Qué tal la clase?

—Bien, bien. ¿Y la tuya?

—¡Buah!, el profe es un plasta. Con los presocráticos casi me dormí. Bueno, cuéntame eso tan importante que querías decirme. ¡Estoy en ascuas!

Después de una breve exposición de los hechos, el rostro de Yves mostró sorpresa y curiosidad, luego, mientras fruncía el ceño, duda y reflexión. Entre sus manos, estaba la prueba de lo que en un principio parecía una idea descabellada. Levantó la cabeza y miró fijamente a su amiga.

—¿Y bien? —preguntó ella esperando una pronta respuesta.

—No estoy muy seguro, así a bote pronto, no sé que decirte, yo…

—¡Pero bueno! ¿No ves nada de extraño en todo esto? ¿Piensas que es normal lo de esos números en círculo? ¿Qué opinas?

—La verdad es que resulta intrigante, curioso y desde luego tienes razón en que no es habitual un documento con esas características.

—¿Entonces?

—Yo diría que… aunque tal vez remotamente, es posible que detrás de esos números se esconda una clave o un mensaje que evidentemente no conocemos. Pero por otra parte, si el original es auténtico, cabe la posibilidad de que haya perdido todo su significado y ya no tenga ningún sentido con el paso del tiempo. ¿No crees?

—Tal vez… Por cierto, ¿Oíste alguna vez hablar de la Qabbalah y de la complejidad de su sistema de análisis?

—Naturalmente, pero jamás me dediqué a estudiarla. Sé que llegan a efectuarse combinaciones entre letras y números y poco más… —de repente Yves abrió los ojos como platos—. ¿Piensas lo mismo que estoy pensando?

—Exactamente, y a pesar de la opinión de Paul, creo que no perdemos nada si intentamos algunas comprobaciones, ¿no te parece?

—Bueno, ya conoces a Paul, para él los enigmas históricos son inexistentes y sólo obedecen a creaciones de mentes ávidas de misterios o de autores que desean convertirse en bestseller.

—¿Sabes de alguien que pudiera echarnos una mano?

—Tal vez el profesor Moreau. Si no estoy mal informado, creo que tiene algún familiar rabino. Podría ser un buen comienzo.

—Intenta esta misma semana concertar una entrevista con él.

—Eso está hecho.

El optimismo de Yves contrastaba con el aspecto siempre taciturno de Paul. Su pragmatismo, razonamientos y reflexiones, chocaban frontalmente con la disposición siempre abierta de su amigo ante situaciones fuera de lo común y poco corrientes. El hecho de haberse interesado en su momento por los llamados fenómenos paranormales, terminaron por convertirle a los ojos de sus compañeros, en alguien excesivamente crédulo e incluso algo ingenuo. A pesar de todo, a Yves poco le importaba ese sanbenito, pues sabía desde hacía tiempo que la ignorancia había sido siempre extremadamente atrevida, y madre de muchos males. No hay nada peor que tratar sobre un tema sin tener conocimiento del mismo. Así era la inmensa mayoría de sus compañeros. Universitarios a punto de licenciarse o doctorarse, creían estar en posesión de grandes verdades por el mero hecho de acceder a unos llamados grandilocuentemente estudios superiores que les otorgaban la autoridad suficiente para poder rechazar todo aquello que no estuviese dentro de los cánones de lo establecido. El diálogo con ellos era del todo imposible y en consecuencia, su número de amigos quedaba reducido a escasa media docena. Paul era uno de ellos, pues a pesar de no querer demostrarlo, se encontraba a medio camino del ortodoxo y encorsetado academicismo y el de los heterodoxos de mente abierta.

Aquel lunes, Yves tuvo la fortuna de localizar al rabino, quedando citados para el miércoles después del almuerzo, coincidiendo precisamente en que aquella tarde no tenían que asistir a la universidad.

—¿Corinne?, ¡Hola!, ¡Hemos tenido suerte! El rabino nos espera el miércoles después de comer… sí, es una de las dos sinagogas de Bruselas, la de la calle Régence, entre el Palacio de Justicia y la plaza Royale… Sí, no te preocupes, no he dicho nada a Paul, ya le conoces… Esperaremos acontecimientos y le informaremos en caso de que todo esto se ponga verdaderamente interesante. Tal vez entonces reconsidere su postura… Eso es… hasta mañana… ¡Ciao!

La situación era prometedora, o al menos eso parecía. Ahora tendrían la posibilidad de saber algo más con respecto al pergamino y sobre aquellos enigmáticos números. El poco tiempo transcurrido desde el supuesto descubrimiento de Corinne sólo les había servido para sumergirse en todo tipo de conjeturas, sospechas e interrogantes que no les conducían a ninguna parte. En aquel momento, tenían la certeza de que los conocimientos del rabino podrían serles de gran ayuda o por lo menos obtendrían indicios y pistas suficientes para saber si estaban en el buen camino.

—Ya falta poco. La sinagoga se encuentra entre las calles Dupont y Sablon —indicó Yves, mientras intentaba seguir el paso acelerado de su amiga. Sabía que estaba tensa y nerviosa. Habían comido en un Quik, establecimiento de comida rápida semejante a los internacionales Burger King o Mcdonald´s. Todavía su hamburguesa estaba en la boca del estómago cuando llegaron a la puerta del edificio.

—¡Uf!, qué nerviosa estoy.

—¡Dímelo a mí!

Al cabo de unos instantes, una mujer de mediana edad les abrió la puerta. Esbozando una sonrisa que fue acompañada por un gesto de la mano, les invitó a entrar, alejándose después tras una pesada y gruesa cortina de terciopelo. El vestíbulo era espacioso, recubierto de vieja madera y con un techo ricamente artesonado. En un rincón, sobre un mueble robusto, destacaba el candelabro de siete brazos de los judíos.

—Cuenta la tradición del pueblo hebreo, que dicho candelabro, la Menorah, alumbraba el Templo de Salomón y que a su vez representaba a los siete planetas clásicos sagrados —dijo Yves—. Los tres brazos de la derecha representan Saturno, Júpiter y Marte, los de la izquierda, la Luna, Mercurio y Venus. El brazo central, el Sol.

Cuando Yves se disponía a completar su erudita explicación, se oyeron unos pasos que se acercaban haciendo crujir el entarimado.

—¡Shhht!, alguien viene… —dijo susurrante Corinne.

Efectivamente, era el rabino con su larga barba y su negra vestimenta. Era de baja estatura y poseía uno ojos pequeños, escrutadores, que parecían esconderse tras unas gafas de gruesa concha. Contempló por unos instantes a los dos jóvenes y sonrió afablemente.

—Bienvenidos, pasad, pasad…

Penetraron en un amplio despacho cuyas paredes parecían estar tapizadas por centenares o mejor dicho, miles de libros. Incluso por los rincones se veían éstos amontonados. Una amplia mesa, cubierta casi por completo de periódicos, revistas, papeles con anotaciones y más libros, daba a la estancia un aspecto de caos total.

—Tomad asiento… —dijo el hombre mientras casi desaparecía de su visión tras hundirse en el mullido sillón de su despacho. Miró a sus interlocutores por encima de sus gafas, entrelazando los dedos e inclinándose sobre la mesa.

—Bien, bien… —comentó el rabino. Yves y Corinne se miraron de reojo. La joven se dio cuenta de que Yves intentaba sin conseguirlo reprimir una sonrisa, apretando los labios. No era para menos. El hombre sólo había pronunciado cuatro palabras y las repetía como si de un eco se tratara.

—¿Así que estáis interesados por la Qabbalah, eh?

—La verdad es… es que deseábamos consultarle algo que… podría estar relacionado con ella. Tal vez usted pueda ayudarnos —dijo Yves inclinándose a su vez, e intentando dar un mayor énfasis a sus palabras con el gesto.

—¡Dios mío, Dios mío!, ¿Acaso no sabéis que se precisan años, muchos años, incluso de toda una vida dedicada a su estudio. La Qabbalah es de tal complejidad, que una sola existencia sólo permite conocer una ínfima parte de su extenso contenido.

—Ya nos lo imaginamos —intervino Corinne—. Pero no pretendemos iniciarnos en su estudio… Nosotros… nosotros sólo queremos saber si hay una posibilidad de… de que ciertos números tengan algún significado… oculto. Por dicho motivo acudimos a usted.

Se produjo un largo silencio. Atentos, los dos jóvenes observaron cómo el rabino se reclinaba en su asiento respirando profundamente. Estaba mirando hacia su mesa pero sin verla realmente, sólo reflexionando. Las palabras de Corinne habían surtido el efecto deseado. Expectantes, estaban pendientes de un gesto, de una expresión que pudiera delatar sus pensamientos. El hombre respiró de nuevo profundamente y ambos oyeron el silbido característico que denunciaba una bronquitis crónica. Tosió un par de veces y levantando sus ojos, tendió hacia ellos su mano gordezuela.

—¿Habéis traído esos números?

Corinne le entregó la fotocopia del pergamino. Su mano temblaba ligeramente y la tensión del momento empezó a atenazarla. Yves, por su parte, había cambiado de postura nuevamente.

—Así de pronto, se me ocurre que sustituyáis los números por letras, siguiendo el orden alfabético, es decir, el número 1 por la A, el 2 por la B y así sucesivamente. Luego, intentad buscar todas las combinaciones posibles entre dichas letras. Tal vez aparezca por ejemplo, el nombre de una localidad, un apellido o incluso una calle. No es posible saberlo.

—¿Caso de que encontrásemos algún mensaje coherente una vez efectuadas esas combinaciones, podríamos mostrarle el resultado? —dijo Corinne.

—Soy rabino, no cabalista, pero no tengo inconveniente en que volvamos a vernos de nuevo. Por cierto, ahora que lo pienso, voy a daros la dirección de un buen amigo que casi seguro podrá sacaros de dudas, se llama Timmermans. Kurt Timmermans.

Ya en la calle, los dos jóvenes empezaron a andar lentamente, sin prisas. La entrevista les había dado ciertas esperanzas, un poco de luz. Las combinaciones serían el próximo paso. Tenían un punto de partida y su búsqueda empezaba a tener sentido. Además, se añadía el presentimiento de que la dirección tomada era la correcta. Lamentablemente, ignoraban que estaban empezando a recorrer un oscuro camino. Piezas de un inmenso rompecabezas que irían apareciendo y que les llevarían hasta un laberinto sembrado de acontecimientos que no sabrían cómo controlar, y tan peligrosos que podrían incluso llevarles a la muerte.

El secreto del pergamino

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