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EPISODIO 5 LA BÚSQUEDA

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Aquella semana se les presentaba algo movida. Además de las clases ordinarias, tenían que presentar una serie de trabajos en sus respectivas facultadas que puntuaban para obtener una calificación cuya validez era importante para la nota global de fin de curso. Los universitarios iban llegando poco a poco al Campus y ya empezaban a formarse pequeños grupos. Corinne vio cómo Yves le hacía señales ostensibles con la mano para saludarla desde lejos, mientras que Paul se estaba acercando por el lado contrario. Comentaron los apretados horarios y el escaso tiempo que les quedaba para tomarse un simple bocadillo.

—¡Es la guerra! —comentó Yves.

—¿Lleváis bien preparados los temas? —preguntó Paul, sonriendo ante el buen humor de su amigo.

—Creo que sí —dijo Corinne, sonriendo a su vez.

—¡Venceremos al enemigo! —acabó diciendo Yves, mientras levantaba su brazo derecho en alto, empuñando una invisible espada y lanzándose en loca carrera hacia las aulas.

—¡Está loco! —exclamó la joven soltando una sonora carcajada.

—Es un buen chico —replicó sonriente Paul—. No cabe duda. Tenemos suerte de tenerle como amigo.

Al cabo de unas horas, las angustias habían pasado. Poco apoco los estudiantes iban saliendo lentamente olvidando los pasados nervios, una vez terminados sus trabajos. Unos aparecían sonrientes mientras que otros lo hacían cabizbajos e inseguros. Alguna que otra chica estallaba en llantos y era consolada por sus compañeras. Eran unos primeros ejemplos de la vida que les aguardaba. Lucha, esfuerzo, voluntad, esperanza y sueños. Amargura, desencanto, sufrimiento y tristeza. Eso estaba pensando Yves, sentado en las escaleras y pendiente de la salida de sus amigos, mientras tomaba una bebida carbónica que más tarde le produciría gases. Al poco rato apareció Paul, serio como de costumbre. Por su semblante era imposible conocer cómo se había desarrollado el examen. Una vez llegado a su altura, tomó la lata de refresco y le dio un pequeño sorbo.

—¡Vamos, cuenta! ¿Qué tal te fue? Con esa cara de póker es imposible saberlo —añadió Yves.

—¡Bieeeen! —exclamó su amigo sonriendo—. ¿Y a ti, qué tal?

—¡Psé! —fue la respuesta de Yves—. Como siempre, ni bien ni mal sino todo lo contrario. ¡Mira, por ahí viene Corinne!

—¿Qué? ¿Cómo le fue a nuestra Sherlock Holmes femenina?

—Creo que sacaré nota.

—¡Bieeeen! —exclamó esta vez Yves, echando al aire la lata del refresco.

—¿Ves? ¡Te lo dije! ¡Está loco! —dijo Corinne cogiendo a los dos por la cintura y echando a andar.

— He comprobado los horarios que me quedan y he visto que tengo un par de horas libres después del curso. Pienso aprovecharlas para pescar algunas obras sobre el Temple. ¿Qué os parece? Así podremos recabar mayor información sobre ese enigmático ocho y todo lo demás. Vosotros, si podéis, haced lo mismo. Así podríamos reunirnos este fin de semana para intercambiar impresiones. ¿De acuerdo entonces?

Corinne se alejó, sin darles tiempo a emitir opinión alguna. Yves apoyó su cabeza en el hombro de Paul y puso cara de circunstancia.

—Bueno Paul, ya viste que Corinne se dio cuenta rápidamente de que ésta era nuestra intención, buscar a los monjes guerreros por cada esquina. Es fácil comprender a las mujeres… —Paul sonrió, dándole una palmada en la espalda.

—Espero encontrar alguna cosa, de lo contrario nuestra reputación se verá afectada.

—Y mi sensibilidad también —añadió Yves, poniendo su mano en el corazón, como un actor de farándula—. Busquemos alguna obra si no quieres que tengamos bronca… Hasta luego Paul.

—Hasta pronto.

Yves llegó algo tarde al centro de la ciudad y como no le quedaba tiempo para deambular por aquellas estrechas calles en busca de librerías especializadas, se dirigió directamente a Malpertuis, tienda especializada en todo. Situada en la calle «des Eperonniers» Nº 18, ofrecía la posibilidad de encontrar desde un antiquísimo TIN-TIN, hasta la última novela de ciencia ficción, pasando por los cómics, el ocultismo, las civilizaciones desaparecidas y un sinnúmero de gadgets. Faltaba poco para el cierre, así que compró el primer libro que apareció sobre el Temple, sin darle más vueltas. Misión cumplida, pensó para sus adentros.

Sin saberlo, Paul se encontraba en aquellos momentos en el mismo barrio, con la misma misión y con las mismas prisas. Obtener alguna obra dedicada a los templarios. No lo pensó dos veces, entró en la tienda General Occult, cuyo nombre lo decía todo y empezó a mirar por los estantes dedicados a las sociedades iniciáticas. Masones… Iluminati… Rosacruces… y Templarios. Cogió un par de títulos, aquellos que consideró contenían grandes secretos y, pasando por caja, salió cuando ya estaban bajando la persiana metálica.

Corinne, por su parte, llevaba una gran ventaja respecto a sus amigos, había salido dos horas antes aquella tarde. Se había adelantado en esa búsqueda informativa y había recorrido ya algunas librerías, incluidas Malpertuis y General Occult, sin haber encontrado nada destacable. Al doblar una de las esquinas, vio a escasos metros una callejuela al final de la cual se divisaba un parpadeante luminoso de color verde que indicaba Osiris. Se detuvo ante la entrada de la estrecha calle y miró por unos instantes el rótulo. Desconocía la existencia de esa librería, posiblemente a causa de su escondida ubicación dentro de aquel entramado de calles. Decidida, tomó la callejuela. Sólo se oía el repiqueteo de los tacones de sus botas en el suelo mojado. Abrió la puerta y oyó el tintineo agudo de una campanilla. Una tenue luz intentaba iluminar la tienda. Montones de revistas de todo tipo y temática se apilaban por los rincones. Viejas estanterías se curvaban a causa del peso de los libros y un fuerte olor a humedad llenaba la pieza.

Hojeó una revista mientras esperaba el empleado que la atendiera. De vez en cuando echaba inquietas miradas al lugar de aspecto sórdido y sombrío. Al cabo de unos instantes oyó como alguien subía por las escaleras que se distinguían a duras penas al fondo del local. Entonces apareció un hombre de estatura pequeña y vestido de negro en consonancia con el lugar. Su rostro era redondo y usaba unas gafas cuyos cristales parecían culos de botella. Peinado hacia un lado para cubrir su calva, se dirigió hacia ella mostrando en su sonrisa unos dientes de conejo.

—¿En qué puedo servirla, señorita?

—Estoy buscando libros de historia… sobre órdenes de caballería… concretamente sobre los templarios. ¿Tiene usted algún título? —preguntó seria Corinne.

—Abajo en el sótano. Tenga cuidado con la escalera, es algo empinada.

Automáticamente, la joven pensó en cámaras de tortura y mazmorras. Y no era para menos. La tienda instalada en aquel edificio centenario y su falta de claridad evocaba los sombríos corredores por los que se arrastraban los condenados. Agarrándose a la poca fiable barandilla, Corinne se aventuró por los escalones curvos, dando vueltas y más vueltas en torno a un mismo centro. Al llegar al último tramo, el aire enrarecido hirió su olfato. Húmedo y lúgubre como el de una tumba. Realmente se sorprendió de que una licencia municipal hubiese permitido abrir aquella tienda de los horrores. Recorrió el estrecho corredor con estantes a rebosar y empezó a leer los títulos que se amontonaban sin dejar un solo espacio libre.

Las bombillas amarillentas y sucias del sótano todavía permitían una buena lectura. Encontró un par de obras que, por su aspecto, aparentaban ser de hacía muchos años. Abrió con cuidado las primeras páginas que se pegaban unas a otras, buscando la fecha de publicación. A pie de página encontró la fecha, 1894. El título prometía: Secretos del Temple, el autor, marqués Larroche de Saint-Martin. Daba la impresión de un seudónimo, pero bien podría tratarse de su verdadero nombre. La otra obra, poseía igualmente la encuadernación de piel muy desgastada por el paso de los años y la humedad reinante. Los Soldados de Cristo, era su título. Ambas ediciones contenían grabados antiguos que podían echar algo de luz a sus investigaciones.

Mientras la joven hojeaba un tercer volumen, oyó como el propietario bajaba a la lúgubre estancia en la que el tiempo parecía haberse detenido. Se acercó a ella, situándose bajo la luz de una de las bombillas en la que se encontraba Corinne hojeando.

—¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó el hombre luciendo de nuevo aquella sonrisa a lo Bugs Bunny.

La joven le entregó los volúmenes, solicitando su asesoramiento. El hombrecillo miró con ojos de experto algunas hojas, pasó páginas y observó uno de los grabados. Levantó sus pequeños ojos hacia la joven por encima de sus gruesas gafas y con un gesto de su boca que ella no supo si se trataba de una mueca o de una sonrisa la miró detenidamente. Corinne se dio cuenta de cómo su mirada se dirigía hacia su pecho que asomaba por entre el abierto chaquetón. Lo cerró prontamente y mirándole directamente, preguntó su precio.

—Bueno… —carraspeó el hombre— se trata de piezas exclusivas… que difícilmente podrá encontrar en otra parte… son 50€ cada uno —la joven tuvo un sobresalto, su precio sobrepasaba con mucho sus posibilidades. Pero no quería dejar escapar aquella oportunidad.

—¿Puedo dejarle una cantidad a cuenta y venir a recogerlos otro día?

—No tengo inconveniente señorita, pero entretanto si aparece otro comprador… comprenda que… —el hombre se interrumpió.

Corinne se reclinó en la alta estantería de forma sugestiva y dejando de nuevo que se abriese su chaqueta le obsequió con una amplia sonrisa.

—¿Y si me los llevase ahora… no podría usted rebajar el precio? Los estudiantes no vamos muy sobrados… sabe…

El hombre volvió a carraspear de nuevo y pasando el índice por el cuello de su camisa de dudosa blancura la contempló de nuevo aceptando finalmente su proposición.

—Bueno… por ésta vez haré una excepción, por 110 euros puede usted llevarse los tres. Tenga presente que no gano nada con ello, es un regalo.

Ascendió por la escalera de caracol, atravesó el local y oyendo como la campanilla sonaba de nuevo, respiró profundamente el aire fresco de la calle. Su encanto y su sonrisa habían surtido efecto. Estaba segura de que aquellos mohosos volúmenes sacarían a la luz algunas respuestas a tantas preguntas.

***

El agua templada se derramó sobre ella, tonificante y reparadora. Contrariamente a la mayoría de las personas, su ducha diaria la efectuaba por la noche, lo que le permitía acostarse limpia y relajada. No llegaba a comprender cómo la inmensa mayoría, tal vez sin pensar en ello o por mero hábito, lo hacía por la mañana. Si pensara un poco, se daría cuenta de que iban a acostarse con toda aquella suciedad que habían acumulado durante la jornada, y que no siempre era únicamente física.

Extendió la mano para tomar el champú. Fue entonces cuando oyó el ruido. Se quedó rígida, sorprendida. Irguió la cabeza, agudizando el oído. Era como el chasquido que produce la madera a veces al dilatarse.

Se encogió de hombros, abriendo el frasco de plástico para derramar el gel sobre sus cabellos empapados. Antes de llevarse el frasco sobre su cabeza, volvió a sorprenderal de nuevo. Esta vez como metálico. Empezó a inquietarse. No, no había dejado ningún interruptor encendido al dirigirse al baño. A veces ciertos interruptores hacían ruido al desplazarse la placa de contacto si no se habían pulsado correctamente. Posiblemente se trataba de alguna cerradura que también sufría en ocasiones fenómenos parecidos. Pero en esta ocasión, el sonido le pareció diferente. Más seco y más sonoro también. Se estremeció de temor. Cogió la toalla y se envolvió en ella. De puntillas, se acercó hasta la puerta y sacó su cabeza lentamente por ella. La luz de la calle iluminaba parte de la salita. Las únicas sombras que distinguía eran las que proyectaban los escasos muebles. Con el corazón en un puño se deslizó hasta la chimenea para coger el atizador. Poco a poco fue acercándose hasta la cocina, apretando fuertemente la herramienta en su mano. Su otra mano palpó el guarnecido de la puerta y muy lentamente fue en búsqueda del interruptor.

Encendió la luz levantando el atizador. Tuvo un fuerte sobresalto cuando la gata de la señora Martens lanzó un bufido, saltando por encima del plato del cuál estaba comiendo unos restos y salió por la estrecha rendija de la ventana corredera. Había olvidado por completo que aquella mañana mientras preparaba el desayuno, las tostadas se habían convertido en una especie de carbón vegetal, obligándola a abrir la ventana para que durante la jornada pudiera disiparse aquel horrendo olor a quemado.

La anécdota no hubiera tenido mayor importancia si hubiese sucedido tiempo atrás. Pero la tensión y la angustia de hacía unos instantes demostraban a las claras que las circunstancias habían cambiado. Ahora era consciente de que sus nervios estaban a flor de piel y cualquier detalle, hecho o situación anómala, podían provocarle un ataque de histeria o de pánico.

Puesto que se encontraba en la cocina, aprovechó para prepararse un «croque-monsieur», rezando para que la tostadora no hiciera nuevamente de las suyas. Cerró la corredera y fue hacia el baño para cambiarse. El queso emmental despedía un olor agradable anunciando que el bocadillo ya estaba listo.

Media hora después, se encontraba en la cama hojeando los volúmenes adquiridos en Osiris. Página tras página, fue leyendo en diagonal, intentando detenerse en aquellos párrafos que consideraba más interesantes. Ante sus ojos desfilaban reproducciones de grabados que representaban a caballeros, Maestres, alguna que otra escena de heroísmo, la toma de la ciudad de Jerusalén y ermitas e iglesias.

Algunos dibujos ofrecían con toda riqueza de detalles, construcciones de castillos y puentes. Otros, reproducían escudos, citaban ilustres apellidos y finalmente, cuando llevaba ya vistos más de dos tercios del grueso volumen, apareció el grabado de una iglesia que, según el texto, era especial para la Orden. Un excelente dibujo a la pluma representaba dicha iglesia y otro dibujo completaba la doble página. Se trataba de la planta, el plano en el que se basaba su construcción. Un octógono. Ocho caras. En definitiva, un ocho.

Al instante recordó que la palabra que tanto se hizo rogar en su parición estaba formada precisamente por 8 letras. ¿Pura casualidad? ¿Estaría todo relacionado? Aquella noche tomó un somnífero. Sabía que su mente volvería de nuevo a buscar respuestas y a interrogarse sobre nuevas cuestiones. No podía evitarlo, era algo inherente en ella y en su forma de ser. Eso formaba parte de su carácter y, en definitiva, lo que le confería su acusada personalidad.

El secreto del pergamino

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