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Introducción
La singularidad humana

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En estos momentos estás recibiendo un implante mental. Al leer estas líneas se está reproduciendo con precisión en tu mente la misma secuencia de palabras que hace algún tiempo generó mi cerebro. Si estuviésemos cara a cara podría realizar este implante de manera casi instantánea, utilizando el lenguaje oral —o el de signos— para transmitir a tu mente el flujo de ideas y pensamientos que fluyen por la mía. No conocemos ningún otro ser vivo que posea, ni de lejos, un sistema tan preciso y eficaz para transmitir el pensamiento. Ni para generarlo. El lenguaje no es solo un sistema de comunicación, sino que también —o, sobre todo— es una herramienta para articular el pensamiento. Como escribía Étienne Bonnot de Condillac hace más de dos siglos, «no pensamos sino con el socorro de las palabras, y esto basta para hacer comprender que el arte de razonar ha comenzado con las lenguas: que no ha podido hacer progresos sino en cuanto ellas los han hecho». Pensamos en gran medida con palabras y la inmensa mayoría de esas palabras, de ese lenguaje, se queda en la intimidad de nuestra mente. Organizamos nuestras elucubraciones mentales mediante cadenas de palabras ordenadas según unas reglas sintácticas. Tenemos también, desde luego, una cantidad importante de actividad mental que no depende del lenguaje, como la percepción del tacto, del sonido de la lluvia, del sabor de las manzanas, la risa o el llanto. Pero cada vez que reflexionamos sobre algún asunto, o cada vez que elaboramos un plan de acción, estamos apoyando nuestra mente sobre el sólido y a la vez intangible edificio del lenguaje. Una pequeña parte de ese mundo lingüístico interior sale en ocasiones al exterior —en algunas personas con más frecuencia que en otras— y termina por impactar en otras mentes. La comunicación mediante el lenguaje nos permite construir una cultura, conocer cosas sin haberlas vivido, trascender el presente; todo esto tiene, en términos evolutivos, un gran valor adaptativo, ya que podemos sacar provecho del saber acumulado a lo largo de las generaciones y así, por ejemplo, acceder a innovaciones hechas por otras personas separadas de nosotros en el espacio y en el tiempo o evitar situaciones peligrosas sin tener que sufrirlas ni una sola vez.

La característica más sobresaliente del lenguaje es su naturaleza simbólica. La mente humana maneja símbolos sin despeinarse. No sabemos muy bien cómo ni mediante qué procesos evolutivos se ha desarrollado esta fascinante capacidad de abstracción. Las personas que se dedican a estudiar el lenguaje y la mente simbólica desde el punto de vista de la lingüística, la neurociencia, la paleoantropología, la psicología o la arqueología no tienen mucho a donde agarrarse. Ningún otro animal posee algo parecido. Hasta donde sabemos, estamos solos en el universo de los símbolos, pero al menos podemos contarlo. Las palabras y los gestos no fosilizan, el tejido nervioso lo hace en raras ocasiones, y los restos fósiles de nuestros ancestros, de las especies de homininos que nos precedieron, son escasos y dispersos. Y, con todo, existen algunas pistas que permiten comenzar a tejer el lienzo en el que está representado el misterio de la evolución de la mente simbólica y el lenguaje. Pistas que vienen del pasado, a través de las investigaciones arqueológicas y el estudio de los fósiles, y pistas que podemos extraer del presente, agazapadas en nuestro intrincado tejido neuronal, en el proceso de aprendizaje lingüístico de las criaturas humanas, y en el comportamiento y capacidad de aprendizaje de nuestros parientes primates.

La capacidad de externalización, de comunicar a otras personas los pensamientos íntimos es, en realidad, la parte más sencilla de explicar. Lo complicado es descubrir cómo se ha producido la evolución de la capacidad lingüística, cómo se ha modificado el sistema nervioso de los humanos en los últimos dos millones de años, cómo se produce la asimilación y el aprendizaje de la lengua o las lenguas maternas por bebés humanos, y cómo la mente consciente brega a diario con el mundo de los símbolos. La externalización, decía, es sencilla de explicar, pero no por ello deja de ser una habilidad sin par. Si se piensa con un poco de detalle, cada vez que hacemos algo tan habitual y común como comunicarnos mediante un lenguaje, estamos utilizando un sistema único y de una eficacia extraordinaria para transmitir de una mente a otra cualquier tipo de pensamiento, reflexión o idea. Debido a una remodelación evolutiva de sus funciones originales —lo que en biología se llama exaptación— los mecanismos de la respiración y de la masticación han adquirido en nuestro linaje un cometido nuevo. En el momento en que una persona desea comunicar de forma oral algo a otros seres humanos, se pone en marcha una secuencia de procesos que, aunque cotidiana, resulta extraordinaria. En primer lugar, se activan grupos de neuronas de la corteza cerebral que se encargan de enviar órdenes de contracción a los músculos encargados de la fonación. Mediante una serie de contracciones de precisión exquisita, la caja torácica expulsa un flujo de aire que se modula, primero, a su paso por las cuerdas vocales y, a continuación, en el complejo y siempre cambiante mundo del tracto vocal. Los medidos movimientos de la lengua y la boca terminan de esculpir las vibraciones de aire que lanzamos al exterior. Nuestra mente ha conseguido perturbar el aire, y ahora el mensaje que hemos producido viaja libre y en todas direcciones a una velocidad de unos 340 metros por segundo. El aire no tiene prejuicios y admite todo tipo de perturbaciones en su seno; las ondas que ha producido nuestra mente se mezclarán con otras que emanan de un chorro de agua, del motor de los coches, el canto de algún pájaro y decenas de fuentes más. Todas se irán disipando a medida que se propagan, y desaparecerán para siempre. O no. La perturbación emitida por la mente humana tiene una característica muy particular: puede tropezar con otra mente humana y ser decodificada. Nuestro sistema nervioso está acoplado a un sensor de alta fidelidad de vibraciones del aire, el sistema auditivo (como dice el científico Richard Dawkins, se trata de un sistema de microbarómetros de gran precisión). Con este instrumento hacemos algo maravilloso: convertimos perturbaciones del aire en descargas eléctricas neuronales. De esta manera, parte de la actividad neuronal que hace un momento estaba en el cerebro de una persona se reproduce en el tejido nervioso de la receptora: su mente ha recibido un implante que, gracias a la versatilidad simbólica del lenguaje, puede contener cualquier tipo de información.

El lenguaje oral es inmediato, y el mensaje puede tener una vida más o menos efímera o retenerse en la memoria de los participantes; algo similar ocurre con el lenguaje de signos, aunque en este caso la maquinaria receptora está en el ojo y la emisión consiste en gestos realizados con el cuerpo. Por su parte, el lenguaje escrito, este que ahora mismo experimentas, permite realizar un fascinante salto en el espacio y el tiempo: el emisor y el receptor pueden estar separados por días, meses o incluso siglos. La flexibilidad y fiabilidad del lenguaje escrito es tan grande que permite conocer los pensamientos íntimos de una persona que lleva muerta doscientos años, o dos mil. Incluso es posible viajar a la mente pretérita de uno mismo, cuando leemos algo que hemos escrito hace tiempo y que, para nuestra mente actual, siempre cambiante y dependiente de una memoria sujeta a todo tipo de modificaciones y reelaboraciones, comienza a resultar ajeno.

Y hay, además, una profunda dimensión filosófica en la aparición del lenguaje en el género Homo, ya que es una herramienta que nos habilita para hacer juicios morales. El filósofo Jesús Mosterín resumía así esta relación: «Sin lenguaje puede haber compasión, cooperación y quizá algo así como un sentido de la justicia, pero lo que no puede haber es moral ni ética, pues una moral es un sistema de reglas explícitas, articuladas lingüísticamente y la ética es la reflexión argumentada sobre la moral».

La conquista del lenguaje

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