Читать книгу Entre la legítima defensa y la venganza - Yesid Reyes Alvarado - Страница 7
1. LA AGRESIÓN INJUSTA
ОглавлениеCuando se hace referencia a una “agresión injusta” como primer elemento de la legítima defensa parece haber consenso en cuanto a que con esa expresión se alude a un comportamiento antijurídico3 –no entendido en el contexto del injusto penal4 en cuanto no debe ser típico5– y previo a la imputación personal (culpabilidad6); en términos simples, esto significa que el concepto de “injusta” con el que en este contexto se suele aludir a esta agresión no coincide con la noción de “injusto” que la doctrina mayoritaria reserva para caracterizar al primero de los elementos de la teoría del delito7. El consenso se resquebraja cuando se plantean dos preguntas relacionadas con la tentativa; la primera es si lo injusto de la agresión surge cuando la conducta puede ser apreciada como constitutiva de una tentativa, o si puede considerarse existente antes de ese momento, frente a lo cual algún sector de la doctrina8 se inclina por esta última alternativa9. La segunda se refiere a si una conducta calificada como tentativa inidónea (aun siendo punible10) debe ser considerada como una agresión injusta o no, cuestión que la opinión dominante contesta en sentido negativo11; de la respuesta que se dé a este segundo interrogante depende que esos supuestos de hecho sean tratados como una legítima defensa, como una modalidad de error (defensa putativa) o incluso como susceptibles de ser resueltos mediante la figura del miedo insuperable12.
En favor de aceptar la existencia de una agresión ilegítima cuando la conducta aún no ha alcanzado el grado de tentativa, sino que permanece en el estadio de los actos preparatorios, se afirma que no tiene “sentido esperar para la defensa hasta que sea demasiado tarde o casi para tomar contramedidas”13, y que nadie está obligado “a tolerar un riesgo, que no tiene por qué tolerar”14. Sobre el supuesto de que los bienes jurídicos no están protegidos frente a cualquier clase de amenaza o lesión, sino solamente respecto de aquellas conductas que al ser creadoras de un riesgo jurídicamente desaprobado constituyen una indebida forma de atacarlos15, debería admitirse que toda conducta que permanezca dentro del riesgo permitido no solo está amparada por el ordenamiento jurídico sino que, por eso mismo, debe ser tolerada por los demás aun cuando ella sea susceptible de poner en peligro16 o, incluso, de dañar bienes jurídicos17.
Portar unas ganzúas, un objeto contundente o un cuchillo puede representar un peligro para el patrimonio económico o la integridad física de los demás; pero mientras esa conducta pueda ser considerada como un mero acto preparatorio por no abandonar el ámbito del riesgo permitido, no debe ser considerada como constitutiva de una agresión injusta. Lo mismo se puede decir de la actitud de deambular en las noches, ataviado con un abrigo negro de cuello alto, con gafas oscuras y las manos en los bolsillos. Si el legislador considera que comportamientos como esos no deben ser tolerados por el elevado peligro que representan para la convivencia en comunidad, siempre puede intentar elevarlos a la categoría de delito, que es lo que en los últimos años ha llevado a la cuestionable práctica de incrementar significativamente los delitos de peligro concreto y, lo que es peor, los de peligro abstracto. Pero mientras eso no ocurra, dichas conductas no solo deben ser toleradas, sino que frente a ellas no hace falta ni sería lícito tomar contramedidas. Es importante precisar que esta conclusión no equivale a sostener que la agresión injusta deba ser típica, sino tan solo creadora de un riesgo jurídicamente desaprobado18, que es solo el primero de los requisitos de la imputación objetiva.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la valoración de conductas como las descritas en el párrafo anterior siempre se hace dentro de un determinado contexto y desde una perspectiva ex ante19. Por consiguiente, no es el solo hecho de tener en la mano un objeto contundente o un arma de fuego lo que puede ser calificado como una agresión lícita o antijurídica, sino lo que a través de esos comportamientos se comunica. Mientras la actitud de un policía que con su arma de dotación en la mano vigila a quien ha sido sorprendido en flagrancia no se interpreta como una agresión ilícita de su parte, la actuación de quien eleva sobre su cabeza un ladrillo mientras discute airadamente con alguien a quien acaba de derribar sí es susceptible de interpretarse como una agresión antijurídica, en la medida en que revela el comienzo de ejecución de una conducta delictiva (tentativa). Por eso, mientras en el primer caso la legítima defensa es inadmisible, resulta perfectamente válida en el segundo.
Si se acepta que la valoración de una conducta depende de lo que ella comunique20, entonces la calificación que se haga de una agresión como real o irreal debe obedecer al mismo parámetro. En el ámbito social, la realidad no se reduce a lo ontológico21; si así fuera no existirían las personas (ni naturales ni jurídicas), ni el Estado, ni el delito mismo; solo habría individuos y naturaleza, cuyas relaciones estarían regidas por la necesidad. Conceptos como los de agresión o ilicitud no son ontológicos (en realidad ningún concepto lo es), sino que constituyen formas simbólicas y consensuadas de denominar lo que un comportamiento comunica. Por eso el significado de una conducta depende de cómo se la interprete a partir de unos parámetros de común aceptación; ese es el fundamento de la muy socorrida figura del hombre medio, que describe la forma como cualquier persona se comportaría (o debería hacerlo, si se alude a sus variantes de hombre prudente o pater familias) en determinada situación.
Cuando vemos que en medio de un altercado callejero alguien desenfunda un arma de fuego, la dirige hacia la cabeza de una persona y se dispone a apretar el gatillo, interpretamos esa conducta como el comienzo de un atentado contra la integridad personal, como una tentativa de homicidio. En la medida en que eso es lo que dicha conducta comunica, la interpretación que de ella se hace conforme a los parámetros de común aceptación constituye una realidad apta para producir interacción social, como podría ser la intervención de un oficial de policía para desarmar al sujeto o la de la propia víctima reaccionando con la celeridad suficiente para causarle la muerte al agresor. La circunstancia de que después de culminado el episodio se establezca que el arma era de juguete no cambia en nada la situación, porque la vida en sociedad no se reduce a una relación aséptica con el mundo ontológico, sino que está edificada sobre la interpretación consensuada de las conductas de sus integrantes; el eje de la vida en comunidad es la comunicación.
Lo anterior significa que si desde una perspectiva ex ante una conducta es susceptible de interpretarse como una indebida forma de ataque a un bien jurídico, no solo puede ser calificada como una tentativa sino –en el contexto de la legítima defensa– como una agresión ilícita. Como la referencia a la idoneidad de la conducta en la tentativa solo tiene sentido desde una perspectiva ex ante (ex post todas las tentativas son inidóneas22), su calificación como tal depende de que la conducta hubiera podido ser interpretada como una indebida forma de ataque al bien jurídico, lo que no ocurriría, por ejemplo, en el caso de quien clava alfileres en un muñeco de trapo con el expreso propósito de causarle la muerte al enemigo que la figura representa.
Aplicar estas consideraciones al supuesto de hecho mencionado en un párrafo anterior lleva a admitir que la conducta de quien fue abatido cuando se disponía a accionar un arma de fuego contra alguien constituyó una agresión ilícita23, frente a la que la víctima o un tercero estaban autorizados a reaccionar, aun cuando posteriormente se estableciera que el arma era de juguete o estaba descargada24. Si de acuerdo con la concepción dominante esa conducta es constitutiva de una tentativa (inidónea) punible25, es decir, si se trata de un comportamiento que autoriza al Estado a procesar y condenar a su autor, resulta difícil de entender que cuando se analiza ese mismo comportamiento desde la perspectiva de la legítima defensa se asegure que no constituyó una agresión ilícita.
Para poder afirmar que algo que ocurre en el mundo natural configura una “agresión” y que además ella es “injusta”, es indispensable que el observador realice una valoración de ese acontecimiento ontológico. Y esto solo es posible si cuenta con códigos de interpretación comunes (en este caso la significación gramatical y jurídica de las expresiones “agresión” e “injusta”), que le permitan entender el significado de la secuencia causal que percibe. En cuanto esa interpretación tiene lugar, el concepto de realidad cambia, porque deja de ser meramente ontológico (pura causalidad) para convertirse en valorativo; esa transformación es importante por cuanto la vida social no está regida por la pura necesidad (como sí ocurre en la naturaleza), y puesto que permite entender que la realidad social, construida a partir de la interpretación que caracteriza la comunicación consensuada, es mucho más amplia que la realidad ontológica.
En cuanto el derecho solo tiene sentido dentro de una comunidad organizada, no opera sobre la realidad reducida de lo ontológico, sino sobre una realidad comunicativamente ampliada. Un simio que presencia el momento en que un adolescente toma de un bolso ajeno un fajo de dólares percibe el mismo acontecer causal que un ser humano. Pero si ese ser humano no vive en estado natural, sino que forma parte de una comunidad social, percibe algo más que el simio: ve un hurto. Esa particular apreciación responde a una interpretación de la realidad ontológica que también transcurrió frente a los ojos del simio, pero que únicamente puede hacerse con base en códigos de comunicación compartidos. Solo así la persona puede entender que el dólar es algo más que papel con dibujos de color, que hay cosas ajenas y propias, e incluso que el adolescente tiene capacidad de culpabilidad y que está desarrollando una conducta delictiva. Nada de esto fue percibido por el simio que presenció el mismo acontecimiento natural, porque mientras él interpretaba esa realidad natural con sus propios códigos de comunicación (los animales también los tienen), el ciudadano lo hizo con base en los parámetros que rigen la vida en sociedad. Dicho de una forma más simple, quien percibe la realidad siempre la modifica26.
Quienes sostienen que una de las características que debe tener la agresión es la de ser real27, y con base en ello afirman que la tentativa inidónea no lo es y, por consiguiente, no autoriza a reaccionar frente a ella en legítima defensa28, trabajan con un concepto de realidad ontológico, ajeno a la realidad social; en otras palabras, valoran desde una perspectiva jurídica (que trasciende la ontológica) unos hechos a los que les niegan su trascendencia más allá de lo ontológico, con lo cual mezclan de manera inadecuada dos mundos: el de la realidad social (se sitúan en él para decidir lo que es delito) con el de la realidad natural (confinan en él la conducta sobre la que deciden).
Esta inconsistencia lleva a otras más. En el caso de quien, amenazando con un arma de fogueo a su víctima, la obliga a entregarle su dinero, ¿aquel comete un delito de hurto, que además es agravado por el uso del arma de fuego? Quienes responden afirmativamente a esta pregunta29 lo hacen argumentando que, si bien el arma es inidónea para causar lesiones o muerte, sí es apta para intimidar a las víctimas, lo cual es evidente con solo ver el desenlace de la conducta descrita. Frente a esta propuesta de solución cabe preguntarse: ¿cómo puede intimidar un arma que no es idónea para causar daño a la integridad personal? La única respuesta posible es que, desde una perspectiva ex ante, las víctimas se sienten intimidades porque no podían saber si el arma funcionaba o no; como, dadas sus características externas, interpretaron que era auténtica, se asustaron y prefirieron entregar sus pertenencias para evitar un daño a su integridad física.
Desde mi punto de vista, esa respuesta es correcta; pero lo es porque explica la conducta de las víctimas no con base en una realidad ontológica (el arma es de fogueo), sino con fundamento en una realidad comunicativamente ampliada a través de la interpretación que de ella se hace con base en códigos compartidos al interior de una sociedad. Pero a partir de esa respuesta todavía cabe formular una pregunta más: si la visión ampliada de la realidad (la intimidación que ex ante provocó el arma de fogueo) produce el efecto jurídico de calificar la conducta del autor como un hurto agravado, es decir, como una indebida forma de ataque a un bien jurídico, ¿por qué no puede producir el efecto jurídico de justificar la reacción de la víctima frente a ella, si ya se la calificó como una indebida forma de ataque al bien jurídico? A mi modo de ver, la respuesta correcta a esta pregunta debe ser en el sentido de admitir que el comportamiento descrito produce efectos jurídicos no solo para ser considerado como un hurto agravado, sino también para que se lo aprecie como una agresión injusta frente a la cual es válida una reacción en legítima defensa.
Es curioso que se suela admitir que frente a supuestos de hecho como el descrito es viable la legítima defensa, pero solo en relación con el patrimonio económico y no respecto de la integridad personal, siempre sobre el supuesto de que la conducta era inidónea para afectar este último bien jurídico30. Me resulta llamativo, porque ese planteamiento desconoce que el ataque al patrimonio económico fue posible solo porque las víctimas accedieron a entregar sus pertenencias para evitar el daño que con el arma de fogueo (que ex ante ellas percibían como auténtica) les podía causar el agresor. Si en el análisis del caso se prescinde del uso del arma (o se les advierte a las víctimas que se trata de un juguete), estaríamos frente al caso de una persona que le pide a otra que le entregue sus pertenencias, sin ejercer contra ella ninguna clase de presión o intimidación para conseguirlo, lo que difícilmente podría configurar una conducta delictiva.
Quienes aceptan en estos casos la legítima defensa únicamente frente a la agresión al patrimonio económico todavía tienen un interrogante más por resolver: ¿la proporcionalidad de la reacción debe ser valorada asumiendo que el arma de fuego es auténtica (como se aprecia ex ante) o admitiendo que es de fogueo (como se determinó ex post)? La respuesta no es fácil; si la reacción debe tomar en cuenta la existencia de un arma real, entonces sería justificable una respuesta muy fuerte –que incluso abarca la muerte del ladrón–, que solo podría explicarse como una defensa de la propia vida, y no del patrimonio. Si, por el contrario, se opta por decir que la reacción debe medirse frente a un arma de fogueo31, entonces lo cuestionable no es la proporcionalidad de la defensa, sino la existencia de una agresión frente a la que puede ejercerse esta justificante. Esto es así porque si dentro del análisis de la legítima defensa se asume que el arma era de fogueo no se requiere llegar al requisito de la proporcionalidad dado que –según la opinión dominante– una conducta inidónea no da lugar a una agresión ilegítima.
El problema de esta propuesta es que si no hay agresión y la persona reacciona afectando un bien jurídico de quien porta el arma de fogueo (lesionándolo, por ejemplo), sería ella quien estaría cometiendo un delito. Pese a su generalización, esta parece la solución más compleja desde el punto de vista teórico: se afirma que la agresión ilegítima existe para justificar la reacción de la víctima solo frente al patrimonio económico (aunque este solo se pone en peligro a través de la amenaza a la integridad de las víctimas por el uso del arma), pero para analizar la proporcionalidad de la reacción quien se defiende debe tener en cuenta que el arma es de fogueo, es decir, debe asumir que ella era inidónea para afectar su integridad personal, lo que según la doctrina dominante la torna en incapaz de ser considerada como una agresión. Con esta propuesta, la agresión injusta existe o desaparece según el elemento de la legítima defensa que se analice.
Similares consideraciones pueden hacerse en relación con la llamada defensa putativa, sobre cuya ubicación sistemática las opiniones suelen estar divididas entre quienes la tratan como una hipótesis de error de tipo y los que la consideran una modalidad de error de prohibición32. En lo que parece haber acuerdo doctrinal y jurisprudencial es en que la defensa putativa no debe ser considerada como una modalidad de legítima defensa porque la agresión que podría dar lugar a ella es tan solo una apariencia de peligro y no un peligro real33, diferenciación que descansa sobre un concepto de realidad reducido al mundo de lo ontológico. Desde esta perspectiva hablar de un peligro real es una contradicción, porque el peligro es un juicio de valor que se refiere a la probabilidad de que en un futuro pueda presentarse una situación que apreciamos como desfavorable. Más que algo que existe en el mundo de lo natural, es una interpretación de lo que podría ocurrir a partir de lo que percibimos, siempre con base en códigos compartidos al interior de la comunidad social.
Cuando se admite, como usualmente se hace, que el error invencible sobre el presupuesto objetivo de una justificante elimina la tipicidad34, se acepta que una “apariencia” tiene capacidad para incidir en un concepto ampliado de realidad (en un sentido social-comunicativo) y para generar efectos jurídicos. Con la misma lógica debería admitirse que esa “apariencia” de agresión afecta un concepto ampliado de realidad en la medida en que permite que un comportamiento sea valorado como peligroso y, por consiguiente, puede producir el efecto jurídico de considerar legítima la reacción defensiva frente a él. Así como se estima que interpreta correctamente la realidad quien causa la muerte de una persona porque dispara sobre ella creyendo (como cualquiera en su lugar lo hubiera hecho) que es un espantapájaros, debería admitirse que interpreta correctamente la realidad quien mediante un disparo mata a una persona porque entiende como una agresión un gesto suyo (como cualquiera en su lugar lo habría hecho). La consecuencia de interpretar correctamente una conducta como lícita (disparar contra un espantapájaros) lleva a que jurídicamente se la valore como permitida (no susceptible de imputación objetiva); la consecuencia de interpretar correctamente una conducta ajena como agresión injusta debe llevar a que jurídicamente esa persona esté excepcionalmente facultada para repelerla, en virtud de una legítima defensa.
De las anteriores consideraciones puede extraerse una última consecuencia. Si desde una perspectiva ex ante esa conducta puede ser válidamente interpretada como una agresión ilícita que justificaría tanto la aplicación de una sanción penal a su autor como la reacción contra él en legítima defensa, entonces no cabe hablar de ningún error en el comportamiento de quien se defiende. No lo hay porque en un contexto social (único en el que son concebibles el delito y el derecho) la agresión ilícita existió; por lo tanto, los casos que la doctrina califica como de error invencible sobre los presupuestos objetivos de una justificante (como en la llamada defensa putativa) no son técnicamente errores que excluyen la tipicidad; se trata de hipótesis en las que la persona interpreta correctamente la realidad (como cualquiera en su lugar lo habría hecho, para expresarlo con una fórmula habitual), de tal manera que frente a lo que constituye una agresión ilícita real el afectado puede actuar de manera justificada35.