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Cinco

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La luz del sol del mediodía entraba a raudales por la ventana del dormitorio de Juliette. A pesar del brillo, hoy el día estaba fresco, uno de esos fríos que alentaba a las rosas del jardín a enderezarse un poco más, como si no pudieran permitirse perder un solo segundo del calor que se filtraba a través de las nubes.

—¡No puedo creer lo de Tyler —Juliette fumaba al tiempo que se paseaba por su habitación—. ¿Quién se cree que es? ¿Ha estado intimidando a todo mundo durante los últimos cuatro años?

Rosalind y Kathleen arrugaron el rostro desde la cama de Juliette, donde Rosalind estaba trenzando el cabello de Kathleen. El gesto equivalía a una confirmación.

—Tyler no tiene influencia real en la pandilla —intentó apaciguarla Kathleen—. No te preocupes por él… ¡ayay, Rosalind!

—Deja de moverte y tal vez no me vea obligada a hacerlo tan fuerte —respondió Rosalind en un tono plano—. ¿Quieres que te haga dos trenzas idénticas o prefieres dos trenzas desi­guales?

Kathleen se cruzó de brazos, resoplando. Lo que fuera que estuviera diciendo a Juliette hacía un momento ahora parecía completamente olvidado.

—Ya verás cuando aprenda a trenzar mi cabello. Entonces dejarás de tener poder sobre mí.

—Llevas cinco años dejándote crecer el cabello, mèimei. Simplemente admite que te parece que mi estilo de trenzado es superior.

En ese momento, se oyó un leve sonido justo afuera de la puerta del dormitorio. Juliette frunció el ceño y escuchó con atención mientras Kathleen y Rosalind continuaban en lo suyo, sin indicios de que hubieran escuchado el mismo ruido.

—Por supuesto que tu estilo de trenzado es superior. Mientras estabas aprendiendo a arreglarte con estilo y a comportarte como una dama, yo aprendía a ejecutar un swing de golf y a estrechar manos de forma impetuosa.

que los tutores eran unos idiotas llenos de prejuicios en lo concerniente a tu educación. Pero lo único que te pido ahora es que dejes de retorcerte

—Oigan, oigan, silencio —susurró velozmente Juliette y cruzó con firmeza un dedo sobre sus labios. Había escuchado pasos. Pasos que se habían detenido, probablemente con la esperanza de captar fragmentos sueltos de alguna conversación.

Mientras que la mayoría de las mansiones de los jefes de renombre se asentaban a lo largo de la calle Bubbling Well en el centro de la ciudad, la casa Cai se ubicaba discretamente en el propio límite de Shanghái; era un esfuerzo por evitar los ojos vigilantes de los extranjeros que ahora gobernaban la ciudad, y a pesar de su singular ubicación, era el centro de actividades de la Pandilla Escarlata. Cualquiera que tuviera importancia en la red podía llegar a tocar esta puerta cuando dispusiera del tiempo, a pesar de que los Cai poseían innumerables residencias más pequeñas en el corazón de la ciudad.

En medio del silencio, volvieron a sonar unos pasos, que ahora avanzaban. Es verdad que importaba poco si las criadas, las tías y los tíos pasaran a cada minuto intentando escuchar a escondidas: Juliette, Rosalind y Kathleen siempre hablaban en un veloz inglés cuando estaban solas las tres, y muy pocas personas en la casa tenían la capacidad lingüística para actuar como espías. Aun así, era algo irritante.

—Creo que ya se fueron —dijo Kathleen después de un rato—. De todos modos, antes de que Rosalind me distrajera —le lanzó a su hermana una fingida mirada de ira para dar énfasis a sus palabras—, mi punto era que Tyler no es otra cosa que un simple fastidio. Déjenlo decir lo que quiera. La Pandilla Escarlata es lo suficientemente fuerte como para dejarlo al margen.

Juliette suspiró profundamente.

—De todos modos me preocupa —se acercó a las puertas de su balcón. Cuando apoyó los dedos sobre el cristal, el calor de su piel empañó la superficie que de inmediato se convirtió en pequeños puntos: cinco puntos idénticos donde había dejado su marca—. No llevamos un registro formal, pero las bajas a raíz de la guerra entre clanes siguen en aumento. Ahora, con la aparición de esta extraña locura, ¿cuánto tiempo pasará antes de que nos quedemos sin la suficiente cantidad de integrantes para seguir operando?

—Eso no va a pasar —aseguró Rosalind, terminando las trenzas—. Shanghái está bajo nuestro control.

—Shanghái estaba bajo nuestro control —la interrumpió su hermana. Kathleen soltó un bufido y señaló un mapa de la ciudad que Juliette había desplegado sobre su escritorio—. Ahora los franceses controlan la Concesión Francesa. Los británicos, los estadounidenses y los japoneses tienen el Asentamiento Internacional. Y nosotros estamos luchando contra los Flores Blancas por un dominio estable en el resto del mapa, lo cual es una hazaña en sí misma considerando las pocas zonas en manos de los chinos que han quedado…

—Ay, déjalo ya —Rosalind soltó un gemido, fingiendo que estaba a punto de sufrir un desmayo. Juliette tuvo que reprimir una risita cuando Rosalind se pasó una mano por la frente y se dejó caer de nuevo en la cama—. Has estado escuchando demasiada propaganda comunista.

Kathleen frunció el ceño.

—No es verdad.

—Al menos admite que tienes simpatías comunistas, no lo niegues.

—No están equivocados —replicó Kathleen—. Esta ciudad ya dejó de ser china.

—¿Y a quién le importa? —Rosalind de repente lanzó una patada, usando el impulso para incorporarse, sentándose tan rápido que su cabello recién peinado le rozó los ojos—. Toda fuerza armada en esta ciudad tiene una lealtad ya sea hacia la Pandilla Escarlata o hacia los Flores Blancas. Es ahí donde reside el poder. No importa cuánta tierra perdamos ante los extranjeros, los gánsteres son la fuerza más poderosa en esta ciudad, no los blancos llegados del extranjero.

—Hasta que los blancos llegados del extranjero comiencen a desplegar su propia artillería —murmuró Juliette. Se alejó de las puertas del balcón y caminó de regreso hacia su tocador, deteniéndose junto al sillón largo. Casi sin pensarlo, extendió la mano, pasando el dedo por el borde del jarrón de cerámica que estaba junto a sus cosméticos. Allí solía haber un jarrón chino azul y blanco, pero las rosas rojas no combinaban con los espirales de porcelana, por lo que se había hecho el cambio por un diseño occidental.

Habría sido mucho más fácil si los Escarlatas hubieran expulsado a los extranjeros, los hubieran ahuyentado con plomo y amenazas de muerte en el momento en que sus barcos y sus artículos de lujo atracaron en El Bund. Incluso ahora, los gánsteres todavía podían unir fuerzas con los extenuados trabajadores de las fábricas y apoyar sus boicots. Juntos, si así lo quisiera la Pandilla Escarlata, podrían desplazar a los extranjeros… pero no lo harían. La Pandilla Escarlata se estaba beneficiando enormemente. Necesitaban esta inversión, esta economía, esas carretadas de dinero que llenaban sus arcas y los mantenían a flote.

A Juliette le dolía pensar en ello. En su primer día después de regresar, se detuvo frente al Jardín Público, vio un letrero que decía NO SE ADMITEN CHINOS y comenzó a reír. ¿Quién en su sano juicio prohibiría a los chinos entrar en un espacio dentro de su propio país? Sólo más tarde comprendió que no se trataba de una broma. Los extranjeros realmente se consideraban lo suficientemente poderosos para hacer cumplir sus reglas en los espacios que estaban reservados para la Comunidad Extranjera, razonando que los fondos extranjeros que invertían en los parques recién construidos y en los bares clandestinos recién abiertos justificaban su dominio.

A cambio de riquezas temporales, los chinos estaban permitiendo que los extranjeros dejaran marcas permanentes en su tierra, y los extranjeros estaban sintiéndose cada vez más cómodos con su nueva posición. Juliette temía que las cosas dieran un vuelco por completo algún día, y que la Pandilla Escarlata comprendiera de repente que se había quedado al margen de todo.

—¿Pero qué te pasa?

Juliette volvió de pronto al momento presente, usando el espejo de tocador para mirar a Rosalind.

—¿Qué?

—Por tu expresión parecía que estuvieras planeando un asesinato.

Se escuchó un golpe en la puerta del dormitorio de Juliette antes de que ella pudiera responder, lo que la obligó a voltear por completo. Ali, una de las criadas, abrió la puerta y apareció en el umbral, pero se quedó inmóvil, renuente a dar un paso al interior del recinto. Ninguno de los integrantes del personal de la casa sabía cómo tratar con Juliette. Ella era demasiado atrevida, demasiado descarada, demasiado occidental, mientras que ellos eran demasiado nuevos, demasiado inseguros, nunca estaban cómodos. El personal doméstico rotaba todos los meses por motivos prácticos. Esto le evitaba a los Cai conocer sus historias, sus vidas, sus relatos personales. En un abrir y cerrar de ojos, su mes de trabajo había concluido y se les indicaba la puerta de salida por su propia seguridad, cortando así los lazos que habrían unido a Lord y Lady Cai con un creciente número de personas.

—Xiăojiĕ, hay un visitante abajo —dijo Ali en voz baja.

No siempre había sido así. Tiempo atrás, habían tenido un grupo de personas fijas que se encargaba del trabajo doméstico y que se mantuvo durante los primeros quince años de vida de Juliette. Alguna vez, Juliette contó con la compañía de una niñera, a quien llamaba Nana y Nana arropaba a Juliette y le contaba las historias más conmovedoras de tierras desérticas y bosques exuberantes.

Juliette extendió la mano y sacó una rosa roja del jarrón. En el momento en que cerró las manos alrededor del tallo, las espinas le pincharon la palma, pero a duras penas sintió la punzada, incapaz de hacer mella en los callos que protegían su piel, de penetrar en los años que había pasado endureciendo cualquier parte de su ser que podría considerarse “delicada”.

Al principio Juliette no lo había entendido. Cuatro años atrás, mientras se encontraba de rodillas en los jardines, recortando sus rosales con unos gruesos guantes que le cubrían las manos, no había comprendido por qué la temperatura a su alrededor había subido tan intensamente, por qué sonaba como si todo el terreno de la mansión Cai se hubiera estremecido con… una explosión.

Le rechinaban los oídos: primero con los remanentes de ese horrible y fuerte sonido, luego con los gritos, el pánico y los lamentos que llegaban desde la parte trasera, donde estaba la casa que ocupaban los sirvientes. Cuando se apresuró a acercarse, vio escombros. Vio una pierna. Un charco de sangre. Alguien había estado de pie justo en el umbral de la puerta principal cuando el techo se derrumbó. Alguien con un vestido que se parecía a los que usaba Nana, con la misma tela de la que Juliette siempre jalaba cuando era niña, porque era lo único que lograba alcanzar con sus manos para llamar la atención de Nana.

En el camino hacia la casa de los sirvientes quedó una única flor blanca. Cuando Juliette se quitó los guantes y la recogió, con los oídos zumbando y la mente completamente aturdida, sus dedos encontraron una nota pegada con alfileres, escrita en ruso, en letra cursiva, sangrando con tinta cuando la desdobló.

Mi hijo envía sus saludos.

Ese día fueron transportados tantos cuerpos al hospital. Cadáveres sobre cadáveres. Los Cai habían estado siendo mesurados, pacíficos, habían decidido paliar el odio ancestral cuya causa se había ido olvidando con el paso del tiempo; entonces conocieron a dónde los había conducido su manera de actuar: a la muerte llevada directamente a la puerta de su casa. A partir de ese acontecimiento, la Pandilla Escarlata y los Flores Blancas comenzaron a intercambiar disparos en cuanto se veían, protegiendo y defendiendo los límites territoriales como si su honor y reputación dependieran de ello.

—¿Xiăojiĕ?

Juliette cerró los ojos con fuerza, dejó caer la rosa y se pasó una mano fría por la cara hasta que logró difuminar todos los recuerdos que amenazaban con hacer erupción. Cuando volvió a abrir los ojos, su mirada estaba apagada, desin­teresada mientras se inspeccionaba las uñas.

—¿Y? —dijo ella—. No atiendo a los visitantes. Busca a mis padres.

Ali se aclaró la garganta y luego pasó las manos por el áspero dobladillo de su blusa de botones.

—Sus padres están fuera. Entonces puedo ir a buscar a Cai Tailei…

—No —contestó Juliette con rudeza. De inmediato lamentó el tono de voz empleado al ver la expresión mortificada de la criada. De todo el personal de la casa, Ali era la única que trataba a Juliette con el mínimo nivel de precaución. No merecía recibir sus gritos.

Juliette intentó sonreír.

—Deja tranquilo a Tyler. Probablemente sea Walter Dexter quien está abajo. Yo iré.

Ali inclinó la barbilla respetuosamente, luego se apresuró a alejarse antes de que la joven volviera a enfadarse. Juliette supuso que daba una impresión equivocada al personal de la casa. Ella haría cualquier cosa por la Pandilla Escarlata. Se preocupaba por su bienestar y su política, sus coaliciones y alianzas con las empresas comerciales y los inversores.

Pero no tenía tiempo para hombres insignificantes como Walter Dexter, que se consideraban tremendamente importantes sin tener la capacidad de respaldar tal afirmación. No tenía ningún deseo de ocuparse de las diligencias que su padre no quería hacer. Aquello estaba lejos de ser el negocio despiadado en el que esperaba ser involucrada cuando finalmente la convocaron de regreso. Si hubiera sabido que Lord Cai la dejaría fuera de la guerra entre clanes, fuera de la beligerancia que de manera paralela tenía lugar en el escenario político, tal vez no se habría apresurado a hacer sus maletas y derramar todo el contenido de su reserva de alcohol cuando se marchó de Nueva York.

Después del ataque que mató a Nana, Juliette había sido enviada a Nueva York por seguridad y había tenido que dejar hervir a fuego lento su resentimiento durante cuatro largos años. No era ésa su naturaleza. Habría preferido quedarse y reafirmar su presencia en el territorio por su cuenta, luchar con el mentón erguido. A Juliette Cai se le había enseñado a no huir, pero sus padres, como suelen ser todos los padres, eran unos hipócritas y la habían obligado a escabullirse, la habían obligado a permanecer al margen de la guerra entre clanes, la habían forzado a convertirse en alguien alejada del peligro.

Y ahora estaba de regreso.

Rosalind emitió un ruido gutural mientras Juliette se colocaba un abrigo sobre el vestido.

—Ahí está de nuevo.

—¿Qué cosa?

—Esa expresión asesina —dijo Kathleen sin levantar la mirada de su revista.

Juliette puso los ojos en blanco.

—Creo que simplemente es mi expresión de reposo.

—No, tu expresión de reposo es ésta.

Rosalind imitó la expresión más disparatada que logró inventar, con los ojos desorbitados y la boca muy abierta, balanceándose en círculos sobre la cama. En respuesta, Juliette le arrojó una pantufla, lo que provocó risitas de parte de Kathleen.

—Shuu —la reprendió Rosalind, con un golpe lanzando lejos el calzado y conteniendo la risa—. Ve a atender tus deberes.

Juliette ya iba de salida, haciendo una seña obscena por encima del hombro. Mientras caminaba lenta y pensativamente por el pasillo del segundo piso, mordiéndose las uñas astilladas, se detuvo frente a la oficina de su padre para acomodarse un zapato que no le ajustaba bien desde que se había atascado en la tapa de un desagüe.

Luego se quedó paralizada, con la mano sobre el tobillo. Alcanzó a escuchar voces provenientes de la oficina.

—Ah, disculpen —gritó Juliette, abriendo la puerta de una patada con su zapato de tacón alto—. La criada dijo que ambos estaban fuera.

Sus padres levantaron la cabeza de inmediato, parpadeando visiblemente. Su madre estaba de pie detrás del hombro de su padre; una mano descansaba sobre el escritorio y la otra sobre un documento frente a ellos.

—El personal dice lo que queremos que ellos digan, qīn’ài de —explicó Lady Cai. Hizo un movimiento rápido con los dedos en dirección a Juliette—. ¿No tienes un visitante que atender abajo?

Resoplando, la joven cerró la puerta de nuevo, mirando con furia a sus padres. Apenas le hicieron caso. Simplemente volvieron a su conversación, asumiendo que Juliette se marcharía.

—Ya hemos perdido a dos hombres, y si los rumores son ciertos, caerán más antes de que podamos determinar con exactitud qué lo está provocando —dijo su madre en voz baja, reanudando la conversación anterior. Lady Cai siempre sonaba diferente en shanghainés que en cualquier otro idioma o dialecto. Era difícil verbalizar exactamente qué era, acaso una cierta sensación de calma, incluso si el tema conllevaba una terrible ráfaga de emoción. Esto era lo que significaba hablar tu lengua materna, supuso Juliette.

Ella no estaba realmente segura de cuál era su propia lengua materna.

—Los comunistas están exultantes de alegría. Zhang Gutai ya no necesitará un megáfono para el reclutamiento. —su padre era todo lo contrario. Veloz y agudo. Aunque los tonos del shanghainés provenían completamente de la boca en lugar de la lengua o la garganta, de alguna manera lograba hacer que reverberaran diez veces dentro de sí antes de proyectar el sonido—. Con la gente cayendo como moscas, las inversiones capitalistas dejan de crecer, las fábricas se convierten en caldos de cultivo para la revolución. El desarrollo comercial de Shanghái se frena abruptamente.

Juliette adoptó un gesto de agobio y se alejó de prisa de la puerta de la oficina de su padre. Por mucho que él lo hubiera intentado a través de sus cartas, a Juliette nunca le había importado mucho quién era quién en el gobierno, a menos, claro, que sus actividades tuvieran algún efecto directo en los negocios Escarlatas. Lo único que le importaba era la Pandilla, los peligros y las tribulaciones inmediatas a las que se enfrentaban en el día a día. Lo cual significaba que en sus maquinaciones, a la mente de Juliette le gustaba gravitar hacia los Flores Blancas, no hacia los comunistas. Pero si en verdad eran ellos quienes habían desencadenado la locura en esta ciudad, como su padre parecía sospechar, también los comunistas estaban matando a su gente, y ella no iba a quedarse de brazos cruzados. Después de todo, esta mañana su padre no se había desentendido de las muertes para concentrarse en la política. Quizás en este caso lo uno y lo otro estaban íntimamente relacionados.

Tiene sentido que los comunistas puedan ser los responsables de la locura, pensó Juliette mientras bajaba las escaleras hacia el primer piso.

¿Pero cómo podrían lograr tal proeza? La guerra civil no era una novedad. Este país pasaba más tiempo sumido en el caos político que en períodos de paz. Pero algo que hacía que personas se desgarraran la garganta estaba ciertamente lejos de cualquier guerra biológica que Juliette hubiera estudiado.

Juliette saltó al último tramo de la escalera.

—¡Hola! —gritó—. ¡Estoy aquí! ¡Pueden hacer la reverencia! —entró en la sala de estar y, con cierto sobresalto, encontró a un extranjero sentado en uno de los sofás. No era el molesto comerciante británico, pero sí era alguien que se parecía mucho, sólo que más joven, más o menos de la edad de ella.

—Me abstendré de hacer la reverencia, si le parece —dijo el extranjero, curvando los labios hacia arriba. Se puso de pie y extendió la mano—. Me llamo Paul. Paul Dexter. Mi padre no podía venir hoy, así que me envió en su lugar.

Juliette ignoró la mano extendida. Pésimos modales de etiqueta, notó de inmediato. Según las reglas de la sociedad británica, una dama siempre tenía el privilegio de ofrecer el apretón de manos. No es que le importara la etiqueta británica, ni cómo la alta sociedad definía lo que era una dama, pero detalles tan minúsculos apuntaban a una falta de formación adecuada, de manera que Juliette archivó esa información en su cabeza.

Y realmente el joven debería haberse inclinado.

—¿Debo asumir que se encuentra aquí por la misma solicitud? —preguntó Juliette, alisándose las mangas del vestido.

—Así es —Paul Dexter retiró la mano sin ningún rencor. Su sonrisa era un cruce entre la de una estrella de Hollywood y la de un payaso sin talento—. Mi padre puede prometerle que tenemos más lernicrom que cualquier otro comerciante que navegue hacia esta ciudad. No encontrará mejores precios en otro sitio.

Juliette emitió un suspiro, esperando a que pasaran unos cuantos primos y tíos que circulaban por la sala de estar. Mientras el grupo pasaba, el señor Li colocó una mano sobre el hombro de la joven y dijo afablemente al visitante.

—Buena suerte, chico.

Juliette le mostró la lengua. El señor Li sonrió, arrugando todo su rostro, luego sacó un pequeño caramelo y extendió su palma para que Juliette lo tomara. Ella ya no era una niña de cuatro años ansiosa de comer dulces hasta que le dolieran las muelas, pero de todos modos lo recibió, introduciendo el caramelo en la boca mientras su tío se alejaba.

—Por favor tome asiento, señor Dexter…

—Llámeme Paul —interrumpió, sentándose en el largo sofá—. Somos una nueva generación de gente moderna y el señor Dexter es mi padre.

Juliette, a duras penas logró reprimir una expresión de desdén. En lugar de hacerlo, mordió con fuerza el caramelo y luego se dejó caer en un sillón perpendicular a Paul.

—Desde hace un buen tiempo admiramos a los Escarlatas —continuó diciendo Paul—. Mi padre tiene grandes esperanzas en una provechosa colaboración.

Un visible estremecimiento recorrió el cuerpo de Juliette ante la familiaridad con la que Paul empleaba el término “Escarlatas”. Como nombre, la Pandilla Escarlata sonaba mucho mejor en chino. Se llamaban a sí mismos hóng bāng, las dos sílabas giraban juntas en un rápido chasquido de vocales. Tal nombre entraba y salía a través de las lenguas Escarlatas como un látigo, y quienes no sabían cómo tratarlos correctamente terminaban siendo aplastados.

—Le daré la misma respuesta que le dimos a su padre —dijo Juliette. Elevó las piernas levemente apoyándolas en el reposabrazos y las capas de su vestido cayeron hacia un lado dejando a la vista parte de sus muslos. Los ojos de Paul siguieron el movimiento. Ella percibió cómo la ceja del joven se movía con la visión de su largo y pálido muslo—. No estamos aceptando nuevas líneas de negocios. Estamos ya bastante ocupados con nuestros clientes actuales.

Paul fingió decepción. Se inclinó hacia delante, como si pudiera persuadirla con el mero contacto visual. Todo lo que logró fue que Juliette notara que no se había cepillado bien para disolver un grumo de gel de su cabellera rubia.

—No sea así —dijo—. He oído decir que hay una empresa rival que podría mostrarse más entusiasmada con la oferta…

—Entonces tal vez lo mejor sea que haga negocios con ellos —sugirió Juliette, enderezándose de repente. Él estaba tratando de que ella lo escuchara con mayor atención sugiriendo que llevaría su propuesta a los Flores Blancas, pero eso a ella le importaba poco. Walter Dexter era un cliente que querían perder—. Me alegra que pudiéramos resolver este asunto tan pronto.

—Espere, no…

—De modo que adiós… —Juliette simuló que estaba pensando—. ¿Peter? ¿Paris?

—Paul —rectificó él con un gesto amargo.

Juliette esbozó una sonrisa, no muy diferente a la expresión disparatada que Rosalind había estado imitando antes.

—Cierto. ¡Adiós!

La joven se puso en pie de un salto y atravesó veloz la sala de estar hacia la entrada principal. En un abrir y cerrar de ojos, sus dedos se habían posado sobre el pesado aldabón y estaba jalando para abrir la puerta, ansiosa por deshacerse del visitante británico.

Paul, en honor a la verdad, se recuperó rápidamente. Se acercó a la puerta e hizo una reverencia.

Por fin, algo de modales.

—Muy bien.

Salió del sitio y ya sobre el porche se dio la vuelta para mirar a Juliette.

—¿Puedo hacer una solicitud, señorita Cai?

—Ya le dije que…

Paul sonrió.

—¿Puedo verla de nuevo?

Juliette cerró de un portazo.

—De ninguna manera.

Placeres violentos

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