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LAS TECNOCIENCIAS Y SU SÍNTOMA

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¿Qué son hoy las tecnociencias? Existe una multiplicidad de campos en la ciencia actual, y las tecnociencias han venido a designar la serie de ciencias que se fundan y se ordenan tomando como paradigma fundamentalmente a la genética, a la biología, a la informática y a las ciencias de la información. Las neurociencias son la traducción de la tecnociencia en el campo «psi», y ahí, en efecto, es donde se reduce de manera más radical el saber al objeto de conocimiento o a la información. Es un problema, por ejemplo, plantearse la pregunta —que mucha gente se plantea desde el campo de la ciencia— «¿sabe un ordenador?» o bien «¿recuerda algo un ordenador?». Porque el hecho de que tenga una memoria no quiere decir que recuerde algo y pueda entonces olvidarlo. El recuerdo supone un sujeto y, como dice Freud, supone siempre que un recuerdo sea encubridor de algo. Lacan decía en los años cincuenta, cuando vio aparecer las ciencias computacionales y las neurociencias cada vez más ordenadas según este modelo, que el día que un ordenador fingiera engañarle ese día supondría que allí hay un sujeto y no que se habría estropeado o que tuviera un error. Que el Otro haga apariencia de engañarme, es un hecho que supone una subjetividad en algún lugar. Si eso sucediera en un ordenador u otra máquina, seguramente el primer signo en el sujeto sería la angustia, el signo de que hay otro sujeto en algún lado, «un alien», haciendo signo de que hay un sujeto vinculado con un saber, no con una información o un conocimiento.

Esto es fundamental, porque un síntoma —un síntoma como una fobia, como una neurosis obsesiva, un síntoma histérico, incluso un delirio psicótico— es un signo de que hay un sujeto supuesto al saber. Es muy diferente leer un delirio psicótico con la perspectiva de que hay un sujeto supuesto articulado en ese saber a pensarlo como una alteración de la información del sistema nervioso. La forma de tratamiento será, en efecto, muy distinta.

Finalmente hay que poder distinguir si tratamos o no al sujeto. Hay formas de tratamiento que tratan al sujeto y otras que no, que lo excluyen radicalmente. Por eso —voy a ser radical en este punto— creo que hay que distinguir lo que son «técnicas de modificación de la conducta» de lo que es el campo de los tratamientos psicoterapéuticos que incluyen necesariamente la dimensión del sujeto. No es seguro que podamos dar a esas técnicas la condición de psicoterapias, si entendemos por psicoterapia el tratamiento del sujeto. Éste es un debate que debemos llevar correctamente, haciendo aparecer esta dimensión del sujeto allí donde se cierra al objetivar el saber en forma de conocimiento.

Volvamos a situar ese campo llamado de las «tecnociencias». Un autor como Javier Echeverría, que en algún momento tuvo un acercamiento a nuestros encuentros, filósofo de la ciencia, ha publicado un libro2 titulado La revolución tecnocientífica. Tiene todo su interés porque hace una historia de esta problemática del saber versus el conocimiento y la información. Y hace una historia de la aparición de las tecnociencias contradiciendo cierta orientación epistemológica que plantea que la ciencia clásica como tal habría desaparecido. En todo caso diríamos que la ciencia se ha transformado como práctica y como experiencia subjetiva. La hipótesis de Echeverría sitúa el nacimiento de las tecnociencias en la Segunda Guerra Mundial. Si la ciencia clásica, la del siglo XVII que nació con Descartes y con Newton, fue una creación europea, la tecnociencia contemporánea tiene una fuerte marca norteamericana y ha sido impulsada por grandes empresas multinacionales más que por los Estados. Si la ciencia se justificaba por la búsqueda de la verdad y por el dominio de la naturaleza, la tecnociencia —dice Echeverría— tiene como objetivos garantizar el predominio militar, político, económico y comercial de un país. El inicio de esta aparición de la tecnociencia está muy bien situado en 1945 en un informe, el llamado Informe Vannevar Bush (Science, the Endless Frontier), encargado para convencer al presidente Roosevelt y al Congreso norteamericano de la necesidad de diseñar una política científica para la posguerra. A partir de este momento, la actividad científica cambia de orientación y tiene un vínculo articulado con la política de los países, con las empresas más que con los Estados y, como dice Echeverría, «el conocimiento científico ya no es un bien en sí mismo, sino un bien económico y en concreto un capital». Es decir, que el conocimiento y el saber, introducidos en esta cápsula, se reducen a un objeto, a un objeto de consumo; el saber, finalmente, sigue la lógica del consumidor porque se transforma en un objeto de intercambio y de consumo. Las comunidades científicas se convierten entonces en empresas tecnocientíficas y aparecen, en efecto, nuevas profesiones, como los asesores y expertos en gestión de políticas científicas, y empieza a surgir una gran maquinaria destinada a la evaluación de la ciencia y de la tecnología que se multiplicará para sustituir en muchos casos a los propios científicos e ingenieros. Cada vez más, el número de los evaluadores es mayor que el de los propios científicos que son evaluados, y la actividad evaluadora supera a la propia actividad investigadora. Recientemente, un psicólogo que trabaja en la red pública me contaba que tenía que dedicar el 60% de su tiempo a realizar los protocolos de evaluación y que el 40% restante, que se suponía que era el tiempo en el que le sería posible dedicarse a escuchar al paciente, debía orientar su trabajo para cumplimentar los citados protocolos. Era algo que puede resultar angustiante. Hay que decir que el signo del sujeto en los tiempos de la tecnociencia es la angustia, es uno de los síntomas que encontramos donde el sujeto reaparece reducido a esta dimensión, también en lo profesional, y lo que aparece entonces es la angustia. Lacan, en la ciudad de Roma, en el año 1973, en una rueda de prensa, habló de la angustia de los científicos en el momento en que en su laboratorio pueden llegar a imaginar las consecuencias de un descubrimiento llevado a una difusión social masiva.

Hay aquí un punto de la subjetividad que nos interesa situar y a veces sólo aparece en este punto de angustia, un punto que convendría no olvidar y no menospreciar. Mejor en este punto no recurrir a los ansiolíticos, sino escuchar de dónde viene esta angustia, porque es muy verdadera y señala un real irreductible.

Digamos por nuestra parte que lo que nos importa desde la lógica de la transferencia en el psicoanálisis es reintroducir la dimensión del sujeto en la ciencia. En el empuje de esta reducción del saber al conocimiento lo que queda borrado es el sujeto y la responsabilidad sobre sus actos. Voy a citarles un ejemplo, unas declaraciones de un ex director de Biología Molecular del CSIC que me parecieron paradigmáticas de esta posición: «Si partimos de la base de que los genes del envejecimiento pueden manipularse, por qué no podemos aspirar a la inmortalidad. La ciencia está en condiciones de afirmar esto...». Es el límite de lo que Lacan llama la forclusión del sujeto, el sujeto que es siempre un sujeto mortal, es decir, es la desaparición misma del sujeto en tanto que se sabe mortal en el campo del lenguaje. Al final, el ex director dice: «El otro día lo comentaba con mi mujer, siempre estamos hablando de estas cosas; le decía: “Mira, hay veces en que uno es consciente de que debe hacer algo, sin embargo no tiene la fuerza interior para hacerlo, pero esa fuerza también está condicionada por los genes, mi genotipo no me da la suficiente presencia de ánimo, de solidaridad o de sacrificio para hacerlo, o sea que no soy responsable”».

Sin duda, hay un punto cómico en estas declaraciones, pero es también el punto en el que vemos desaparecer al sujeto de la responsabilidad de su acto. Él mismo se declara irresponsable sobre los actos en nombre de un saber reducido al conocimiento objetivable en sus genes. Ésta es la posición que está supuesta en la promesa científica de un saber absoluto en nombre de una desaparición de un sujeto responsable de sus actos. Luego, este mismo sujeto se encuentra con cierto síntoma, una suerte de acto fallido que, aunque sea calculado, no es menos sintomático de su posición como sujeto al decir: «Comprenderá que de esto aún se puede hablar menos en voz alta». Pero claro, aparece en el dominical de El País...3

Hay que situar aquí cierta figura del mundo clásico que es la del cinismo, y que no es tan menospreciable. Lacan le presta atención porque el cínico dice verdades como si fueran des-alienadas de sí mismo, como si no tuvieran que ver nada con él. La voz del cínico dice algo así: «Digo verdades pero me desentiendo de ellas, no tengo nada que ver, son así, objetivables». Hay algo semejante en la ciencia actual, que nos promete un saber objetivable, des-responsabilizando al sujeto que sufre finalmente de esta verdad, que sufre del saber articulado en términos de inconsciente. Este biólogo decía que finalmente es mejor callar, no decir según qué; y es cierto que el silencio, aquí, es el síntoma que retorna cuando el saber se ha reducido al conocimiento, encontramos aquí al sujeto marcado por el silencio mismo de lo que no puede decirse.

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