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Las falacias de la división cine urbano-cine campesino

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No decimos nada nuevo al afirmar que los gustos y las preferencias del público se han ido perfilando a través de los años en relación con el cine que en su mayoría se ha visto, básicamente el cine estadounidense de géneros y las líneas más comerciales de otras cinematografías. Son esos gustos y preferencias que ahora, dada la baja en la frecuentación a las salas de cine, se dispensan mayormente a las series y programas televisivos.

Las películas peruanas se ven obligadas a lidiar tanto con la primacía de una sensibilidad generalizada, bastante afectada además por la reducción de los estándares de calidad narrativa, y con la disminución de la asistencia a los locales cinematográficos, debido a los efectos de la crisis económica y a la inclemente competencia de la pantalla chica. En este contexto han ido surgiendo diversas propuestas que, convertidas en filmes, nos permiten intentar un balance de conjunto, todo lo esquemático y coyuntural que este pueda ser.

Por lo pronto, hay que señalar que, en parte debido a la propia propuesta de los filmes y por una especie de exigencia planteada por la crítica y la intelectualidad interesada en el cine, se adoptó durante algún tiempo un criterio muy elemental de diferenciación: el que opone las películas de temática campesina a las de temática urbana. Un criterio de raíz sociologista, elaborado a partir de una conceptualización socio-histórico-geográfica muy vaga, en otro tiempo aplicado al relato literario y a la pintura. Así hemos tenido narraciones de temas campesinos frente a otras afincadas a la urbe y pintura indigenista versus pintura citadina. Al parecer, y tardíamente, lo mismo estaba ocurriendo en el cine.

A diferencia de las clasificaciones que la crítica suele hacer en relación con otras cinematografías y que se basan en modalidades de género o estilo, en variaciones generacionales o valorativas referidas a los realizadores, en nuestro caso contó menos, o no contó a secas, el apoyo del género, la marca o marcas del estilo, la presencia del director. Tal vez porque no se encontraban géneros definidos, los estilos no estaban suficientemente perfilados y desde que Armando Robles Godoy dejó la escena del largometraje nadie ha insistido mucho en la preocupación autoral y en el cine como instrumento de expresión personal. La preocupación de los directores se ha centrado más bien en la materia temática y argumental y en la recepción del público. Por eso, aun cuando se hubiera podido hablar, con igual o mayor corrección que en la nominación sociologista, de las películas de Francisco Lombardi y las de Federico García por señalar a los hombres que mayor obra han ejecutado y de manera diferenciada, no se ha hecho así. Ha prevalecido el supuesto de la vinculación de la materia fílmica con los referentes de la realidad exterior. El enlace de la diégesis, según la terminología de filmólogos y semiólogos, con el entorno social que esta diégesis presuntamente incorpora. Se partía, entonces, de una exigencia de principio: la vocación testimonial y la mayor adecuación posible de las imágenes a las evidencias de la dimensión social de que se daba cuenta. Como vemos, la impronta de un realismo social que acreditaría el valor de las obras. Según esa exigencia, algunas películas han sido altamente elogiadas. Otras, en cambio, se han visto enfáticamente desaprobadas.

Casi siempre se excluyó una cuestión medular: la mediación que supone la asimilación dramática de acontecimientos y peripecias del ámbito social a la materia fílmica y a la decisiva participación de las operaciones del lenguaje en ese cometido. Huayhuaca ha analizado el aporte decisivo del tratamiento en el llamado cine campesino y el sesgo ora estetizante y folclorista, ora inflamado e impugnador que este adquirió, demostrando la falacia del cine poco menos que espejo de la realidad, subyacente en quienes rescatan el valor per se de las imágenes que remiten al mundo andino. Perspectiva especular también inaplicable a ese otro cine arraigado en la vida de la ciudad y que antepone una óptica a veces costumbrista y levemente superficial, otras distanciada y crítica en el acercamiento a la multiforme y proteica realidad urbana.

Sin embargo, unos y otros aceptamos esa polarización de tendencias, un poco por razones didácticas y otro poco por comodidad y pereza, sin percatarnos suficientemente de que estábamos abonando una interpretación equívoca que prescindía del aporte fundamental de la expresión fílmica en favor de un no disimulado énfasis contenidista y en provecho de un seudorrealismo bastante estrecho. Es cierto que algunas películas recientes cuestionan la operatividad de esa clasificación dualista, pero se podría seguir privilegiando un enfoque similar, ampliando denominaciones según la matriz socio-histórico-geográfica de los asuntos manejados, con lo cual continuaríamos manteniendo un acercamiento al cine peruano que en el fondo supone una cierta desconfianza en las posibilidades expresivas y las capacidades significativas de los propios filmes, confiando su legitimidad, como se ha hecho una y otra vez, a las coordenadas de los referentes exteriores aludidos.

No se trata, tampoco, de inventar otros nombres que podrían ser igualmente estrechos y equívocos. Lo importante es fijar una conceptualización que permita situar con cierta claridad el nivel de la pertinencia del análisis. El purismo formalista o las excelencias caligráficas no tienen nada que ver con la propuesta que esbozamos, pues una reivindicación formalista, según viejos o nuevos moldes, no viene al caso. Es el espacio donde se produce la significación, el ámbito propio de la representación, lo que necesita rescatarse, ni más ni menos, para desde allí comprender mejor tanto el sentido producido por las cintas como la relación que estas establecen con el público destinatario.

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