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Los escollos de la comunicación

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Es cierto que, en una visión de conjunto, las insuficiencias expresivas de muchos filmes han contribuido a abonar la desconfianza de espectadores que, en principio, estarían dispuestos a ver películas realizadas en el Perú, como es cierto que hay muchos otros que se niegan o rechazan de plano esa posibilidad. Pero no solo los primeros, también una franja amplia, de lo que en los cálculos electorales se llaman los indecisos, puede ser ganada para el cine peruano. Y para ello no resulta obligatorio acudir a las fórmulas al uso de humor, erotismo, sentimentalismo y violencia supuestamente ganadores. Hay varias experiencias en países vecinos que demuestran que lo anterior no es una regla absoluta. El pez que fuma y Cangrejo, en Venezuela; Chuquiago, en Bolivia; La Raulito y La tregua, en Argentina, entre otras, han superado los récords de la mayor parte de los mismísimos jedis hollywoodenses y establecido puentes con la sensibilidad popular de sus respectivos países. Este es el gran desafío que se le presenta a los cineastas peruanos: conectar con el público a través de los planteamientos que ofrezcan márgenes de apelación consciente o, por qué no, de divertimentos imaginativos cuya única función sea suscitar la fruición placentera humorística, erótica, sentimental o sadomasoquista.

El camino recorrido aquí nos está indicando que algunas propuestas expresivas a priori rescatables y en sí mismas de signo progresista, como las de Federico García, no solo hacen agua por varios lados en su formalización audiovisual, sino que también resultan tan ajenas al interés de sus destinatarios que, en términos de comunicación, invierten su sentido inicial, pues se vuelven anacrónicas, extemporáneas, sin contacto ninguno, no con esos gustos supuestamente moldeados por la industria cultural transnacional, sino con esa sensibilidad viva, más o menos escondida u oculta que sí se pone de manifiesto frente a Maruja en el infierno, por ejemplo. Tal vez porque Maruja en el infierno, sobre el papel menos combativa que algunas propuestas de Federico García, ha sabido traducir, al menos intuitivamente, las potencialidades significativas de esa cultura aún flotante donde la migración provinciana y el lumpen se tocan de cerca, donde la lisura criolla y la rebeldía social se conjugan, donde lo mestizo y lo marginal descubren su legitimidad. No es solo un mayor grado de eficacia narrativa lo que evidencia Maruja en el infierno: es la posibilidad de hablarle al público no desde una tribuna o una atalaya tal vez llenas de grandes verdades pero sin capacidad persuasiva, sino desde su entorno o circunstancia más próxima y cotidiana.

¿Por qué la salsa ha reemplazado musicalmente el discurso de la canción protesta en el trabajo político de la izquierda peruana? ¿No es, acaso, porque conecta en una medida muy superior con las circunstancias existenciales de sus usuarios? ¿No será que la estilización de la canción protesta resulta tan selectiva y, finalmente, elitista como las propuestas del cine de pretensión política que se está haciendo entre nosotros?

Entiéndase bien, no es que pongamos en duda la importancia de historiar fílmicamente las luchas populares del pasado y presente peruanos. Lo que sí ponemos en cuestión es la pertinencia de un tratamiento más o menos ampuloso que a menudo no es sino la inversión del cine de héroes y próceres de la historia oficial con un signo de izquierda, siendo, básicamente, el mismo discurso. No es solo, entonces, el boicot de los exhibidores, el presunto estragamiento de los gustos del público y las impericias de realización y puesta en escena lo que explican el fracaso de muchos proyectos. Es todo un modelo de comunicación el que necesita revisarse, si existe una auténtica vocación de hacer un cine que entre en consonancia con el público al que se dirige y pueda constituir, al menos, un germen de experiencia transformadora. Por aquí están los retos a los que hay que responder si se entiende que el cineasta no es el gran gurú o el profeta que imparta su sabiduría a las masas, sino que es un dialogante privilegiado que, dialécticamente, orienta y reorienta el sentido de su discurso (y eso no es solo una opción temática) a partir de los requerimientos y las demandas que se desprenden de la cotidianidad social de aquellos con quienes, en forma mediada, se dialoga. Y esto supone capacidad de autocrítica y revisión, talento, imaginación, conocimiento del cine que se ve, y una dosis muy importante de investigación en el terreno de la cultura popular. Si no, y en una gran medida, se seguirá predicando en el desierto.

Publicado en la revista Hablemos de Cine, número 77, Lima, marzo de 1984.

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