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Los avatares del largo

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A diferencia del corto, el largometraje no tuvo proporcionalmente los mismos estímulos provenientes de la ley. Sin embargo, se vio beneficiado por los cuadros que fueron surgiendo de los cortos (directores y técnicos, especialmente) y, con la ventaja de la exhibición obligatoria, se estrenaron algunas películas que, de otra manera, no se hubieran podido ver. De todos modos, hay que reconocer que el largo fue ganando un espacio que, pese a la crisis económica, la competencia de los otros medios audiovisuales y el cierre de las salas, no se ha perdido. Además, en términos cualitativos, el largo ha mantenido un promedio bastante digno, al punto de que no son pocas las películas que han obtenido y siguen obteniendo reconocimientos internacionales.

Pero el largometraje peruano no puede quedar a expensas del simple y llano juego del mercado. Ocurre que ese mercado no solo es cada vez más reducido. También es un mercado distorsionado por la existencia de un oligopolio de distribución internacional que, prácticamente, lo copa, presionando sobre las salas en función de los productos o paquetes que alimentan regularmente las cadenas de exhibición. El oligopolio de la distribución ha ido adecuando las expectativas de los públicos y las salas a ese cine estandarizado que, tal como vemos en los éxitos de taquilla de los cines Tacna y Plaza, cubre una enorme proporción de la cartelera.

En esas condiciones es posible que algunas películas, como ha sucedido con Reportaje a la muerte, compitan e, incluso, se impongan sobre muchos taquillazos, pero no es justo, siguiendo la misma lógica del modelo liberal, que se desproteja del todo al largometraje peruano. El Estado peruano desconoce compromisos internacionales asumidos para apoyar y difundir la producción cinematográfica peruana y latinoamericana. Y desconoce, asimismo, las medidas de respaldo y protección que las películas reciben en países europeos de economía liberal. Porque, por encima de la consideración industrial, predominante en la Ley 19327, pese a su introducción declarativamente nacionalista y educativa, es preciso reivindicar el rol comunicativo y cultural del cine. Cultural no en el sentido ‘culturoso’ ni comunicativo en su acepción propagandística. Comunicativo y cultural, no porque sean fijados a partir de una política o una planificación del Estado, sino desde la práctica libre de los propios realizadores. Es esa función la que los Estados europeos protegen, favoreciendo expresiones autónomas y creativas de parte de los cineastas.

Por lo menos, el Estado debe defender esa posibilidad inicial, aun cuando luego las películas deban competir en el mercado. Por eso, el reconocimiento del derecho de pantalla no puede quedar en el simple buena voluntad expresada como un saludo a la bandera en la disposición del Congreso Constituyente Democrático que reconoce el derecho del cine peruano a existir y nada más. Debe expresarse en posibilidades reales de hacer uso de ese derecho de pantalla, sin que ello sea repetir, necesariamente, la exhibición obligatoria, término en sí mismo muy poco adecuado a los tiempos que corren.

Está muy bien y es deseable que continúen las conversaciones entre productores y dueños de cines para encontrar canales de exhibición de los largos (y también los cortos) peruanos. Pero es necesario que el Estado les proporcione estabilidad y perdurabilidad, en lo que sea posible, a esos acuerdos. Si no, entraríamos en un terreno absolutamente azaroso, librado a humores y contingencias pasajeras. Es importante que los exhibidores se sientan parte activa en el desarrollo del cine peruano, superándose la etapa de exclusión en que los tuvo la Ley 19327. Y lo es en estos momentos, más aun que antes, porque las películas nacionales han hecho ver que pueden ser una fuente de ingresos para sus productores, pero también para las salas, afectadas por una crisis a la que, lamentablemente, muchos dueños de cines han contribuido y siguen contribuyendo debido al abandono e incuria en que las tienen. Empero, sin una legislación, por mínima que sea, y que considere los legítimos derechos de los propietarios de los cines, no habrá ninguna garantía de continuidad y todo dependerá de unos acuerdos que puedan quedar sin efecto en cualquier momento cuando alguna de las partes decida romper el vínculo contractual.

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