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2. ¿FUI ABUSADA?

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Ella me hizo lo peor que una persona puede hacerle a otra: hacerle creer que la ama y la desea para luego mostrarle que todo era una farsa.

(Agatha Christie, El espejo se rajó de lado a lado)

¿Mi papá me abusó? Ni siquiera estaba segura. Algunos amigos de mi familia se enfurecieron y dijeron que era un monstruo. Otros parecían pensar que estaba mintiendo o mentalmente desestabilizada. Empecé a cuestionarme todo, incluso mi propia percepción. Mi visión de la paternidad, el matrimonio y la masculinidad estaba errada. Mi visión del amor, la familia y la moralidad estaba torcida. Y consideré que, si había estado tan engañada antes, ¿quién era yo para decir que no estaba engañada ahora? Estaba desorientada. Abrumada.

Recuerdo el primer libro que leí sobre «cómo recuperarse del abuso». Mi plan era comparar mis experiencias con las historias del libro para ver dónde cabía mi abuso en la escala de «leve» a «severo». Mi esperanza era sentirme mejor si podía decir: «Mi abuso no fue tan malo; por lo tanto, no soy una víctima». Pensaba que minimizar mis experiencias minimizaría mi dolor.

Estaba equivocada.

Estudiar casos de abuso extremo tratando de hacerme sentir mejor al pretender que el mío fue intrascendente resultó contraproducente. Me hizo sentir estúpida, hasta loca. En esas páginas, había relatos de delitos horribles, muchos de ellos totalmente distintos a mis propias experiencias. Comencé a preguntarme si mi trauma era injustificado, si debía ser capaz de aguantarlo, pero era muy débil para hacerlo.

Incluso me pregunté si en verdad había sido abusada. Un pastor me dijo: «A menos que te haya dado golpes de puño, es un asunto legal», y «el abuso emocional y el abandono no son delitos». ¿Quizá las cosas por las que pasé no califican como incorrectas?

No es fácil admitir ante una misma —ni mucho menos ante los demás— que has sido abusada. Si creciste de una determinada manera o amas al abusador porque es tu cónyuge o un miembro de tu familia, es particularmente difícil aceptar lo que pasó. Cada vez que el abusador cruza una línea más, modificamos nuestra definición del abuso y lo convertimos en algo un poco más extremo. Vemos a alguien que está peor y pensamos: «Para mí las cosas no son tan malas como para esa persona, así que no debería quejarme».

Sin embargo, la victimización no es una competencia para ver quién ha sufrido más o merece expresar más traumas. Las complejidades de las emociones y la espiritualidad humana no pueden contenerse ni siquiera en todos los libros de una biblioteca. Una persona puede experimentar violencia severa y aun así sentirse plena. Otra puede sufrir años de palabras hirientes y sentir como si estuviera barriendo perpetuamente los pedazos de su corazón roto en el piso de su alma.

Para complicar aún más las cosas, puede resultar difícil distinguir entre un abusador y alguien que tiene problemas con el pecado, pero está genuinamente arrepentido. He descubierto que es sumamente doloroso asumir el hecho de que alguien que amo ama más su pecado que lo que me ama a mí. Es agonizante reconocer que una persona que admiraste es narcisista, sociópata o terca y voluntariamente disfuncional. Confrontarla con su pecado o sacarla de nuestras vidas se siente como cortarse el brazo derecho. Es desgarrador y aterrador, y todos nuestros instintos gritan contra esa idea.

Creo que esa es, en buena parte, la razón por las que las mujeres maltratadas a veces se quedan con los hombres violentos. Aman a su esposo, a su padre, a su novio o a su hermano. Es fácil pensar: «¿Y qué si logra cambiar? Quizá no va a volver a hacerlo. Parece arrepentido. De seguro va a ser mejor si me quedo con él y soy buena con él».

Lo triste es que cuando por fin nos damos cuenta de que no quiere ser bueno y no está dispuesto a cambiar, es posible que le tengamos demasiado miedo como para abandonarlo. Para empeorar las cosas, admitir que nuestra relación fue una total mentira es humillante, perturbador y abrumador. Parece poco natural buscar ayuda o abandonarlo. Es más fácil pretender que las cosas no son tan malas. Le bajamos el perfil a algo realmente importante.

Muchas veces, los abusadores son hábiles para culpar a los demás, en especial a sus víctimas. Son maestros de las excusas. Engañan a la gente para que sientan lástima por ellos. Es posible que se quejen de su propia niñez traumática o eludan la responsabilidad diciendo: «Ese no fui yo. El alcohol, los demonios, el estrés del trabajo o las cuentas que pagar me hicieron hacerlo». Incluso pueden negar que los eventos ocurrieron.

Recuerdo que una vez mi padre me pidió disculpas cuando era niña, y fue porque mi mamá lo amenazó con acusarlo a nuestro pastor por dejar hematomas con forma de mano en todo mi cuerpo de 11 años. Al comienzo de mi matrimonio, me pidió disculpas por muchos traumas del pasado, pero después actuó como si no recordara que hubieran ocurrido ni tampoco que me hubiera pedido disculpas. El juego psicológico era tan evidente, y tan angustiante para mí, que Jason le dijo a mi padre que no volviera a dirigirme la palabra.

La violencia no es la única clase de abuso. Hay abusadores que no te lastiman físicamente, pero pueden transformar tu vida en un infierno. Los abusadores emocionales desarrollan juegos psicológicos complejos: te manipulan e intentan enloquecerte hasta que ya no puedes distinguir tus propios pensamientos de sus mentiras. Los abusadores verbales insultan y degradan de forma sistemática hasta que perdemos toda esperanza de sentir gozo. Los narcisistas calumnian y difunden mentiras: publican tus secretos personales y hacen acusaciones falsas por despecho. Te humillan y buscar deteriorar tus relaciones con tu cónyuge, tus amigos, tu iglesia o tu empleador, pues cuando su víctima está aislada e insegura, es más fácil de manipular y controlar.

Como todas las personas, los abusadores son mucho más complejos que un diagnóstico médico o un rótulo psiquiátrico. Las emociones primarias de mi padre eran el enojo y la depresión. Para él, el amor era sexo y el sexo era odio. Alimentaba su odio con pornografía sádica, abuso infantil, juegos psicológicos y ataques de ira violentos. Pero también tenía buenas cualidades. En sus mejores días, amaba a los animales, tenía un doctorado en biología y era profesor universitario. Comprendía más teología académica que muchos pastores que he conocido, pero su corazón no lograba entender un concepto sencillo como el de la compasión.

También conocí a una narcisista que, luego de ser abusada toda la vida, estaba orgullosa de sus lesiones y las exhibía como si fueran plumas en su sombrero. Transformaba todas las situaciones en una conspiración compleja para perseguirla y se aprovechaba del sufrimiento de sus propios hijos para obtener atención y hacerse la víctima. Era abusadora y también víctima.

He conocido gente que hace regalos generosos, pero luego se voltea y roba objetos insignificantes o quiebra cosas a propósito y luego pretende que fue un accidente. Incluso hay personas que te halagan a la cara, pero después te insultan y te calumnian. A veces, la amabilidad es un camuflaje, la bondad, una fachada, y esas virtudes superficiales permiten que los abusadores infiltren familias, iglesias y los corazones de los inocentes.

ES COMPLEJO

Los sobrevivientes también son complejos. Ninguno de nosotros es perfecto. Nuestras vidas tienen cicatrices de pecados y errores. Mi propia vida le ha dejado poco espacio a la ingenuidad. Acribillados por el dolor y afectados por experiencias oscuras, es posible que parezca que actuamos de forma imprudente o ilógica, pero lo hacemos movidos por la pena o el miedo en lugar de la malicia y el egoísmo. Lo que parece no tener sentido puede cobrar sentido cuando el dolor es rastreado hasta su fuente.

Una vez, conocí a un hombre que tenía problemas para expresar sus sentimientos porque asumía la responsabilidad de la depresión de su hija menor. Prefería creer que era un agresor de niños antes que admitir que su madre, la abuela de la niña, la había lastimado. En un esfuerzo innecesario por evitar lastimar a alguien más, se cerró en el plano emocional.

He hablado con hombres y mujeres que, luego de ser violados o sufrir abusos sexuales, se fueron de juega, juergas temerarias en que dormían con extraños que conocían en el bar y participaban en fiestas desenfrenadas. Algunos recurrieron al alcohol, la cocaína o la marihuana para adormecer su intensa agonía emocional. Despertaban la tarde siguiente sin saber con quién habían dormido ni qué habían hecho.

He conocido a hombres que los demás calificaban erróneamente de misóginos o sexistas, pero en realidad tenían tan poca autoestima que solo se valoraban en función a su salario, su sexualidad o su apariencia externa. Eran violentos con las mujeres, pues suponían que ellas los juzgaban y los rechazaban, pero al trabajar para superar sus defensas, se volvieron compasivos y llegaron a estar muy agradecidos.

A pesar de su sufrimiento, todas estas personas llegaron a arrepentirse de su pecado. Se lamentaron por su quebranto y lucharon para vencer. Puede que haya sido un proceso de años, incluso de décadas, pero lenta y constantemente llegaron a entender su trauma, reconocer sus faltas y cambiar.

Sin embargo, a pesar de nuestras buenas intenciones, a veces no es saludable que nos rodeemos de otra víctima. A veces nosotros tampoco le hacemos bien a esa persona. Es posible que reflejemos los sufrimientos de la otra parte y activemos mutuamente nuestros traumas. El hecho de que alguien más sea un sobreviviente no significa que debas permitir que sus problemas te destrocen. A veces, lo más amoroso que podemos hacer es encomendar a esa persona a Dios, reconociendo que forma parte del campo misionero de alguien más. No puedes impedir que otra persona se ahogue si permites que también te arrastre a ti hacia el fondo del agua.

La Biblia es clara en enseñar que todos los humanos son capaces de hacer grandes bondades y de hacer grandes maldades. Como dijo de forma poética el profeta Isaías: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino» (Isaías 53:6).

Dios no participa en juegos psicológicos ni pierde el tiempo suavizando los hechos. Nos confronta con nuestra inclinación natural hacia la transgresión. Y aunque ese concepto no es agradable, creo que en el fondo todos sabemos que es cierto. Sabemos que perdemos los estribos. Sabemos que actuamos de forma precipitada. Sabemos que decimos y hacemos cosas increíblemente estúpidas. Nos mentimos a nosotros mismos y les mentimos a los demás. No vivimos a la altura de nuestros propios estándares, ni mucho menos a la de los de Dios.

Todos somos pecadores. No todos son abusadores. Desenmarañar todo esto es complejo porque nosotros somos complejos. Los patrones pecaminosos y las adicciones pueden añadir capas de complejidad al desafío de la restauración, que de por sí es complicado.

A la larga, tuve que preguntarme: ¿cómo puedo discernir quién es digno de confianza? ¿Cómo puedo estar segura de que no me convertiré en abusadora? ¿Es seguro que tenga hijos? ¿Y qué si mi padre decía la verdad, qué si su pecado fue culpa mía o yo me lo imaginé todo? ¿Qué si mi padre me heredó la inclinación a abusar, como si se tratara de una enfermedad espiritual hereditaria?

GRACIADORES Y ABUSADORES

Me parece que es útil hacer la distinción entre el abusador y la persona a la que yo llamo «graciador». Esta es la diferencia: los abusadores alimentan su pecado, mientras que los graciadores luchan contra él. El graciador puede actuar mal, incluso horriblemente mal, pero lo admite, busca que lo perdonen y, en consecuencia, cambia activamente sus pensamientos, palabras y acciones (solo como aclaración, no estoy diciendo que el «graciador» es necesariamente cristiano. Dios otorga lo que comúnmente llamamos «gracia común», que restringe a las personas para que no tomen malas decisiones y las influencia para que decidan bien, aun si no lo reconocen a Él ni a Su actividad. Por ejemplo, todos nosotros tenemos una conciencia dada por Dios [Romanos 2:14–16]).

Cuando el graciador reflexiona, admite sus faltas y se arrepiente de verdad: cambia el curso de su actitud y sus acciones. El abusador, en muchos casos, es demasiado orgulloso y engañador como para pedir perdón de verdad. Si llega a pedir disculpas, es porque lo descubrieron, quiere conseguir una confianza que no merece o pretende jugar con tu cabeza.

El graciador trabaja con humildad para mejorar. El abusador no lo hace. Puede mostrar un cambio aparente o una mejoría temporal, pero a la larga vuelve a sus sendas abusivas. Es como la persona que Jesús describe en Lucas 11:24–26, que, luego de ser librada de un espíritu inmundo, asea su alma con sus propios méritos y orgullo, pero después vuelve a ser poseída y cae en un estado aún peor que el de antes. De la misma manera, el abusador puede limpiar su actuar por un tiempo, para después reincidir en pecados peores que los de antes. El libro de Proverbios nos advierte que «Como perro que vuelve a su vómito, así es el necio que repite su necedad» (Proverbios 26:11), y esa clase de necedad repetitiva tiene consecuencias catastróficas.

En contraste, el graciador no insiste en limpiarse de su actuar por sí mismo. Sacrifica su orgullo y acepta ayuda para reparar la relación. Los abusadores rara vez tienen la humildad suficiente para buscar consejería, pues eso sería admitir debilidades o fallas. Recalcan que no tienen ningún problema o afirman que se pueden arreglar a sí mismos.

La diferencia entre el graciador y el abusador no siempre es tan clara como la del héroe versus el villano, la de la luz versus la oscuridad o la de un jedi versus un sith. Puede que encuentres a un graciador tatuado en un bar a las 2 de la madrugada y a un abusador sentado en la banca de la iglesia el domingo en la mañana.

Entonces, ¿cómo podemos empezar a distinguirlos? Gálatas 5 describe «el fruto del Espíritu», que es el conjunto de atributos que Dios cultiva en Su pueblo. Pero en este contexto, también es esclarecedor para ayudarnos a distinguir, de modo general, entre las personas que tienden al pecado crónico y las que tienden hacia la gracia.

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.

(Gálatas 5:22–23)

Es fascinante notar que los abusadores a menudo presentan comportamientos que son totalmente opuestos a estos.

El amor vs. la apatía y el odio

El abusador no ama en el sentido bíblico y abnegado. Aunque afirma amar, su forma de relacionarse conlleva niveles tóxicos de elementos como la manipulación, el control, la obsesión, la adicción, el engaño, la culpabilización, el narcisismo, el orgullo y el egocentrismo. Es posible que no incorporen todas esas características negativas, pero estas personas escogen algunos vicios y los perfeccionan de forma magistral.

El graciador ama a los demás más que su pecado y su orgullo. Está dispuesto a sacrificarse por los demás en vez de exigir constantemente que los demás se sacrifiquen por él. Hace esfuerzos activos por mantener relaciones positivas y evita herir los sentimientos de los demás. No dicta las aspiraciones y los objetivos de los demás, sino que promueve los talentos y deseos saludables que Dios les ha dado, y los influencia en la dirección correcta.

El gozo y la paz vs. la insatisfacción

Para el abusador, resulta difícil gozarse en cosas que no satisfacen sus necesidades. Se muestra insaciable, descontento, siempre anhelando cosas inalcanzables. Mientras más intentas complacerlo, más sube la vara. Tu amor nunca será suficiente, no por alguna falta tuya, sino porque es un hoyo negro en el plano emocional que siempre aspira, pero nunca se llena.

El graciador se goza en tus logros y talentos. Tu felicidad influencia su felicidad. Te prioriza y aparta tiempo para estar contigo. Mantener y construir la relación contigo le da gozo y satisfacción.

La paciencia vs. la impaciencia y la intolerancia

Con frecuencia, los abusadores carecen de paciencia y empatía. Hacer cosas que no les interesan por el bien de los demás no es su fuerte. Pueden ser extremadamente pacientes cuando se trata de sus propios pasatiempos, pero si les pides sentarse y hacer algo que no disfrutan, es probable que encuentres resistencia. Muchos abusadores también son intolerantes. En sus corazones sienten un aprecio especial por destruir a los demás debido a su género, religión, raza, nivel socioeconómico u otra razón. Son amargos, indolentes, impacientes e intolerantes.

Por su parte, el graciador puede encontrar que tu pasatiempo es aburrido, pero le da una oportunidad, aunque solo sea por pasar tiempo contigo. Incluso puede tener algunos prejuicios, pero llega a reconocer que son incorrectos y trabaja para superarlos. Te perdona por cometer errores y pide perdón por los suyos. Disciplina a sus hijos por amor, no por enojo; ayuda a su cónyuge con sus proyectos y los deberes del hogar, y es capaz de ejercer dominio propio.

La benignidad vs. el egoísmo

Se podría decir que el egoísmo es el sello distintivo del abusador. Entablan amistades con personas que creen poder utilizar. Se inflan a expensas de los demás. He visto a abusadores que procuran posiciones de enseñanza en iglesias y escuelas, no porque les guste enseñar, sino porque disfrutan tener autoridad y confianza inmerecida. He visto a abusadores que viven como parásitos: malgastan el salario de su pareja y al mismo tiempo se niegan a ayudar en la casa, criar a los hijos, conseguir un trabajo o contribuir algo positivo a la relación.

El abusador se aprovecha de la gente que lo ama y la usa como medios para lograr un fin: inflar su ego, alimentar su estilo de vida anómalo, llenar su billetera o satisfacer sus deseos sexuales. Un padre abusivo puede asfixiar a su hijo con responsabilidades para hacerlo sentir deficiente o negarse a enseñarle cualquier responsabilidad para hacerlo sentir inepto. Cuando parece que está siendo amable, casi siempre hay una segunda intención.

Por el otro lado, el graciador está dispuesto a servir. Disfruta preocuparse de los demás y desea que su matrimonio llegue a un nivel más profundo. Consulta con su cónyuge antes de tomar decisiones importantes, y lo hace sentir considerado y respetado. No le niega a su cónyuge las relaciones sexuales para avergonzarlo o manipularlo, pero tampoco insiste en tener relaciones íntimas con las que su pareja no se siente cómoda. Desea que su matrimonio sea mutuamente satisfactorio, no desequilibrado en el plano emocional.

La bondad vs. el pecado y la corrupción

Mientras que el graciador está avergonzado de sus vicios, el abusador marina su corazón voluntariamente en el pecado. Es posible que mejore superficialmente luego de recibir consejería o correcciones, pero solo por un tiempo, o mientras continúa practicando el pecado en secreto.

Los abusadores amparan y fomentan su pecado. De hecho, su pecado puede volverse tan poderoso que pasa a formar parte de su identidad. Hay una frase pegajosa: «Ama al pecador, pero odia el pecado». Sin embargo, ese concepto no funciona cuando alguien está tan enamorado de su disfuncionalidad que esta se ha transformado en lo que esa persona es. Es imposible ayudar a alguien que no quiere recibir ayuda. Es imposible tener una relación saludable con alguien que ama más su pecado que lo que te ama a ti.

La fidelidad vs. la traición

Muchos abusadores florecen cuando engañan a la gente. Les encanta embaucar a los demás y hacerlos creer que son amables, rectos o confiables. Disfrutan la influencia y el control, ¿y qué mejor forma de controlar a alguien que engañarlo para que les crea?

Los pecados sexuales son un vicio común, así que no es sorprendente que los abusadores suelan convertir las desviaciones sexuales en un pasatiempo. Es posible que abusen sexualmente a su pareja, acosen a sus propios hijos o se aprovechen de la confianza de otra persona para saciar sus propios deseos.

Un graciador podría ser adicto a la pornografía o incluso engañar a su cónyuge. La diferencia es que lamentará haber cometido esas acciones y sentirá vergüenza. Más importante aún: se arrepentirá y recibirá ayuda para cambiar, madurar y restaurar la relación en la medida de lo posible. No esperará ni exigirá que las personas que ha herido confíen en él. Toma en serio la lealtad y la responsabilidad; por lo tanto, también toma en serio sus pecados y sus fallas.

La mansedumbre vs. la violencia

y las palabras ásperas

Ya sea que te hiera con el puño o te apalee a punta de insultos, el abuso te golpea. Muchas veces, los episodios de violencia de mi papá se veían interrumpidos por meses de una calma depresiva y un descuido inquietante. Cuando al fin explotaba, arrojaba objetos, quebraba vidrios, pateaba las mascotas y lanzaba a las personas contra la pared.

Una vez, cuando era adolescente, mi papá dijo que podía ir a una cita. Unos veinte minutos antes de que llegara mi novio, cambió de parecer. Dijo que nunca me había dado permiso. Exigió que me quedara en la casa. Cuando me atreví a rebatirle, me agarró, sujetándome del brazo con una mano y del muslo con la otra, y me arrojó hacia arriba, haciéndome caer en la mitad de la escalera.

Nunca me había sentido tan indefensa. Me azoté la cabeza y el hombro contra la pared o el piso (no estoy segura de cuál de los dos fue, quizá contra ambos) y me raspé la espalda en el pasamanos. Subió los peldaños corriendo y emergió ante mis ojos como un oso iracundo. Traté de controlar la respiración para que mi pánico no lo molestara. Me aguanté las ganas de llorar porque sabía que las lágrimas lo enfurecerían. Me quedé callada. Me acobardé. A la larga, se alejó.

Eso es abuso. Pero aun así, cuando miro al pasado, sus palabras hirientes y sus «cumplidos» sexuales fueron incluso peores que su violencia. Terminé aprendiendo que los hematomas se sanan rápido, pero no el espíritu devastado.

El graciador también puede perder los estribos. La diferencia está en la reacción ante su acción. Se avergüenza de lo que hizo y evita repetirlo. Pide perdón, repara el daño y desea mejorar. Nunca toma represalias contra ti por haber contactado a un pastor, un consejero o la policía. Asume la responsabilidad por su pecado.

La templanza vs. el descontrol y la codicia

Al abusador le encanta gratificar sus impulsos. Se resiste a moderar su comportamiento, a no ser que lo haga para engañar a los demás o conservar las apariencias. Puede que solo peque en secreto, pero la concupiscencia insaciable y el egoísmo temerario están ahí.

Todavía puedo ver a mi papá temblando de ira, moviendo las piernas con nerviosismo, con los ojos furiosos y tiritones porque dejé un libro en la mesa de centro. Me tiró el libro a la cabeza. Tampoco tenía dominio propio para sus pasatiempos. En los períodos de desempleo, cuando mi mamá no tenía lo suficiente para comprar alimentos, él compraba ropa deportiva de marcas caras y salía a andar con estilo en su nueva bicicleta costosa. Priorizaba sus deseos por sobre las necesidades de su familia. Dejaba que a sus hijos les faltara mientras se autocomplacía.

En cambio, cuando yo tenía alrededor de quince años, conocí a un veinteañero que parecía solitario y deprimido. Creo que tenía un trasfondo oscuro. Las manos le temblaban y sacudía las piernas de forma compulsiva. Lo conocí en una cafetería donde yo tocaba piano y cantaba. Desarrollé una especie de amor platónico por él, y supongo que lo notó.

Una noche, con los ojos fijos en su botella de cerveza, me dijo: «Nunca podremos salir. No soy bueno para ti. Pero no te preocupes; vas a encontrar a alguien más».

En ese momento, él mostró gracia. Fue consciente y tuvo dominio propio. Vio a una niña solitaria e influenciable, pero no se aprovechó. Alguien podría decir que tuve suerte, pero yo le doy el mérito a Dios y a ese joven por protegerme.

LA RECETA DE LA VERDAD

Es probable que un abusador no exhiba todos los vicios presentados en este capítulo. Pueden actuar por períodos o abusar casi constantemente. De igual manera, el sobreviviente puede haber vivido un solo momento traumático que marcó el punto de inflexión o haber convivido con el abuso cada día de su vida. Cuando me resulta tentador excusar a mi abusador, culparme a mí misma por su pecado o pretender que mi victimización no fue gran cosa, volver a esta dicotomía entre el abusador y el graciador aclara la incertidumbre de mi mente.

¿Fui abusada? Sí. ¿Fue abusivo mi papá? Sí. En una ocasión, busqué el nombre legal de una de sus acciones, una que no he descrito en este libro. El nombre del delito me resultó tan chocante que fue como un balde de agua congelada para mi mente. Es doloroso que tus miedos se confirmen, pero también es aliviador conocer la verdad.

Es imposible tratar una herida si no notas que estás lastimado. Es imposible ver la luz antes de reconocer las tinieblas. No te recuperarás de la maldad si no puedes admitir lo que es la maldad. Dios es un Salvador que busca ovejas perdidas, adopta huérfanos y venda las heridas de los quebrantados de espíritu. Ya no es necesario tenerle miedo a la verdad. Podemos hablar la verdad, diagnosticar nuestro dolor y aceptar el pronóstico de la esperanza. Es que cuando le damos a la maldad su verdadero nombre, no solo emprendemos el proceso de recuperación, sino que también le quitamos a nuestro abusador el poder sobre nuestra mente.

Señor Jesús, la luz del día se fue,

La noche cierra ya, conmigo sé;

Sin otro amparo, Tú, por compasión,

Al desvalido da consolación.

(Henry Francis Lyte)

No desamparada

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