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3. JESÚS LLORÓ

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Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto. (Isaías 53:3a)

Una de las cosas más profundas que Dios ha hecho es humanarse. Jesús sufrió como sufre el hombre, lloró como llora el hombre y murió como muere el hombre.

¿Por qué hizo eso?

Principalmente, para obtener la salvación de los que Lo aman. Jesús vivió una vida perfecta para poder imputarles Su bondad a los que confían en Él. Sufrió una muerte agonizante para pagar nuestros pecados, en nuestro lugar. Resucitó de los muertos y ascendió al cielo para que Su pueblo pudiera gozar de la vida nueva con Él en el cielo.

Es por eso que Dios Se hizo hombre. Sin embargo, también hubo una razón secundaria. Dios Se hizo hombre para garantizarnos Su empatía y compasión. Sabemos que Él comprende nuestro dolor más intenso, pues Él también lo sufrió.

JESÚS FUE ABANDONADO

David, el rey más grandioso de Israel, escribió en el Salmo 22:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?

¿Por qué estás tan lejos de mi salvación,

y de las palabras de mi clamor?

Dios mío, clamo de día, y no respondes;

y de noche, y no hay para mí reposo.

(v. 1–2)

Alrededor de mil años después de que David escribiera su lamento, Jesús lo citó desde lo alto de una cruz empapada en sangre. Gimió las primeras cuatro palabras arameas del antiguo poema: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Marcos 15:34), y al leer el Salmo 22 completo, uno se asombra por la forma conmovedora en que se presagia Su experiencia.

Ahora bien, el Hijo de Dios no estaba insinuando que Su Padre fuera un padre abusivo o negligente. Jesús sabía que iba a morir antes de que Adán y Eva mordieran el fruto prohibido en el huerto del Edén al comienzo de la historia humana (Génesis 3:6). Jesús es Dios. El Padre es Dios. La vida, la muerte y la resurrección de Jesús no eran solo los planes del Padre, sino también los de Jesús.

Cristo fue a la cruz humilde y voluntariamente por Su misericordia, abnegación y dedicación hacia Su amado pueblo. No obstante, en ese momento en que exhaló Sus últimos alientos agonizantes, rasgado por los clavos y azotado por los látigos de púas, Jesús supo cómo se sentía ser desamparado por un padre. Supo cómo se sentía ser abandonado, estar solo. Aunque siempre había estado en unidad inescrutable y gloriosa con Dios el Padre y Dios el Espíritu Santo, fue a un lugar donde Ellos no podían seguirlo. Fue a la muerte.

Podemos tener el consuelo de saber que Dios comprende el dolor indescriptiblemente amargo de ser devastadoramente separado de alguien que uno ama y necesita. Podemos tener el consuelo de saber que Dios entiende el quebranto del corazón y la soledad. Cuando colgó sangrante y moribundo, rodeado de soldados romanos endurecidos por la guerra, una multitud sádica y burlona, y un grupo de hipócritas religiosos vengativos, Jesús supo lo que es sentirse verdaderamente falto de amor, brutalmente abandonado y rodeado de odio:

Porque perros me han rodeado;

me ha cercado cuadrilla de malignos;

horadaron mis manos y mis pies.

Contar puedo todos mis huesos;

entre tanto, ellos me miran y me observan.

Repartieron entre sí mis vestidos,

y sobre mi ropa echaron suertes.

(Salmo 22:16–18).

JESÚS FUE TRAICIONADO

La noche de la Pascua, la última cena que celebraría con Sus amigos antes de morir, Jesús…

Se conmovió en espíritu, y declaró y dijo: «De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar». Entonces los discípulos se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba (…) Respondió Jesús: «A quien Yo diere el pan mojado, aquél es». Y mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón.

(Juan 13:21–22, 26).

¿Alguna vez te has preguntado por qué Jesús le dijo a Judas que Él sabía que lo iba a traicionar? Quizás quería darle la oportunidad de cambiar de parecer. Quizás quería advertirle sobre la maldad que estaba a punto de cometer. Quizás solo quería que Judas entendiera la profundidad de Su dolor. Sea cual fuere el caso, Jesús sabía qué había en el corazón de Judas, y le dejó eso muy claro.

Judas era uno de los doce discípulos que siguieron a Jesús por todas partes, cenaron con Él y aprendieron de Él. Jesús lavó los pies de Judas. Sin embargo, Judas dejó que el pecado se exacerbara en su corazón, lo que lo llevó a darle la espalda al hombre que llamaba «Rabí» o «Maestro».

Algunos suponen que Judas traicionó a Jesús por la recompensa que le ofrecieron Sus enemigos, pero en realidad eso no calza con el perfil de un hombre que había sacrificado su hogar, su trabajo y sus posesiones para recorrer los paisajes polvorosos del antiguo Israel predicando, aprendiendo y comiendo pescado. Otros tienen la teoría de que Judas esperaba asustar a Jesús, ponerlo en una situación en que se viera forzado a usar Su poder divino para detener la crucifixión, derrocar a los romanos y libertar a Israel. Un tercer grupo sugiere que Judas estaba celoso: no era el discípulo preferido, el que obraba de milagros ni el que Jesús ayudó a caminar sobre el agua.

Quizás Judas simplemente vio lo inevitable. A lo mejor sabía que la élite religiosa que odiaba a Jesús a la larga encontraría una manera de inculparlo. En lugar de correr el riesgo de morir junto a su maestro, Judas negoció para salvarse el pellejo. Cualquiera sea el caso, Judas usó medios pecaminosos para conseguir un objetivo pecaminoso. Sin embargo, ni todas sus confabulaciones, maquinaciones, mentiras y apuestas lo pudieron salvar. Más bien, lo llevaron a la desesperación, y terminó destruyéndose.

Pero Judas no fue el único amigo que abandonó a Jesús. Pedro, uno de los mejores amigos de Jesús, juró: «Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré» (Mateo 26:35). Así y todo, Pedro negó conocer a Jesús tres veces mientras Cristo era enjuiciado y torturado. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se quebrantó y lloró. Y a esas alturas, los otros discípulos también habían huido.

Jesús experimentó traición por parte de los que Le habían jurado lealtad y habían declarado su amor por Él. Él entiende cómo se siente eso.

JESÚS FUE DIFAMADO

Imagínate un momento el juicio fingido de Jesús. Jesús está en el medio, abucheado, escarnecido y acusado falsamente por mentirosos que tenían puestas ropas sacerdotales. En el Antiguo Testamento, Dios instituyó a los sacerdotes para que hablaran al pueblo en Su nombre y Le ofrecieran sacrificios en favor del pueblo. Usaban ropas hermosas, diseñadas por y para el Sacerdote supremo, Jesucristo (Éxodo 28:31–35). ¡Hablando de lobos vestidos de ovejas! Incluso mientras torturaban y asesinaban al Mesías prometido, esos hombres tenían puestas Sus vestimentas sacerdotales. Sacrificaban corderos en el templo de Dios incluso mientras planeaban asesinar al Cordero de Dios en la cruz de un delincuente.

Las personas que Jesús amaba y a las que vino a salvar lo llamaron blasfemo —mentiroso, falso maestro y difamador de Dios—. Dijeron que estaba loco. Le dijeron borracho. Le pusieron todos los rótulos menos el que le pertenecía: el del Mesías prometido amoroso y paciente.

Yo no he sido acusada sin razón ni condenada injustamente por mi propio pueblo en un tribunal, pero sí fui golpeada en el salón donde mi familia leía la Biblia y oraba. Sé cómo se siente que te digan loca y mentirosa, y que aseguren que tú fuiste la que provocó el pecado de tu abusador.

Jesús sabe cómo se siente eso, cómo se siente que digan mentiras de ti, ser víctima de falsedades y rumores despiadados, que ciertas personas egoístas y poderosas destruyan tu reputación.

JESÚS FUE DESATENDIDO

Sería un ejercicio interesante contar las veces en que Jesús fue malentendido, malinterpretado o ignorado. Quizás sea más fácil contar las veces en que sí lo entendieron.

Muchas veces y de diversas maneras, Jesús dijo que Él era el Hijo de Dios. Muchas veces, predijo que iba a morir por nuestros pecados y resucitar de los muertos. Rara vez lo entendieron y con frecuencia pensaron que estaba loco o poseído por demonios.

Incluso en el huerto de Getsemaní, mientras Jesús lloraba y oraba, anticipando Su tortura y muerte, Sus discípulos se durmieron desconsideradamente. Jesús dijo: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo» (Mateo 26:38).

Ahora, si un amigo me dijera «Mi alma está muy triste, hasta la muerte», eso me preocuparía. Tengo la esperanza de que dejaría todo de lado para consolarlo y llorar y orar con él, incluso si no entendiera cuál es el problema.

Los amigos de Jesús no hicieron eso.

De niña, a veces traté de contarles a algunas personas sobre la vida en mi hogar. Todas esas veces me malinterpretaron. Supongo que pensaron que estaba hablando de lo que es normal en la disciplina paternal o quizá de un incidente puntual y extraño. Les dije que me estaban golpeando y, para peor, en mi propia casa, pero no se dieron el tiempo de escuchar ni de entender. De igual manera, los discípulos tuvieron una reacción totalmente inadecuada ante el sufrimiento de Jesús. En lugar de orar con Él, secarle el sudor de la frente y llorar por Su angustia, se echaron en el césped y se durmieron (v. 40, 43–44). Y eso no ocurrió una sola vez. Jesús les dijo tres veces a Sus discípulos que Su corazón estaba partiéndose, pero en lugar de preocuparse, tomaron una siesta.

¡Qué pasividad! ¡Qué indiferencia! ¿Cómo pudieron ser tan ciegos y apáticos? Sin embargo, cuando me acuerdo de las muchas personas a las que intenté contarles de mi sufrimiento, a las que traté de alertar sobre lo que me estaba haciendo mi padre, la reacción de los discípulos se vuelve muy creíble. Quizás estamos programados para hacer lo más fácil en lugar de lo mejor. Quizás el instinto humano es bloquear lo que resulta incómodo o inexplicable. Quizás todos por naturaleza preferimos ser negligentes con las personas cuando lidiar con su sufrimiento afectaría la manera en la que estamos viendo la vida o arriesgaría las relaciones o la reputación de las que gozamos.

Para la mayoría de la gente, es difícil imaginar que realmente es posible que estén ocurriendo historias de abuso como las que se ven en las noticias en la casa del lado o en su iglesia. Quizás sencillamente es algo demasiado horrible como para creer que es posible. Quizás no quieren saber porque entonces tendría que importarles. Quizás intervenir sería demasiado desastroso o inconveniente. Sin embargo, ya hagan caso omiso por ignorancia e ingenuidad o por irresponsabilidad y negación, la consecuencia que esa actitud tiene en la víctima es una sensación de aislamiento, de falta de atención y de abandono.

Las víctimas de abuso tenemos el temor profundo de que, si rompemos el silencio, nuestras palabras caerán en oídos sordos o desinteresados. Si, al igual que Cristo, le decimos a alguien «Mi alma está abrumada de dolor hasta la muerte, y quiero que sepas por qué», pero encontramos respuestas displicentes como «Deberías orar por eso», «¿Estás segura de que eso fue lo que pasó?», «Estoy seguro de que esa no fue su intención» o «¿Qué hiciste tú para que él te codiciara así?», todos nuestros miedos se ven confirmados. Y eso nos parte el corazón.

A veces, cuando Jesús fue incomprendido, Él quiso que fuera así. Decidió hablar en parábolas para que el significado quedara velado. Sin embargo, muchas veces Jesús habló con claridad, pero encontró ensimismamiento, displicencia o algo aún peor. De igual manera, podemos sentir que estamos hablando un idioma distinto al de todos los que nos rodean o que nadie se preocupa lo suficiente por nosotros como para escucharnos y ayudarnos. El sentimiento de soledad resultante Jesús lo conoce muy bien.

JESÚS FUE ODIADO

Cuando mi papá se enojaba, había un silencio aterrador antes de la tormenta. El rostro se le retorcía, sus ojos adquirían un brillo ausente, y todo su cuerpo se tensaba y tiritaba mientras movía las piernas con nerviosismo. Lo que ocurría después es lo que cualquiera podría imaginarse. Podía quebrar objetos, patear al perro o arrojarme platos, libros o una plancha. Si no tenía nada inanimado a mano, podía empujarme contra la pared, sacudirme o arrojarme. Aunque un observador externo podría pensar «Está descontrolado», yo no creo que haya habido nada de descontrol en mi papá. Pienso que sabía exactamente qué estaba haciendo y tenía pleno control de sí mismo durante sus rabietas. Desde mi perspectiva, sus ataques de ira no eran como los golpes inconscientes y los insultos disparatados de un borracho enojado, sino más bien una explosión de odio y destrucción que disfrutaba a cabalidad. A veces se reía eufórico durante sus ataques de ira.

¿Alguna vez has visto a alguien tan enojado que tiembla y escupe mientras te grita? Es aterrador. Así es cómo me imagino a la multitud iracunda que rodeaba a Jesús mientras el gobernador romano Poncio Pilato, que tenía la última palabra respecto a la vida y la muerte de todos los judíos, se dirigió a ella. Según la tradición de la fiesta judía de la Pascua, un delincuente debía ser librado de su castigo. Pilato dejó que la turba eligiera entre Jesús y Barrabás (Mateo 27:15–17).

Barrabás era un arribista político, un alborotador violento y un asesino. Pilato hizo que la gente escogiera entre ese delincuente extraordinariamente indeseable y un rabino inofensivo, con la esperanza de que eligieran a Jesús y resolvieran así su dilema moral. Sin embargo, los líderes religiosos alborotaron a la multitud y fomentaron el odio hacia Jesús. Cuando Pilato le preguntó a la gente si querían que librara a Cristo, la turba comenzó a corear: «¡Sea crucificado!» (v. 22–23).

Entonces, como puedes ver, Jesús sabe lo que es ser odiado.

Lo asombroso es que es muy probable que algunas de las personas que corearon «¡Sea crucificado!» en la corte de Pilato hayan sido almas por cuya salvación Cristo iba a morir. El hecho de que el Dios santo estuviera dispuesto a humillarse a Sí mismo, hacerse mortal, sufrir y morir por personas tan extraordinariamente indeseables es un testimonio de la grandeza de Su amor.

Ese día, Barrabás fue librado de la pena de la ley romana, aunque había sido condenado justamente, y el Jesús inocente y todopoderoso fue condenado voluntariamente en su lugar. De la misma manera, nosotros también podemos ser librados de la pena de la ley divina. Nuestra justa condena por ignorar y quebrar los mandamientos de Dios puede ser eliminada. Podemos ser librados porque Jesús murió en nuestro lugar. El soportó la ira, el juicio divino, y el juicio de los hombres porque amó a los que lo odiaban por naturaleza.

La locura del odio es aterradora. Es homicida. Es un frenesí que silencia la razón, justifica la injusticia y adormece la conciencia.

Mi padre era muy cuidadoso en su comportamiento cuando podía enfrentar consecuencias. Nunca perdió los estribos frente a personas ajenas a nuestro núcleo familiar. De niña, me enseñaron a tener cuidado con los doctores y los policías porque podían mentir sobre nosotros, denunciarnos al servicio de protección infantil y colocarnos en una familia de acogida, donde, según me decían, sufriríamos abusos aún peores.

El hecho de que mi padre tuviera dominio propio para enfurecerse solamente en privado y tomara las medidas necesarias para asegurarse de que desconfiáramos de las autoridades es una de las razones por las que pienso que entendía sus acciones.

De igual forma, Pilato y la multitud furiosa estaban en control de sus acciones. Los líderes religiosos se confabularon, premeditaron e hicieron planes para generar el conflicto. Pilato se lavó las manos con respecto al incidente, pero podría haber detenido la ejecución si así lo hubiera querido. La multitud furibunda que ahora coreaba había escuchado a Jesús predicar. Sabían que era un hombre justo, pero cayeron con facilidad en la concupiscencia seductora de la rabia.

No hay ningún dolor, físico o emocional, que nuestro Dios no haya experimentado. Como presagió David en aquel cántico hebreo antiguo:

Todos los que me ven me escarnecen;

Estiran la boca, menean la cabeza (…)

Perros me han rodeado;

me ha cercado cuadrilla de malignos;

horadaron mis manos y mis pies.

Contar puedo todos mis huesos;

entre tanto, ellos me miran y me observan.

(Salmo 22:7, 16–17)

JESÚS ENTIENDE

En Mateo 11:28–30, Jesús nos invita:

Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os haré descansar. Llevad Mi yugo sobre vosotros, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga.

Jesús no nos aplasta bajo el peso de las reglas y la culpa como lo haría un fariseo o un abusador. Su yugo no es la ley, sino las alas elevadoras de la gracia. No nos amenaza con el sufrimiento o la muerte si no logramos vivir una vida impecable. Él vivió una vida impecable por nosotros. Cargó la cruz de la condenación en nuestro lugar. La única carga que Él exige que llevemos es la del amor por Él y del anhelo de ser más como Él.

No tenemos a un Salvador incapaz de simpatizar con la vulnerabilidad, el dolor, el temor y las limitaciones. Más bien, tenemos a un Dios que Se hizo como nosotros: fue atormentado por la tentación, escarnecido por los opresores, humillado, afligido, quebrantado y abandonado.

Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino Uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.

(Hebreos 4:15–16)

Jesús no se encoge de hombros cobardemente cuando los niños son abusados y el pecado nos entrampa. Jesús mete Su mano en la arena movediza de nuestra desesperación y nos saca del pantano.

Jesús entiende.

En 1 Samuel 1, leemos sobre Ana, que estaba destrozada por su infertilidad y Le rogó a Dios en oración que le diera un bebé. Elí, el sacerdote, la vio llorando, pero no se sintió identificado. Como la tuvo por borracha, la reprendió en vez de llorar con ella. No tenemos a un sacerdote que confunde la depresión con el pecado o el desconsuelo con la necedad. Nuestro Dios no carece de empatía ni deja de ser un Padre para Sus hijos. Nuestro Salvador comprende nuestro dolor más profundo.

Jesús lloró.

Jesús sigue llorando.

Sobreviviente, que este sea tu consuelo. Dios no está lejos ni desvinculado, no es negligente ni tampoco ciego. Llora contigo, transita por las tinieblas junto a ti y te acarreará cuando ya no puedas seguir caminando. El Dios de la Biblia es el único que tiene cicatrices. Que te sean por señal de que nunca estás solo.

ORACIÓN

Señor, dame el poder para ver mi vida a la luz de la Tuya. Haz que me sienta comprendido por Ti. Bendíceme con la certeza de que simpatizas con mi agonía. También lléname de gratitud y empatía por Tu sufrimiento.

No desamparada

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