Читать книгу Novelas ejemplares y amorosas - María de Zayas y Sotomayor - Страница 12

EL CASTIGO DE LA MISERIA.

Оглавление

Índice

A servir a un grande de esta corte vino de un lugar de Navarra un hijodalgo, tan alto de pensamientos como humilde de bienes de fortuna; pues no le concedió esta madrastra de los nacidos más riqueza que una pobre cama, en la cual se recogía a dormir y se sentaba a comer: este mozo, a quien llamaremos don Marcos, tenía un padre viejo, y tanto, que sus años le servían de renta para sustentarse, pues con ellos enternecía los más empedernidos corazones.

Era don Marcos cuando vino a este honroso entretenimiento de doce años, habiendo casi los mismos que perdió a su madre de un repentino dolor de costado, y mereció en casa de este príncipe la plaza de paje y con ella los usados atributos, picardía, porquería, sarna y miseria; y aunque don Marcos se graduó en todas, en esta última echó el resto, condenándose él mismo de su voluntad a la mayor lacería que pudo padecer un padre del yermo, gastando los diez y ocho cuartos que le daban con tanta moderación, que si podía, aunque fuese a costa de su estómago y de la comida de sus compañeros, procuraba que no se disminuyesen, o ya que algo gastase, no de suerte que se viese mucho su falta.

Era don Marcos de mediana estatura, y con la sutileza de la comida se vino a transformar de hombre en espárrago. Cuando sacaba de mal año su vientre era el día que le tocaba servir la mesa de su amo, porque quitaba de trabajo a los mozos de plata llevándoles lo que caía en sus manos más limpio que ellos lo habían puesto en la mesa, proveyendo sus faltriqueras de todo aquello que sin peligro se podía guardar para otro día.

Con esta miseria pasó la niñez, acompañando a su dueño en muchas ocasiones dentro y fuera de España, donde tuvo principales cargos. Vino a merecer don Marcos pasar de paje a gentilhombre, haciendo en esto su amo con él lo que no hizo el cielo. Trocó pues los diez y ocho cuartos por cinco reales y tantos maravedís: pero ni mudó de vida, ni alargó la ración a su cuerpo, antes como tenía más obligaciones, iba dando más nudos a su bolsa.

Jamás se encendió en su casa luz, y si alguna vez se hacía esta fiesta, era el que le concedía su diligencia y el descuido del repostero, algún cabo de vela, el cual iba gastando con tanta cordura, que desde la calle se iba desnudando, y en llegando a casa dejaba caer los vestidos y al punto le daba la muerte.

Cuando se levantaba por la mañana, tomaba un jarro que tenía sin asa, y salía a la puerta de la calle, y al primero que veía le pedía remediase su necesidad, y esto le duraba dos o tres días, porque lo gastaba con mucha estrechez. Luego se llegaba donde jugaban los muchachos y por un cuarto llevaba uno que le hacía la cama, y si tenía criado, se concertaba con él que no le había de dar ración más de dos cuartos y un pedazo de estera en que dormir; y cuando estas cosas le faltaban, llevaba un pícaro de cocina que lo hacía todo y le virtiese una extraordinaria vasija en que hacía las inexcusables necesidades; era al modo de un arcaduz de noria, porque había sido en un tiempo jarro de miel, que hasta en verter sus excrementos guardó la regla de la observancia.

Su comida era un panecillo de un cuarto, media libra de vaca, un cuarto de zarandajas y otro que daba al cocinero porque tuviese cuidado de guisarlo limpiamente; y esto no era cada día sino solo los feriados, que lo ordinario era un cuarto de pan y otro de queso.

Entraba en el estrado donde comían sus compañeros, y llegaba al primero y decía:

—Buena debe de estar la olla, que da un olor que consuela, en verdad que la he de probar.

Y diciendo y haciendo sacaba una presa; y de esta suerte daba la vuelta de uno en uno a todos los platos: que hubo día que, en viéndole venir, el que podía se comía de un bocado lo que tenía delante; y el que no, ponía la mano sobre su plato.

Con el que tenía más amistad era con un gentilhombre de casa, que estaba aguardando verle entrar a comer o cenar, y luego con su pan y queso en la mano entraba diciendo:

—Por cenar en conversación os vengo a cansar —y con esto se sentaba en la mesa y alcanzaba de lo que había.

Vino en su vida lo compró, aunque lo bebía algunas veces en esta forma: poníase a la puerta de la calle y, como iban pasando las mozas y muchachos con el vino, les pedía en cortesía se lo dejasen probar; obligándoles lo mismo a hacerlo. Si la moza o muchacho eran agradables, les pedía licencia para otro traguillo.

Viniendo a Madrid en una mula, y con un mozo que por venir en su compañía se había aplicado a servirle por ahorrar de gasto, le envió en un lugar por un cuarto de vino, y mientras que fue por él se puso a caballo y se partió, obligando al mozo a venir pidiendo limosna.

Jamás en las posadas le faltó un pariente que, haciéndose gorra con él, le ahorraba la comida. Vez hubo que dio a su mula paja del jergón que tenía en la cama, todo a fin de no gastar.

Varios cuentos se decían de don Marcos, con que su amo y sus amigos pasaban tiempo, tanto que ya era conocido en la corte por el hombre más regalado de los que se conocían en el mundo.

Vino don Marcos de esta suerte, cuando llegó a los treinta años, a tener nombre y fama de rico; y con razón, pues vino a juntar, a costa de su opinión y hurtándoselo al cuerpo, seis mil ducados, los cuales se tenía siempre consigo, porque temía mucho las retiradas de los genoveses; pues cuando más descuidado ven a un hombre le dan manotada como zorro.

Y como don Marcos no tenía fama de jugador ni de amancebado, cada día se le ofrecían varias ocasiones de casarse, aunque lo regateaba, temiendo algún mal suceso: parecíales bien a las señoras que lo deseaban para marido y quisieran más fuese gastador que guardoso, que con este nombre calificaron su miseria.

Entre muchas que desearon ser suya fue una señora que no había sido casada, si bien estaba en opinión de viuda, mujer de buen gusto y de alguna edad, aunque lo encubría con las galas, adornos e industria; porque era viuda galán, con su monjil de tercianela, tocas de reinas y su poquito de moño.

Era buena señora, cuyo nombre es doña Isidora, muy rica en hacienda, según decían todos los que la conocían, y su modo de tratarse lo mostraba. Y en esto siempre se adelantaba el vulgo más de lo que era razón.

Propusiéronle a don Marcos este matrimonio, pintándole a la novia con tan perfectos colores y asegurándole que tenía más de catorce o quince mil ducados, diciéndole haber sido su difunto consorte un caballero de lo mejor de Andalucía, que asimismo decía serlo la señora, dándole por patria a la famosa ciudad de Sevilla; con la cual nuestro don Marcos se dio por casado.

El que trataba el casamiento era un gran socarrón, tercero no solo de casamientos sino de todas mercaderías, tratante en grueso de buenos rostros y mejores bolsas, pues jamás ignoraba lo malo y lo bueno de esta corte, y era la causa haberle prometido buena recompensa: ordenó llevar a don Marcos a vistas, y lo hizo la misma tarde que se lo propuso porque no hubiese peligro en la tardanza.

Entró don Marcos en casa de doña Isidora, casi admirado de ver la casa, tantos cuadros, tan bien labrada y con tanta hermosura; y mirola con atención, porque le dijeron que era su dueño la misma que lo había de ser de su alma, a la cual halló entre tantos damascos y escritorios, que más parecía casa de señora de título que de particular, con un estrado tan rico y la casa con tanto aseo, olor y limpieza, que parecía no tierra sino cielo, y ella tan aseada y bien prendida, como dice un poeta amigo, que pienso que por ella se tomó este motivo de llamar así a los aseados.

Tenía consigo dos criadas, una de labor y otra de todo y para todo, que a no ser nuestro hidalgo tan compuesto y tenerle el poco comer tan mortificado, por solo ellas pudiera casarse con su ama, porque tenían tan buenas caras como desenfado, en particular la fregona, que pudiera ser reina si se dieran los reinos por hermosura.

Admirole sobre todo el agrado y discreción de doña Isidora, que parecía la misma gracia, tanto en donaire como en amores, y fueron tantas y tan bien dichas las razones que dijo a don Marcos que no solo le agradó, mas le enamoró, mostrando en sus agradecimientos el alma, que la tenía el buen señor bien sencilla y sin doblez.

Agradeció doña Isidora al casamentero la merced que le hacía en querer emplearle tan bien, acabando de hacer tropezar a don Marcos en una aseada y costosa merienda, en la cual hizo alarde de la vajilla rica y olorosa ropa blanca, con las demás cosas que en una casa tan rica como la de doña Isidora era fuerza hubiese.

Hallose a la merienda un mozo galán, desenvuelto y que de bien entendido picaba en pícaro, al cual doña Isidora regalaba a título de sobrino, cuyo nombre era Agustinico, que así le llamaba su señora tía.

Servía a la mesa Inés, porque Marcela, que así se llamaba la doncella, por mandado de su señora tenía ya en las manos un instrumento, en el cual era tan diestra que no se le ganara el mejor músico de la corte, y esto acompañaba con una voz que más parecía ángel que mujer, y a la cuenta era todo. La cual con tanto donaire como desenvoltura, sin aguardar a que la rogasen, porque estaba cierta que lo haría bien, o fuese acaso o de pensado, cantó así:

Claras fuentecillas,

Pues murmuráis,

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad que vive

Libre y descuidado,

Y que mi cuidado,

En el agua escribe;

Que pena recibe

Si sabe mi pena,

Que es dulce cadena

De mi libertad:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad que tiene

El pecho de hielo,

Y que por consuelo

Penas me previene:

Responde que pene

Si favor le pido,

Y se hace dormido

Si pido piedad:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad que llama

Cielos otros ojos,

Más por darme enojos,

Que porque los ama,

Que mi ardiente llama

Paga con desdén,

Y quererle bien

Con quererme mal:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Y si en cortesía

Responde a mi amor,

Nunca su favor

Duró más de un día,

Do la pena mía

Ríe lisonjero,

Y aunque ve que muero,

No tiene piedad:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad que ha días

Tiene la firmeza,

Y que con tibieza

Paga mis porfías:

Mis melancolías

Le causan contento,

Y si mudo intento,

Muestra voluntad:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad, que he sido

Eco desdichada,

Aunque despreciada,

Siempre le he seguido;

Y que si le pido

Que escuche mi queja,

Desdeñoso deja

Mis ojos llorar:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad que altivo,

Libre y desdeñoso

Vive, y sin reposo,

Por amarle, vivo,

Que no da recibo

A mi eterno amor,

Antes con rigor

Me intenta matar:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad sus ojos

Graves y severos,

Aunque bien ligeros

Para darme enojos,

Que rinde despojos

A su gentileza,

Cuya altiva alteza

No halla su igual:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad que ha dado

Con alegre risa

La gloria a Belisa,

Que a mí me ha quitado,

No de enamorado,

Sino de traidor,

Que aunque finge amor

Miente en la mitad:

Murmurad a Narciso

Que no sabe amar.

Murmurad mis celos

Y penas rabiosas,

Hay fuentes hermosas,

A mis ojos cielos,

Y mis desconsuelos,

Penas y disgustos,

Mis perdidos gustos,

Fuentes murmurad;

Y también a Narciso

Que no sabe amar.

No me atreveré a determinar en qué halló nuestro don Marcos más gusto, si en las empanadas y hermosas tortadas, lo uno picante y lo otro dulce, si en el sabroso pernil y fruta fresca y gustosa, acompañado todo con el licor del santo remedio de los pobres, que a fuerza de brazos estaba virtiendo hielo, siendo ello mismo fuego, que por eso llamaba un aficionado a las cantimploras remedio contra el fuego; o en la dulce voz de Marcela, porque al son de su letra él no hacía sino comer, tan regalado de doña Isidora y de Agustinico que no lo pudiera ser más si él fuera el rey, porque si en la voz hallaba gusto para los oídos, en la merienda recreo para su estómago, tan ayuno de regalos como de sustento.

Regalaba también doña Isidora a don Agustín, sin que don Marcos, como poco escrupuloso, reparase en nada más de sacar de mal año sus tripas; porque creo, sin levantarle testimonio, que sirvió la merienda de aquella tarde de ahorro de seis días de ración, y más con los buenos bocados que doña Isidora y su sobrino atestaban y embutían en el baúl vacío del buen hidalgo, provisión bastante para no comer en mucho tiempo.

Feneciose la merienda con el día, y estando ya prevenidas cuatro bujías en sus hermosos candeleros, a la luz de las cuales y al dulce son que Agustinico hizo en el instrumento que Marcela había tocado, bailaron ella e Inés lo rastreado y soltillo, sin que se quedase la capona olvidada, con tal donaire y desenvoltura que se llevaba entre los pies los ojos y el alma del auditorio, y tornando Marcela a tomar la guitarra, a petición de don Marcos, que como estaba harto quería bureo, feneció la fiesta con este romance:

Fuese Bras de la cabaña:

Sabe Dios si volverá,

Por ser firmísima Menga,

Y ser muy ingrato Bras.

Como no sabe ser firme,

Desmayole el verse amar,

Que quien no sabe querer,

Tampoco sabe estimar.

No le ha dado Menga celos,

Que no se los pudo dar,

Porque si supiera darlos,

Supiera hacerse estimar.

Es Bras de condición libre,

No se quiere sujetar,

Y así viéndose querido,

Supo el modo de olvidar.

No solo a sus gustos sigue,

Más sábelos publicar,

Que quiere a fuerza de penas

Hacerse estimar en más.

Que no volverá es muy cierto,

Que es cosa la voluntad,

Que cuando llega a trocarse

No vuelve a su ser jamás.

Por gustos ajenos muere,

Pero no se morirá,

Que sabe fingir pasiones

Hasta que llega a alcanzar.

Desdichada la serrana

Que en él se viene a emplear,

Pues aunque siembre afición,

Solo penas cogerá.

De ser poco lo que pierde,

Certísima Menga está,

Pues por mal que se aventure,

No puede tener más mal.

Es franco de disfavores,

De tibieza liberal,

Pródigo de demasías,

Escaso de voluntad.

Dice Menga que se alegra,

No sé si dice verdad,

Que padecer despreciada

Es dudosa enfermedad.

Suelen publicar salud

Cuando muriéndose están,

Mas no niego que es cordura

El saber disimular.

Esconderse por no verla,

Ni de sus cosas hablar,

Ni tarde de su alabanza,

Indicios de salud da.

Pero de vivir contenta,

Y ella en secreto llorar,

Llevar mal que mire a otras,

De amor parece señal.

Lo que por mi teología

He venido a pergeñar

Es que aquel que dice injurias

Cerca está de perdonar.

Préciase Menga de noble:

No sé si querrá olvidar,

Que una vez elección hecha,

No es noble quien vuelve atrás.

Mas ella me ha dicho a mí

Que en llegando a averiguar

Injurias, celos y agravios,

Afrenta el verle será.

Al dar fin al romance se levantó el corredor de desdichas y le dijo a don Marcos que era hora de que la señora doña Isidora reposase, y así se despidieron los dos de ella y de Agustinico, y de las otras damiselas, y dieron la vuelta a su casa, yendo por la calle tratando lo bien que le había parecido doña Isidora, y descubriendo enamorado don Marcos, más del dinero que de la dama, el deseo que tenía de verse ya su marido, y así le dijo que diera un dedo de la mano por verlo ya hecho, porque era sin duda que le estaba muy bien, aunque no pensaba tratarse después de casado con tanta ostentación y grandeza, pues que aquello era bueno para un príncipe y no para un hidalgo particular como él era, pues con su ración y alguna cosa más había para el gasto; y que seis mil ducados que tenía, y otros tantos que más podía hacer de cosas excusadas que había en casa de doña Isidora; pues bastaba para la casa de un escudero de un señor cuatro cucharas, un jarro, una salvilla y una buena cama, y a este modo cosas que no se pueden excusar: todo lo demás era cosa sin provecho, que mejor estaría en dineros, y puestos en renta, vivirían como un príncipe, y podían dejar a sus hijos, si Dios se los diese, con qué pasar muy honradamente, y cuando no los tuviesen, pues doña Isidora tenía aquel sobrino, para él sería todo, si fuese tan obediente que quisiese respetarle como a padre.

Hacía estos discursos don Marcos tan en su punto que el casamiento lo dio por concluido, y así le respondió que él hablaría otro día a doña Isidora y se efectuaría el negocio, porque en estos casos de matrimonio tantos tienen deshechos las dilaciones como la muerte.

Con esto se despidieron, y él se volvió a contar a doña Isidora lo que con don Marcos había pasado, codicioso de las albricias; y este a casa de su amo, donde hallándolo todo en silencio, por ser muy tarde, sacando un cabo de vela de la faltriquera, se llegó a una lámpara que estaba en la calle alumbrando una cruz, y puesta la vela en la punta de la espada, la encendió, y después de haberle suplicado con una breve oración que fuese la que se quería echar a cuestas para bien suyo, se entró en su posada y se acostó, aguardando impaciente el día, pareciéndole que se le había de despintar tal ventura.

Dejémosle dormir y vamos al casamentero, que vuelto a casa de doña Isidora le contó lo que pasaba y cuán bien le estaba. Ella que lo sabía mejor que no él, como adelante se dirá, dio luego el sí y cuatro escudos al tratante por principio, y le rogó que luego por la mañana volviese a don Marcos y le dijese como ella tenía a gran suerte el ser suya, que no le dejase de la mano, antes gustaría que se le trajese a comer con ella y su sobrino, para que se hiciesen las escrituras y se sacasen los recados.

¡Qué dos nuevas para don Marcos: convidado y novio! Y con ellas por ser tan buenas, madrugó el casamentero y dio los buenos días a nuestro hidalgo don Marcos, al cual halló ya vistiéndose (que amores de blanca niña no le dejaban reposar). Recibió con los brazos a su buen amigo, que así llamaba al procurador de pesares, y con el alma la resolución de su ventura, y acabándose de vestir de las más costosas galas que su miseria le consentía, se fue con su norte de desdichas a casa de su dueño, su señora, donde fue recibido de aquella sirena con la agradable música de sus caricias, y de don Agustín, que se estaba vistiendo, con mil modos de cortesías y agrados; donde en buena conversación y agradecimiento de su ventura y sumisiones del cauto mozo, en agradecimiento del lugar que de hijo le daba, pasaron hasta que fue hora de comer, que de la sala del estrado se entraron a otra cuadra más adentro donde estaba puesta la mesa y aparador, como pudiera en casa de un gran señor.

No tuvo necesidad doña Isidora de gastar muchas arengas para obligar a don Marcos a sentarse a la mesa, porque antes él rogó a los demás que lo hiciesen, sacándolos de esta penalidad, que no es pequeña.

Satisfizo el señor convidado su apetito en la bien sazonada comida y sus deseos en el compuesto aparador, tornando en su memoria a hacer otros tantos discursos como la noche pasada, y más como veía a doña Isidora tan liberal y cumplida, como aquella que había de ser suya, le parecía aquella grandeza vanidad excusada y dinero perdido.

Acabose la comida y preguntaron a don Marcos si quería, en lugar de dormir la siesta, por no haber en aquella casa cama para huéspedes, jugar al hombre. A lo cual respondió que servía a un señor tan virtuoso y cristiano, que si supiera que criado suyo jugaba, ni aun al quince, no estuviera una hora en su casa, y que como él sabía esto, había tomado por regla el darle gusto; demás de ser su inclinación buena y virtuosa, pues no tan solamente no sabía jugar al hombre, mas que no conocía ni una carta, y que verdaderamente hallaba por su cuenta que valía el no saber jugar muchos ducados por año.

—Pues el señor don Marcos —dijo doña Isidora— es tan virtuoso que no sabe jugar (¡qué bien le digo yo a Agustinillo, que es lo que está mejor al alma y a la hacienda!), ve, niño, y dile a Marcela que se dé prisa a comer, y traiga su guitarra e Inesita sus castañuelas, y en eso entretendremos la siesta hasta que venga el notario que el señor Gamarra (que así se llamaba el casamentero) tiene prevenido para hacer las capitulaciones.

Fue Agustinico a lo que su señora tía le mandaba, y mientras venía prosiguió don Marcos, y asiendo la plática desde arriba:

—Pues en verdad, dijo, que puede Agustín, si pretende darme gusto, no tratar de jugar ni salir de noche, y con eso seremos amigos: de hacerlo habría mil rencillas, porque soy muy amigo de recogerme temprano la noche que no hay que hacer: y que en entrando, no solo se cierre la puerta mas se clave, no porque soy celoso, que harto ignorante es el que lo es, teniendo mujer honrada; mas porque las casas ricas nunca están seguras de ladrones, no quiero que me lleven con sus manos lavadas lo que a mí me costó tanto afán y fatiga el ganarlo; y así yo le quitaré el vicio, y sobre esto sería el diablo.

Vio doña Isidora tan colérico a don Marcos que fue menester mucho de su despejo para desenojarle, y así le dijo que no se disgustase, que el muchacho haría todo lo que fuese de su gusto, porque era el mozo más dócil que en su vida había tratado, que al tiempo daba por testigo.

—Esto le importa —replicó don Marcos, y atajó la plática don Agustín y las damiselas, que venían cada una con su instrumento, y la desenvuelta Marcela dio principio a la fiesta con estas décimas:

Lauro, si cuando te amaba

Y tu rigor me ofendía,

Triste de noche y de día,

Tu ingrato trato lloraba;

Si en ninguna parte hallaba

Remedio de mi dolor,

Pues cuando solo un favor

Era paz de mis enojos,

Siempre en tus ingratos ojos

Hallé crueldad por amor.

Si cuando pedí a los cielos

La muerte por no mirarte,

Y maltratarme y culparte

Eran todos mis desvelos:

Supe seguida de celos,

Mereciendo ser querida,

Quise quitarme la vida:

Dime, ¿cómo puede haber

Otro mayor mal, que ser

Cruelmente aborrecida?

Yo lo tengo por mayor

Que no vivir olvidada,

Que siéndolo, no te enfada

Como otras veces mi amor:

Tengo el verte por favor,

Que tu descuido me ofrece

La paz que aquel que aborrece

Niega al que adorando está;

Luego el olvido será

Mayor daño que parece.

Y así a pedirte favor,

Con disfavor me convidas,

Porque al fin como me olvidas,

No te ofendas de mi amor:

Que alguna vez tu rigor

Vendrá a tomar por partido

Amar en lugar de olvido;

Y si has de aborrecer,

Más quiero, Lauro, no ser,

Que aborrecida haber sido.

No sabré decir si lo que más agradó a los oyentes fue la suave voz de Marcela o los versos que cantó: finalmente, a todo dieron alabanza, pues aunque las décimas no eran las más cultas, ni más acendradas, el donaire de Marcela les dio tanta sal que supliera mayores faltas; y porque mandaba doña Isidora a Inés que bailase con Agustín, le previno don Marcos que fenecido el baile volviese a cantar, pues lo hacía divinamente, lo cual Marcela hizo con mucho gusto, dándosele al señor don Marcos con este romance:

Ya de mis desdichas

El colmo veo,

Y en ajenos favores

Miro mis celos.

Ya no tengo que esperar

De tu amor, ingrato Ardenio,

Aunque tus muchas tibiezas

Mida con mi sufrimiento.

Que ya en mi fuego te hieles,

Ni que me encienda en tu hielo,

Que mueran mis esperanzas,

Ni que viva en mi tormento.

Como en mi confusa pena

No hay alivio ni remedio,

Ni le busco, ni le pido,

Desesperada padezco.

Pues de mis desdichas

El colmo veo,

Y en ajenos favores

Miro mis celos.

¿Qué tengo ya que esperar,

Ni cómo obligar pretendo

A quien de solo matarme

Atrevido lleva intento?

A los hermanos imito,

Que por pena en el infierno,

Tienen trabajo sin fruto,

Y servir fuera de tiempo.

Acaba, saca la espada,

Pasa mi constante pecho,

Acabaré de penar,

Si no es mi tormento eterno.

Pues de mis desdichas

El colmo veo,

Y en ajenos favores

Miro mis celos.

Quiérote bien, ¡qué delito

Para castigo tan fiero!

Pero tú te desobligas,

Cuando ya obligarte pienso.

¿Quién creyera que mis partes,

Que alguno estimó por cielos,

Son infiernos a tus ojos,

Pues de ellas andas huyendo?

Siempre decís que buscáis

Los hombres algún sujeto,

Que sea en aquesta edad

De constancia claro ejemplo.

Y si acaso halláis alguno,

Le hacéis tal tratamiento,

Que aventura por vengarse,

No una honra, sino ciento.

Míralo en ti y en mi amor,

No quieras más claro espejo,

Y verás como hay mujeres

Con amor y sufrimiento.

Pues de mis desdichas

El colmo veo,

Y en ajenos favores

Miro mis celos.

Hasta aquí pensé callar,

Tus sinrazones sufriendo,

Mas pues voluntad publicas,

¿Como callaré con celos?

Sepa el mundo que te quise,

Sepa el mundo que me has muerto,

Y sépalo esa tirana

De mi gusto y de mi dueño.

Poco es brasas, como Porcia,

Poco es como Elisa, acero,

Más es morir de sospechas,

Fuego que en el alma siento.

Pues de mis desdichas

El colmo veo,

Y en ajenos favores

Miro mis celos.

Poco puedo, Ardenio ingrato,

Y hoy pienso que puedo menos,

Pues sufriendo no te obligo,

Ni te obligué padeciendo.

Yo gusto que tengas gustos,

Pero tenlos con respeto,

De que me llamaste tuya,

O de veras, o fingiendo.

Cuando en tus ojos me miro,

En ellos miro otro dueño,

¿Pues qué has menester decirme

Lo que yo tengo por cierto?

Pues de mis desdichas

El colmo veo,

Y en ajenos favores

Miro mis celos.

Ingrato, si ya tus glorias

No te caben en el pecho,

Guárdalas, que para mí

Son más que gloria, veneno.

Mas tú debes de gustar

De verme vivir muriendo,

Que el querer y aborrecer

En ti viene a ser extremo.

Y si de matarme gustas,

Acaba, mátame presto;

Pero si celosa vivo,

¿Para qué otra muerte quiero?

Pues de mis desdichas

El colmo veo,

Y en ajenos favores

Miro mis celos.

Como era don Marcos de los sanos de Castilla y sencillo como un tafetán de la China, no se le hizo largo este romance, antes quisiera que durara mucho más, porque la llaneza de su ingenio no era como los fileteados de la corte, que en pasando de seis estancias, se enfadan.

Dio las gracias a Marcela, y le pidiera que pasara adelante si a este punto no entrara el buen Gamarra con un hombre que dijo ser notario; si bien más parecía lacayo que otra cosa, y se hicieron las escrituras y conciertos, poniendo doña Isidora en la dote doce mil ducados y aquellas casas; y como don Marcos era hombre tan sin malicia, no se metió en más averiguaciones, con lo que el buen hidalgo estaba tan contento que posponiendo su autoridad, bailó con su querida esposa, que así llamaba a doña Isidora.

Cenaron aquella noche con el mismo aplauso y ostentación que habían comido, si bien todavía el tema de don Marcos era la moderación del gasto: pareciéndole, como dueño de aquella casa y hacienda, que si de aquella suerte iba, no había dote para cuatro días; mas hubo de callar hasta mejor ocasión.

Llegó la hora de recogerse, y por excusar trabajo de ir a su posada, quiso quedarse con su señora, mas ella con muy honesto recato dijo que no había de poner hombre el pie en el casto lecho que fue de su difunto señor mientras no tuviese las bendiciones de la iglesia, con lo que tuvo por bien don Marcos de irse a dormir a su casa (que no sé si diga que más fue velar, supuesto que el cuidado de sacar las amonestaciones le tenía ya vestido a las cinco).

En fin se sacaron, y en tres días de fiesta que la fortuna trajo de los cabellos, que a la cuenta sería el mes de agosto, que las trae de dos en dos, se amonestaron, dejando para el lunes, que en las desgracias no tuvo que envidiar al martes, el desposar y el velarse todo junto, a uso de grandes: lo cual se hizo con grande aparato y grandeza, así de galas como en lo demás, porque don Marcos, humillando su condición, y venciendo su miseria, sacó fiado, por no descabalar los seis mil ducados, un rico vestido y faldellín para su esposa, haciendo cuenta que con él y la mortaja cumplía, no porque se le vino al pensamiento la muerte de doña Isidora sino por parecerle que poniéndosele solo de una Navidad a otra, habría vestido hasta el día del juicio.

Trajo asimismo de casa de su amo padrinos que todos alababan su elección y engrandecían su ventura, pareciéndoles acertamiento haber hallado una mujer de tan buen parecer y tan rica, pues aunque doña Isidora era de más edad que el novio, contra el parecer de Aristóteles y otros filósofos antiguos, lo disimulaba de suerte que era milagro verla tan bien aderezada.

Pasada la comida, y estando ya sobre tarde alegrando con bailes la fiesta, en los cuales Inés y don Agustín mantenían la tela, mandó doña Isidora a Marcela que la engrandeciese con su divina voz, a la cual no haciéndose de rogar, con tanto desenfado como donaire cantó así:

Si se ríe el alba,

De mí se ríe,

Porque adoro tibiezas,

Y muero firme.

Cuando el alba miro,

Con alegre risa

Mis penas me avisa,

Mis males suspiro;

Pero no me admiro

De verla reír,

Ni de presumir

Que de mí se ríe:

Porque adoro tibiezas,

Y muero firme.

Ríese de verme

Con cien mil pesares,

Los ojos dos mares,

Viendo aborrecerme;

Cuando ingrato duerme

Mi querido dueño,

Mi dolor el sueño

Triste despide:

Porque adoro tibiezas,

Y muero firme.

Ríe el ver que digo

Que no tengo amor,

Cuando su rigor

De secreto sigo,

Por haber sido obligado

A tratarme bien,

Al mismo desdén

Que en matarme vive:

Porque adoro tibiezas,

Y muero firme.

Ríe que me alejo

De aquello que sigo;

Llamado enemigo

Por lo que me quejo,

Que pido consejo,

Amando sin él;

Despido cruel

Lo que no me sigue:

Porque adoro tibiezas,

Y muero firme.

Ríe el ver mis ojos

Publicar tibieza,

Cuando mi firmeza

Les da mil enojos,

Ofrecer despojos

Y encubrir pasión,

Mirar a traición

Unos ojos libres:

Porque adoro tibiezas,

Y muero firme.

Ríe el que procura

Encubrir mis celos,

Que estoy sin desvelos

Cuando miento y juro,

El descuido apuro,

Lo que me da pena,

Porque amor ordena

Mi muerte triste:

Porque adoro tibiezas,

Y muero firme.

Llegose en estos entretenimientos la noche, principio de la posesión de don Marcos, y más de sus desdichas, pues antes de tomarla empezó la fortuna a darle con ellas en los ojos, y así fue la primera darle a don Agustín un accidente: no me atrevo a decir si le causó el ver casada a su señora tía; solo digo que puso la casa en alboroto, porque doña Isidora empezó a desconsolarse, acudiendo más tierna que fuera razón a desnudarle para que se acostase, haciéndole tantas caricias y regalos que casi dio celos al desposado, el cual viendo ya al enfermo algo sosegado, mientras su esposa se acostaba, acudió a prevenir con cuidado que se cerrasen las puertas y echasen las aldabas a las ventanas; cuidado que puso en las desenvueltas criadas de su querida mujer la mayor confusión y aborrecimiento que se puede pensar, pareciéndoles achaque de celoso; y no lo era cierto, sino de avaro; porque como el buen señor había traído su ropa y con ella sus seis mil ducados, que aun apenas habían visto la luz del cielo, quería acostarse seguro de que lo estaba su tesoro.

En fin, él se acostó con su esposa; las criadas en lugar de acostarse se pusieron a murmurar y llorar, exagerando la prevenida y cuidadosa condición de su dueño. Empezó Marcela a decir:

—¿Qué te parece, Inés, a lo que nos ha traído la fortuna, pues de acostarnos a las tres y a las cuatro, oyendo músicas y requiebros, ya en la puerta de la calle, ya en las ventanas, rodando el dinero en nuestra casa, como en otras la arena, hemos venido a ver a las once cerradas las puertas y clavadas las ventanas, sin que haya atrevimiento en nosotras para abrirlas?

—Mal año abrirlas —dijo Inés—; Dios es mi Señor, que tiene traza nuestro amo de echarles siete candados como a la cueva de Toledo: ya, hermana, esas fiestas que dices se acabaron, no hay sino echarnos dos hábitos, pues mi ama ha querido esto: ¿qué poca necesidad tenía de haberse casado, pues no le faltaba nada, y no ponernos a todas en esta vida?, que no sé cómo no la ha enternecido ver al señor don Agustín cómo ha estado esta noche, que para mí esta higa si no es la pena de verla casada el accidente que tiene: y no me espanto, que está enseñado a holgarse y regalarse, y viéndose ahora enjaulado como jilguerillo, claro está que lo ha de sentir como yo lo siento: que malos años para mí, que me pudieran ahogar con una hebra de seda cendalí.

—Aun tú, Inés —replicó Marcela—, que sales fuera por todo lo que es menester, no tienes que llorar; mas triste de quien por llevar adelante este mal afortunado nombre de doncella, ya que en lo demás haya tanto engaño, ha de estar padeciendo todos los infortunios de un celoso, que las hormiguillas la parecen gigantes; mas yo lo remediaré, supuesto que por mis habilidades no me ha de faltar la comida. Mala pascua para el señor don Marcos si yo tal sufriere.

—Yo, Marcela —dijo Inés—, será fuerza que sufra, porque si te he de confesar verdad, don Agustín es la cosa que más quiero; si bien hasta ahora mi ama no me ha dado lugar de decirle nada, aunque conozco de él que no me mira mal, mas de aquí adelante será otra cosa, que habrá de dar más tiempo acudiendo a su marido.

En estas pláticas estaban las criadas, y era el caso que el señor don Agustín era galán de doña Isidora, y por comer, vestir y gastar a título de sobrino, no solo llevaba la carga de la vieja mas otras muchas, como eran las conversaciones de damas y galanes, juegos y bailes y otras cosillas de este jaez, y así pensaba sufrir la del marido, aunque la mala costumbre de dormir acompañado le tenía aquella noche con alguna pasión; pues como Inés le quería, dijo que quería ir a ver si había menester algo mientras se desnudaba Marcela, y fue tan buena su suerte, que como don Agustín era muchacho, tenía miedo, y así la dijo:

—Por tu vida, Inés, que te acuestes aquí conmigo, porque estoy con el mayor asombro del mundo, y si estoy solo, en toda la noche podré sosegar de temor.

Era piadosísima Inés, y túvole tanta lástima que al punto le obedeció, dándole las gracias de mandarle cosas de su gusto.

Llegose la mañana, martes al fin, y temiendo Inés que su señora se levantase y la cogiese con el hurto en las manos, se levantó más temprano que otras veces y fue a contar a su amiga sus venturas; y como no hallase a Marcela en su aposento, fue a buscarla por toda la casa, y llegando a una puertecilla falsa que estaba en un corral, algo a trasmano, la halló abierta, y era que Marcela tenía cierto requiebro, para cuya correspondencia tenía llave de la puertecilla, por donde se había ido con él, quitándose de ruidos; y aposta, por dar a don Marcos tártago, la había dejado abierta: y visto esto, fue dando voces a su señora, a las cuales despertó el miserable novio, y casi muerto de congoja saltó de la cama, diciendo a doña Isidora que hiciese lo mismo y mirase si le faltaba alguna cosa, abriendo a un mismo tiempo la ventana; y pensando hallar en la cama a su mujer, no halló sino una fantasma o imagen de la muerte, porque la buena señora mostró las arrugas de la cara por entero, las cuales encubría con el afeite, que tal vez suele ser encubridor de años, que a la cuenta estaban más cerca de cincuenta y cinco que de treinta y seis, como había puesto en la carta de dote, porque los cabellos eran pocos y blancos por la nieve de muchos inviernos pasados.

Esta falta no era mucha, merced a los moños y a su autor, aunque en esta ocasión se la hizo a la pobre dama, respecto de haberse caído sobre las almohadas con el descuido del sueño, bien contra la voluntad de su dueño: los dientes estaban esparcidos por la cama, porque, como dijo el príncipe de los poetas, daba perlas de barato, a cuya causa tenía don Marcos uno o dos entre los bigotes, demás de que parecían tejado con escarcha, de lo que habían participado de la amistad que con el rostro de su mujer habían hecho.

Cómo se quedaría el pobre hidalgo se deja a la consideración del pío lector, por no alargar pláticas en cosa que pueda la imaginación suplir cualquiera falta; solo digo que doña Isidora, que no estaba menos turbada de que sus gracias se manifestasen tan a letra vista, asió con una presurosa congoja su moño, mal enseñado a dejarse ver tan de mañana, y atestósele en la cabeza, quedando peor que sin él; porque con la prisa no pudo ver como le ponía, y así se le acomodó cerca de las orejas. ¡Oh maldita Marcela, causa de tantas desdichas, no te lo perdone Dios, amén!

En fin, más alentada, aunque con menos razón, quiso tomar un faldellín para salir a buscar su fugitiva criada, mas ni él ni el vestido rico con que se había casado, ni los chapines con viras, ni otras joyas que estaban en una sala; porque esto y el vestido de don Marcos, con una cadena que valía doscientos escudos que había traído puesta el día antes, la cual había sacado de su tesoro para solemnizar su fiesta, no pareció, porque la astuta Marcela no quiso ir desapercibida.

Lo que haría don Marcos en esta ocasión, ¿qué lengua bastará a decirlo, ni qué pluma a escribirlo? Quien supiere que a costa de su cuerpo lo había ganado, podrá ver cuán al de su alma lo sentiría, y más no hallando consuelo en la belleza de su mujer, porque bastaba a desconsolar al mismo infierno. Si ponía los ojos en ella, veía una estantigua; si los apartaba, no veía sus vestidos y cadena, y con este pesar se paseaba muy aprisa, así en camisa por la sala, dando palmadas y suspiros.

Mientras él andaba así, doña Isidora se fue al Jordán de su retrete y arquilla de baratijas; se levantó Agustín, a quien Inés había ido a contar lo que pasaba, riéndose los dos de la visión de doña Isidora y la bellaquería de Marcela, y a medio vestir salió a consolar a su tío, diciéndole los consuelos que supo fingir y encadenar más a lo socarrón que a lo necio.

Animole con que se buscaría la agresora del hurto, y obligole a paciencia el decirle que eran bienes de fortuna, con lo que cobró fuerzas para volver en sí y vestirse; y más como vio venir a doña Isidora tan otra de lo que había visto, que casi creyó que se había engañado y que no era la misma.

Salieron juntos don Marcos y don Agustín a buscar por dicho de Inés las guaridas de Marcela, y en verdad que si no fueran, los tuviera por más discretos, a lo menos a don Marcos; que don Agustín para mí pienso que lo hacía de bellaco más que de bobo, que bien se deja entender que no se había puesto en parte donde fuese hallada. Mas viendo que no había remedio, se volvieron a casa, conformándose con la voluntad de Dios a lo santo, y con la de Marcela a lo de no poder más, y mal de su grado hubo de cumplir nuestro miserable con las obligaciones de la tornaboda, aunque el más triste del mundo porque tenía atravesada en el alma su cadena.

Mas como no estaba contenta la fortuna, quiso seguir en la prosecución de su miseria. Y fue de esta suerte: que sentándose a comer, entraron dos criados del señor almirante, diciendo que su señor besaba las manos de la señora Isidora y que se sirviese enviar la plata, que para prestada bastaba un mes, que si no lo hacía la cobraría de otro modo.

Recibió la señora el recado, y la respuesta no pudo ser otra que entregarle todo cuanto había, platos, fuentes y lo demás que lucía en casa, y que había colmado las esperanzas de don Marcos, el cual se quiso hacer fuerte diciendo que era hacienda suya y que no se había de llevar, y otras cosas que le parecían a propósito, tanto que fue menester que un criado fuese a llamar al mayordomo y el otro se quedase en resguardo de la plata.

Al fin la plata se llevó y don Marcos se quebró la cabeza en vano, el cual ciego de pasión y de cólera empezó a decir y hacer cosas como hombre fuera de sí: quejábase de tal engaño y prometía la había de poner pleito de divorcio; a lo cual doña Isidora con mucha humildad le dijo, por amansarle, que advirtiese que antes merecía gracias que ofensas, que por granjear un marido como él cualquiera cosa, aunque tocase en engaño, era cordura y discreción, y que pues el pensar deshacerlo era imposible, lo mejor era tener paciencia.

Húbolo de hacer el buen don Marcos, aunque desde aquel día no tuvieron paz ni comían bocado con gusto. A todo esto don Agustín comía y callaba, metiendo las veces que se hallaba presente paz y pasando muy buenas noches con Inés, con la cual reía las gracias de doña Isidora y desventuras de don Marcos.

Con estas desdichas, si la fortuna le dejara en paz, con lo que le había quedado se diera por contento y lo pasara honradamente. Mas como se supo en Madrid el casamiento de doña Isidora, un alquilador de ropa, dueño del estrado y colgadura, vino por tres meses que le debía de su ganancia, y asimismo a llevarlo; porque mujer que había casado tan bien, coligió que no lo habría menester, pues lo podía comprar y tenerlo por suyo.

A este trago acabó don Marcos de rematarse: llegó a las manos con su señora, andando el moño y los dientes de por medio, no con poco dolor de su dueño, pues le llegaba el verse sin él tan a lo vivo. Esto, y la injuria de verse maltratar tan recién casada, la dio ocasión de llorar y hacer cargos a don Marcos por tratar así a una mujer como ella, y por bienes de fortuna, que ella los da y los quita; pues aun en casos de honra era demasiado castigo.

A esto respondió don Marcos que su honra era su dinero, mas con todo esto no sirvió de nada para que el dueño del estrado y colgadura no lo llevase, y con ello lo que le debía un real sobre otro, que se pagó del dinero de don Marcos, porque la señora, como ya había cesado su trato, no sabía de qué color era.

A las voces y gritos bajó el señor de la casa, la cual nuestro hidalgo pensaba ser suya, porque la mujer le había dicho que era huésped y que le tenía alquilado aquel cuarto por un año. Le dijo pues que si cada día había de haber aquellas voces, que buscasen casa y fuesen con Dios, que era amigo de quietud.

—¿Cómo ir? —respondió don Marcos—, él es el que se ha de ir, que esta casa es mía.

—¿Cómo vuestra? —dijo el dueño—; loco atreguado, idos con Dios, que yo os juro que si no mirara que lo sois, la ventana fuera vuestra puerta.

Enojose don Marcos, y con la cólera se atreviera si no se metieran de por medio doña Isidora y don Agustín, desengañando al pobre don Marcos y apaciguando al señor de la casa, con prometerle desembarazarla a otro día.

¿Qué podía don Marcos hacer aquí? O callar, o ahorcarse; porque lo demás, ni él tenía ánimo para otra cosa, y con tantos pesares estaba como atónito y fuera de sí. Y de esta suerte tomó su capa y se salió de casa, y don Agustín por mandado de su tía con él, para que le reportase.

En fin, los dos buscaron un par de aposentos cerca de palacio, por estar cerca de la casa de su amo; y dando señal, quedó la mudanza para otro día, y así le dijo a don Agustín que se fuese a comer, porque él no estaba por entonces para volver a ver aquella engañadora de su tía. Hízolo así el mozo, dando la vuelta a su casa y contando lo sucedido a doña Isidora, entre ambos trataron el modo de mudarse.

Vino el miserable a acostarse rostrituerto y muerto de hambre; pasó la noche y a la mañana le dijo doña Isidora que se fuese a la casa nueva para que recibiese la ropa, mientras Inés traía un carro en que llevarla.

Hízolo así, y apenas el buen necio salió cuando la traidora doña Isidora, y su sobrino y criada, tomaron cuanto había y lo metieron en un carro, y ellos con ello se partieron de Madrid la vuelta de Barcelona, dejando en casa las cosas que no podían llevar, como platos, ollas y otros trastos.

Estuvo don Marcos hasta cerca de las doce esperando, y viendo la tardanza dio la vuelta a su casa, y como no los halló preguntó a una vecina si eran idos. Ella respondió que rato había. Con lo que pensando ya estarían allá, tornó a toda prisa porque no aguardasen, llegó sudado y fatigado, y como no los halló se quedó medio muerto, temiendo lo mismo que era, y sin parar tornó donde venía, y dando un puntapié a la puerta que habían dejado cerrada, y como la abrió y entró dentro, y viese que no había más de lo que nada valía, acabó de tener por cierta su desdicha; y empezó a voces y carreras por las salas, dándose de camino algunas calabazadas por las paredes, diciendo:

—Desdichado de mí; mi mal es cierto, en mal punto hice este desdichado casamiento que tan caro me cuesta. ¿Adónde estás, engañosa sirena y robadora de mi bien y de todo cuanto yo, a costa de mí mismo, tengo granjeado para pasar la vida con algún descanso?

Estas y otras cosas decía, a cuyos extremos entró alguna gente de la casa: y uno de los criados, sabiendo el caso, le dijo que tuviese por cierto el haberse ido, porque el carro en que iba la ropa y su mujer, sobrino y criada, era de camino y no de mudanza, y que él preguntó que dónde se mudaba y que le habían respondido que fuera de Madrid.

Novelas ejemplares y amorosas

Подняться наверх