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PRIMERA PARTE.

Índice

INTRODUCCIÓN.

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Juntáronse a entretener a Lisis, hermoso milagro de la naturaleza y prodigioso asombro de esta corte (a quien unas atrevidas cuartanas tenían rendidas sus hermosas prendas), la hermosa Lisarda, la discreta Matilde, la graciosa Nise y la sabia Filis, todas nobles, ricas, hermosas y amigas, una tarde de las cortas de diciembre, cuando los hielos y terribles nieves dan causa a guardar las casas y gozar de los prevenidos braseros que en competencia del mes de julio quieren hacer tiro a las cantimploras, y lisonjear las damas para que no echen menos el prado, el río, y las demás holguras que en Madrid se usan.

[1] Doña María de Zayas y Sotomayor nació en Madrid muy a principio del siglo XVII: su padre, don Fernando, madrileño también, fue caballero del hábito de Santiago y capitán de infantería.

La primera parte de sus novelas, que comprende diez, se imprimió en Madrid en 1636, en 8.º, con el título de Honesto y entretenido sarao: dos años después se reimprimió en Zaragoza, en 8.º. La segunda parte, o sean las diez últimas novelas, se imprimieron igualmente en Zaragoza con el título de Desengaños, en 1647, en 4.º. Ya después se han reimpreso siempre juntas con el título de Novelas amorosas y ejemplares de doña María de Zayas.

Lope de Vega hace en su Laurel de Apolo un elogio de esta escritora, y Baena, en sus Hijos de Madrid, dice que también compuso otros varios papeles y aun comedias; pero no han llegado a nuestra noticia.

Pues como fuese tan cerca de Navidad, tiempo alegre y digno de solemnizarse con fiestas, juegos y burlas, habiendo gastado la tarde en honestos y regocijados coloquios, porque Lisis, con la agradable conversación de sus amigas, no sintiese el enfadoso mal, concertaron entre sí un sarao, entretenimiento para la Nochebuena y los demás días de Pascua; convidando para este efecto a don Juan, caballero mozo, galán, rico y bien entendido, primo de Nise y querido dueño de la voluntad de Lisis, a quien pensaba ella entregar en legítimo matrimonio las hermosas prendas de que el cielo la había hecho gracia; si bien don Juan, aficionado a Lisarda, prima de Lisis, a quien deseaba para dueño, negaba a Lisis la justa correspondencia de su amor, sintiendo la hermosa dama el tener a los ojos la causa de sus celos y haber de fingir agradable risa en el semblante, cuando el alma, llorando mortales sospechas, había dado motivo a su mal y ocasión a su tristeza, y más viendo que Lisarda, contenta como estimada, soberbia como querida, y falsa como competidora, en todas ocasiones llevaba lo mejor de la amorosa competencia.

Convidado don Juan a la fiesta, y agradecido por principal de ella, a petición de las damas se acompañó de don Álvaro, don Miguel, don Alonso y don Lope, en nada inferiores a don Juan, por ser todos en nobleza, gala y bienes de fortuna iguales y conformes, y todos aficionados a entretener el tiempo discreta y regocijadamente: juntos pues todos en un mismo acuerdo, dieron a la bella Lisis la presidencia de este gustoso entretenimiento, pidiéndole que ordenase a cada uno lo que se había de hacer; la cual excusándose como enferma, viéndose importunada de sus amigas, sustituyendo a su madre en su lugar, que era una noble y discreta señora a quien el enemigo común de las vidas quitó su amado esposo, se salió de la sala, obligación en que sus amigas la habían puesto.

Laura, que este es el nombre de la madre de Lisis, repartió en esta forma la entretenida fiesta: a Lisis su hija, que como enferma se excusaba, y era razón, dio cargo de prevenir de músicos la fiesta; y para que fuese más gustosa, mandó expresamente que les diese las letras y romances que en todas cinco noches se hubiesen de cantar.

A Lisarda, su sobrina, y a la hermosa Matilde mandó que inventasen una airosa máscara, en que ellas y las otras damas con los caballeros mostrasen su gala, donaire, destreza y bizarría la primera noche después de haber danzado.

Y porque los caballeros no se quejasen de que a las damas se les daba la preeminencia, mezclando a los unos con los otros, salió la segunda noche por don Álvaro y don Alonso; la tercera, a Nise y Filis; la cuarta, a don Miguel y don Lope; y la quinta y última noche, a la misma Laura, y que la acompañase don Juan: feneciendo la pascua con una grandiosa cena que quiso Lisis, como la principal de la fiesta, dar a los caballeros y damas, para la cual convidaron a los padres de los caballeros y a las madres de las damas, por ser todas ellas sin padres y estos sin madres, que la muerte no deja a los mortales los gustos cumplidos.

Lisis, a quien tocaba dar principio a la fiesta, hizo buscar dos músicos, los más diestros que pudieron hallarse, para que acompañasen con sus voces la angélica suya, que con este favor quiso engrandecerla.

Quedaron avisados que al recogerse el día y descoger la noche el negro manto, luto bien merecido por el rubicundo señor de Delfos, que por dar a los indios los alegres días daba a nuestro hemisferio con su ausencia oscuras sombras, se juntasen todos para solemnizar la noche buena con el concertado entretenimiento en el cuarto de la hermosa Lisis, en una sala que aderezada de unos costosos paños flamencos, cuyos boscajes, flores y arboledas parecían las selvas de Arcadia, o los pensiles huertos de Babilonia.

Coronaba la sala un rico estrado con almohadas de terciopelo verde, a quien las borlas y guarniciones de plata hermoseaban sobremanera: haciendo competencia a una vistosa camilla, que al lado del vario estrado había de ser trono, asiento y resguardo de la bella Lisis, que como enferma pudo gozar de esta preeminencia, y era asimismo de brocado verde, con flecos y alamares de oro.

Estaba ya la sala cercada toda alrededor de muchas sillas de terciopelo verde y de infinitos taburetes pequeños, para que, sentados en ellos los caballeros, pudiesen gozar de un brasero de plata que, alimentado de fuego y diversos olores, cogía el estrado de parte a parte.

Desde las tres de la tarde empezaron las señoras, y no solo las convidadas sino otras muchas, que a las nuevas del entretenido festín se convidaron ellas mismas a ocupar los asientos, recibidas con grandísimo agrado de la discreta Laura y hermosa Lisis, que, vestida de la color de sus celos, ocupaba la camilla, que por la honestidad y decencia, aunque era el día de la cuartana, quiso estar vestida.

Ya la sala parecía a los campos alumbrados del rubio Apolo cuando, vertiendo risa, alegran los ojos que los miran; tantas eran las velas que daban luz a la rica sala, cuando los músicos, que cerca de la cama de Lisis tenían sus asientos, prevenidos de un romance que después de haber danzado se había de cantar, empezaron con una gallarda a convidar a las damas y caballeros a ir saliendo de una cuadra con hachas encendidas en las manos para que fuese más bien vista su gallardía.

El primero que dio principio al airoso paseo fue don Juan, que por guía y maestro empezó solo, tan galán, de pardo, que llevaba los ojos de cuantos le veían, cuyos botones y cadenas de diamantes parecían estrellas. Siguiole Lisarda y don Álvaro, ella de las colores de don Juan y él de las de Matilde, a quien sacrificaba sus deseos. Venía la hermosa dama de noguerado y plata; acompañábale don Alonso, galán, de negro, porque salió así Nise, saya entera de terciopelo liso sembrada de botones de oro; traíala de la mano don Miguel, también de negro, porque aunque miraba bien a Filis no se atrevió a sacar sus colores, temiendo a don Lope por haber salido como ella de verde, creyendo que sería dueño de sus deseos.

Habiendo don Juan mostrado en su gala un desengaño a Lisis de su amor, viendo a Lisarda favorecida hasta en las colores, la cual, dispuesta a disimular, se comió los suspiros y ahogó las lágrimas, dando lugar a los ojos para ver el donaire y destreza con que dieron fin a la airosa máscara, con tan intrincadas vueltas y graciosos laberintos, lazos y cruzados que quisieran que durara un siglo.

Mas viendo a Lisis que, con pedazos de cristal, acompañada de los dos músicos, quería enseñar en la destreza de su voz sus gracias, tomando asiento todos por su orden, dieron lugar a que se cantara este romance:

Escuchad, selvas, mi llanto,

Oíd, que a quejarme vuelvo,

Que nunca a los desdichados

Les dura más el contento.

Otra vez hice testigos

A vuestros olmos y fresnos,

Y a vuestros puros cristales

De la ingratitud del cielo.

Oísteis tiernas mis quejas,

Y entretuvisteis mis celos

Con la música amorosa

De estos mansos arroyuelos.

Vio tierno su sinrazón,

Probó mi firmeza Celio,

Procuró pagar finezas,

Sino que se cansó presto.

Salí a gozar mis venturas,

Alegre de ver que en premio

De mi amor, si no me amaba,

Le agradecía a lo menos.

Pequeña juzgaba el alma,

De su viveza aposento,

Estimando por favores

Sus desdenes y despegos.

Adoraba sus engaños,

Aumentando en mis deseos

Sus gracias para adorarle,

¡Qué engañado devaneo!

¿Quién pensara, dueño ingrato,

Que estas cosas que refiero

Aumentaran de tu olvido

El apresurado intento?

Bien haces de ser cruel,

Injustamente me quejo,

Pues siempre son los dichosos

Aquellos que quieren menos.

Tu amor murmura la aldea,

Mirando en tu pensamiento

Nuevo dueño de tu gusto,

Y en tus ojos nuevo empleo.

Y como te quiero, lloro tu olvido,

Y tus desdenes siento.

No fuera verdaderamente agradecido tan ilustre auditorio si no diera a la hermosa Lisis las gracias de su voz; y así, con las más corteses y discretas razones que supo don Francisco, padre de don Juan, en nombre de todos mostró cuánto estimaban tan engrandecido favor, dando con esto a la hermosa dama, a pesar del mal, aumento a su belleza con los nuevos colores que a su rostro vinieron, y a don Juan, para caer en la cuenta de su poco agradecimiento; si bien volviendo a mirar a Lisarda, volvió a enredarse en los lazos de su hermosura, más viéndola prevenirse de asiento más acomodado para referir la maravilla que le tocaba decir esta primera noche; la cual viendo que todos, colgados de su dulce boca y bien entendidas palabras, aguardaban que empezase, buscando las más discretas que pudo delatarle su claro entendimiento y extremado donaire, dijo así:

Novelas ejemplares y amorosas

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