Читать книгу Novelas ejemplares y amorosas - María de Zayas y Sotomayor - Страница 6

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En el claro cristal del desengaño

Se miraba Jacinta descuidada,

Contenta de no amar sin ser amada,

Viendo su bien en el ajeno daño.

Mira de los amantes el engaño,

La voluntad, por firme, despreciada,

Y de haberla tenido escarmentada,

Huye de amor el proceder extraño.

Celio, sol de esta edad, casi envidioso

De ver la libertad con que vivía,

Exenta de ofrecer a amor despojos,

Galán, discreto, amante y dadivoso,

Reflejos que animaron su osadía,

Dio en el espejo, y deslumbró los ojos.

Sintió dulces enojos,

Y apartando el cristal, dijo piadosa:

Por no haber visto a Celio fui animosa,

Y aunque llegue a abrasarme,

No pienso de sus rayos apartarme.

Recibió Celio con tanto gusto este papel, que pensé que ya mi ventura era cierta: y no fue, sino que a nadie le pesa de estar querido; alabó su ventura, encareció su suerte, agradeció mi amor, dando muestras del suyo, y dándome a entender que me le tenía desde el día que me vio; solemnizó la traza de darle a entender el mío, y finalmente, armó lazos en que acabase de caer, solemnizando en un romance mi hermosura y su suerte.

¡Ay de mí! que cuando considero las estratagemas con que los hombres rinden las mujeres, digo que todos son traidores, y el amor guerra y batalla campal, donde el amor combate a sangre y fuego al honor, alcaide de la fortaleza del alma.

De mí te digo, Fabio, que aunque ciega, y más cautiva a esta voluntad, no dejo de conocer lo que he perdido por ella; pues cuando no sea sino por haber dejado de ser cuerda, queriendo a quien me aborrece, basta este conocimiento para tenerme arrepentida si durase este propósito.

En fin, Celio es el más sabio para engañar que yo he visto, porque supo dar tal color de verdadero a su amor, que le creyera no solo una mujer que sabía la verdad de un hombre que se preció de tratarla, sino a las más astutas y sagaces.

Sus visitas eran continuas, porque mañana y tarde estaba en mi casa, tanto que sus amigos llegaron a conocer (en verle negar a su conversación) que la tenía con persona que la merecía; en particular uno de su nombre, con quien la conservó más que con ninguno, y a quien contaba sus empleos, que según me dijo el mismo Celio, me tenía lástima, y le rogaba no me hablase si me había de dar el pago que a otras.

Sus papeles eran tantos, que fueron bastantes a volverme loca. Sus regalos tan en tiempo, que parecía tener de su mano los movimientos del cielo. Yo simple, ignorante de estas traiciones, no hacía sino aumentar amor sobre amor, y si bien se le tuve siempre, fue con propósito de hacerle mi esposo, que de otra manera antes me dejara morir que darle a entender mi voluntad: y en ello entendí hacerle harto favor.

Celio no debía de pensar esto, según pareció, aunque no ignoraba lo que ganara en tal casamiento; mas yo con mi engaño estaba tan contenta en ser suya, que ya de todo punto no me acordaba de don Félix; solo en Celio estaban empleados mis sentidos, si bien temerosa de su amor, porque desde que le empecé a querer, temí perderle: y para asegurarme de este temor, un día que le vi más galán y más amante, le conté mi pensamiento, diciéndole que si como tenía cuatro mil ducados de renta, tuviera todas las riquezas del mundo, de todas le hiciera señor.

Seguía Celio las letras, y en ellas tenía más acierto que yo ventura, con lo que cortó a mi pretensión la cabeza, diciendo que él había gastado sus años en estudios de letras divinas, con propósito de ordenarse de sacerdote, y que en eso tenían puesto sus padres los ojos, fuera de haber sido esta su voluntad; y que supuesto esto, que le mandase otras cosas de mi gusto, que no siendo esta, las demás haría, aunque fuese perder la vida: y que en razón de asegurarme de perderle, me daba su fe y palabra de amarme mientras durase la que tenía.

Lo que sentí en ver defraudadas mis esperanzas, confirmándose en todo mis temores y recelos, pues siendo quien soy, no era justo querer si no era al que había de ser mi legítimo marido, y respecto de esto había de tener fin nuestra amistad, dieron lágrimas mis ojos, y más viendo a Celio tan cruel que en lugar de enjugarlas, pues no podía ignorar que nacían de amor, se levantó y se fue, dejándome bañada en ellas; y así estuve toda aquella noche y otro día, hasta que allá a la tarde vino Celio a disculparse con tanta tibieza que en lugar de enjugarlas las aumentó.

Esta fue la primera ingratitud que Celio usó conmigo, y como a una siguen muchas, empezó a descuidarse de mi amor, de suerte que ya no me veía sino de tarde en tarde, ni respondía a mis papeles, siendo otras veces objeto de su alabanza.

A estas tibiezas daba por disculpa sus ocupaciones y amigos, y con ellas ocasión a mis tristezas y desasosiegos, tanto que ya las amigas, que adoraban mis donaires y entretenimientos, huían de mí, viéndome con tanto disgusto.

Acompañó su desamor con darme celos. Visitaba damas, y decíalo, que era lo peor, con que irritando mi cólera y ocasionando mi furor, empecé a ganar en su opinión nombre de mal acondicionada; y como su amor fue fingido, antes de seis meses se halló tan libre de él como si nunca le hubiera tenido; y como ingrato a mis obligaciones, dio en visitar a una dama libre y de las que tratan de tomar placer y dineros, y hallose tan bien con esta amistad, porque no le recelaba ni apretaba, que no se le dio nada que yo lo supiese, ni hacía caso de las quejas que yo le daba por escrito y de palabra las veces que venía, que eran pocas.

Supe el caso por una criada mía que le siguió y supo los pasos en que andaba. Escribí a la mujer un papel, pidiéndola no le dejase entrar en su casa. Lo que resultó de eso fue no venir más a la mía, por darse más enteramente a la otra. Yo triste y desesperada pasaba los días y las noches llorando: mas ¿para qué te canso con estas cosas?, pues con decir que cerró los ojos a todo, basta.

Fue fuerza en medio de estos sucesos irse a Salamanca: y por no volver a verme, se quedó allí aquel año. Lo que en esto sentí, te lo dirá este traje y este monte, donde siendo yo quien sabes, me has hallado.

A pocos días que estaba en Salamanca, supe que andaba de amores, por nuevo, por galán y cortesano; cuyas nuevas sentí tanto, que pensé perder el juicio. Escribile unas cartas, no tuve respuesta.

En fin, me determiné ir a aquella famosa ciudad, y procurar con caricias volver a su gracia; y ya que no estorbase sus amores, por lo menos llevaba determinación de quitarme la vida.

Mira, Fabio, en qué ocasiones se vio mi opinión; mas, ¿qué no hará una mujer celosa?

Comuniqué mi pensamiento con doña Guiomar, con quien descansaba, y viendo que estaba resuelta, no quiso dejarme partir sola. Entraba en casa un gentilhombre, cuya amistad y llaneza era de hermano, al cual rogó doña Guiomar y su madre que me acompañase: él lo aceptó, y alquilando dos mulas, salimos de Madrid bien prevenidos de joyas y dineros.

Y como yo sé tan poco de caminos, porque los que había andado en compañía de don Félix había sido con más recato, en lugar de tomar el camino de Salamanca, el traidor que me acompañaba tomó el de Barcelona, y antes de llegar a ella media legua, me quitó cuanto llevaba, y con las mulas se volvió por do había venido.

Quedé en el campo sola y desesperada, con intento de hacer un disparate. En fin, a pie empecé a caminar, hasta que salí del monte al camino real, donde hallé gente, a quien pregunté ¿qué tanto estaba de allí Salamanca? De que se rieron, respondiéndome que más cerca estaba de Barcelona, en lo que vi el engaño del traidor, que por robarme me trajo allí.

Animeme, y a pie llegué a Barcelona, donde vendiendo una sortijilla de hasta diez ducados, que por descuido me quedó en el dedo, compré este vestido, y me corté el cabello. De esta suerte vine a Monserrate, donde estuve tres días, pidiendo a aquella santa imagen me ayudase y favoreciese en mis trabajos, y llegando a pedir a los padres me diesen algo que poder comer, me preguntaron si quería servir de zagal para traer al monte este ganado: yo, viendo tan buena ocasión para que Celio ni nadie sepa de mí, y yo pueda llorar mis desdichas, acepté el partido, donde ha cuatro meses que estoy, con propósito de no volver eternamente donde nadie me vea.

Esta es la ocasión de mis desdichadas quejas, que te dieron motivo a buscarme: en estas ocasiones me ha puesto amor, y en ellas pienso acabar mi vida.

Atento había estado Fabio a las razones de Jacinta, y viendo que había dado fin, la respondió así:

—Por no cortar el hilo, discreta Jacinta, a tus lastimosos sucesos, tan bien sentidos como bien dichos, no he querido decirte, hasta que les dieses fin, que soy Fabio, el amigo de Celio, que dijiste que estaba tan lastimado de tu empleo, cuanto deseoso de conocerte.

Con tales colores has pintado su retrato, que cuando yo no supiera tus desdichas, y por ellas conociese desde que le nombraste que eras el dueño de las que yo tengo tan sentidas como tú, conociera luego tan ingrato amante, a quien no culpo por ser esa su condición, y tan sujeto a ella que jamás en esto se valió de su entendimiento para poder vencerle: muchas prendas le he conocido, y a todas ha dado ese mismo pago y tenido esa misma correspondencia.

De lo que puedo asegurarte, después de decirte que pienso que su estrella le inclina a querer donde es aborrecido, y aborrecer donde le quieren, es que siempre oí en su boca tus alabanzas y en su veneración tu persona, tratando de ti con aquel respeto que mereces.

Señal de que te estima, y si tú le quisieras menos de lo que le has querido, o no lo mostraras, por lo menos, ni estuvieras tan quejosa, ni él hubiera sido tan ingrato: mas ya no tiene remedio, porque si amas a Celio con intención de hacerle tu dueño, como de ser quien eres creo, y de tu discreción siempre presumí, ya es imposible; porque él tenía ya las puertas cerradas a esas pretensiones y a cualesquiera que sean de esta calidad, por tener ya órdenes, impedimento para casarse, como sabes.

Para su condición solo este estado le conviene, porque imagino que si tuviera mujer propia, a puros rigores y desdenes la matara, por no poder sufrir estar siempre en una misma parte, ni gozar una misma cosa.

Pues que quieras, forzada de tu amor, lograrle de otra suerte, no lo consentirá el ser cristiana, tu nobleza y opinión, que sería desdecir mucho de ella; pues no es justo que ni el padre de don Félix ni su hermana, tus deudos y el monasterio donde estuviste y fuiste tanto tiempo religiosa, sepan de ti esa flaqueza, que imposible será encubrirse: y estar aquí donde estás, hay peligro de ser conocida de los bandoleros de esta montaña, y de la gente que para visitar estas santas ermitas la pasan, ni es decente ni seguro; pues como yo te conocí, lo podrán hacer los demás.

Tu hacienda está perdida, tus deudos y los de tu muerto esposo confusos, y quizá sospechando de ti mayores males de los que tú piensas, ciega con la desesperación de tu amor y la pasión de tus celos, tanto, que no das lugar al entendimiento para que te aconseje.

Yo que miro las cosas sin pasión, te suplico que consideres y pienses que no me he de apartar de aquí sin llevarte conmigo, porque de lo contrario entendiera que el cielo me había de pedir cuenta de tu vida; y esto sin más interés que el de la obligación en que me has puesto con decirme tu historia y descubrirme tus pensamientos, la que tengo a ser quien soy y la que debo a Celio, mi amigo, del cual pienso llevar muchos agradecimientos, si tengo suerte de apartarte de este intento, tan contrario a tu honor y fama; porque no me quiero persuadir a que te aborrece tanto que no estime tu sosiego, tu vida y tu honra tanto como la suya.

Esto te obligue, Jacinta hermosa, a desviarte de semejante designio. Vamos a la corte, donde en un monasterio principal de ella estarás más conforme a quien eres; y si acaso allí te saliese ocasión de casarte, hacienda tienes con que poder hacerlo, y discreción para olvidar con las caricias verdaderas de tu legítimo esposo las falsas y tibias de tu amante; y si olvidándole, y conociendo las desdichas que has pasado y las malas correspondencias de los hombres, tomases estado de religiosa, pues ya sabes que es el más perfecto, tanto más gusto darías a los que te conocemos.

Ea, bella Jacinta, vamos al convento, que se viene la noche, y entregarás a los frailes sus corderos, porque mañana, poniéndote en tu traje, pues ese no es decente a lo que mereces, recibirás una criada que te acompañe, y alquilaremos un coche en que volver a Madrid, que desde hoy, con tu licencia, quiero que corra solo por mi cuenta tu opinión, y agradecerme a mí mismo el ser la causa de tu remedio.

Y si no puedes vivir sin Celio, yo haré que Celio te visite, trocando el amor imperfecto en amor de hermano. Y mientras con esto entretienes tu amorosa pasión, querrá el cielo que mudes de intento y te envíe el remedio que yo deseo, al cual ayudaré como si fueras mi hermana, y como tal irás en mi compañía.

—Con estos brazos, noble y discreto Fabio —replicó Jacinta, llenos los ojos de lágrimas, enlazándolos al cuello del bien entendido mancebo—, quiero, si no pagar, agradecer la merced que me haces; y pues el cielo te trajo a tal tiempo por estos montes inhabitables, quiero pensar que no me tiene olvidada; iré contigo más contenta de lo que piensas y te obedeceré en todo lo que de mí quisieres ordenar, y no haré mucho, pues todo es tan a provecho mío.

La entrada en el monasterio acepto; solo en lo que no podré obedecerte será en tomar uno ni otro estado si no se muda mi voluntad, porque para admitir esposo, me lo estorba mi amor, y para ser de Dios, amo a Celio; porque aunque es la ganancia diferente, para dar la voluntad a tan divino esposo es justo que esté muy bien libre y desocupada.

Bien sé lo que gano por lo que pierdo, que es el cielo o el infierno, que tal es de mis pasiones; mas no fuera verdadero mi amor si no me costara tanto. Hacienda tengo; bien podré estarme en el estado que poseo sin mudarme de él. Soy fénix de amor; quise a don Félix hasta que me le quitó la muerte, quiero y querré a Celio hasta que ella triunfe de mi vida.

Y si tú haces que Celio me vea, con esto estoy contenta, porque como yo le vea, eso me basta, aunque sé que ni me ha de agradecer esta fineza, esta voluntad, ni este amor, mas aventurareme perdiendo; pues ni él dejará de ser tan ingrato como yo firme, ni yo tan desdichada como he sido, mas por lo menos comerá el alma el gusto de su vista, a pesar de sus despegos e ingratitud.

Con esto se levantaron y dieron la vuelta a la santa iglesia, donde reposaron aquella noche, y otro día partieron a Barcelona, donde mudó Jacinta de traje, y tomando un coche y una criada, dieron la vuelta a la corte, donde hoy vive en un monasterio de ella, tan contenta que le parece que no tiene más bien que desear, ni más gusto que pedir.

Tiene consigo a doña Guiomar, porque murió su madre, y antes de su muerte la pidió la amparase hasta casarse, de quien supe esta historia, para que la pusiese en este libro por maravilla, que lo es, y suceso tan verdadero; porque a no ser los nombres de todos supuestos, fueran de muchos conocidos.

Con tanto donaire y agrado contó la hermosa Lisarda esta maravilla, que colgados los oyentes de sus dulces razones y prodigiosa historia, quisieran que durara toda la noche, y así conformes y de un parecer comenzaron a alabarla y darla las gracias de favor tan señalado, y más don Juan, que como amante se despeñaba en sus alabanzas, dándola a Lisis con cada una la muerte, tanto que, por estorbarlo, tomando la guitarra que sobre la cama tenía, llorando el alma cuando cantaba el cuerpo, hizo señas a los músicos, los cuales atajaron a don Juan las alabanzas, y a Lisis el pesar de oírlas con este soneto:

No desmaya mi amor con vuestro olvido,

Porque es gigante armado de firmeza,

No os canséis con tratarle con tibieza,

Pues no le habéis de ver jamás vencido.

Sois mientras más ingrato más querido,

Que amar por solo amar es gran firmeza;

Sin premio sirvo, y tengo por riqueza

Lo que suelen llamar tiempo perdido.

Si mis ojos en lágrimas bañados,

Quizá viendo otros ojos más queridos,

Se niegan a sí mismos el reposo,

Les digo, amigos, fuisteis desdichados,

Y pues no sois llamados y escogidos,

Amar por solo amar es premio honroso.

Pocos hubo en la sala que no entendiesen que los versos cantados por la bella Lisis se dedicaron al desdén con que don Juan premiaba su amor, aficionado a Lisarda, y naturalmente les pesó de ver tan mal pagada la voluntad de la dama, y a don Juan tan ciego que no estimase tan noble casamiento; porque aunque Lisarda era deuda de Lisis, y en la nobleza y hermosura iguales, le aventajaba en las riquezas.

Quien más reparó en la pasión de Lisis fue don Diego, amigo de don Juan, que sabía la voluntad de Lisis y despegos de don Juan, por haberle contado la dama sus deseos; y viendo ser tan honestos que no pasaban los límites de la vergüenza, propuso pedirle a don Juan licencia para servirle, y tratar su casamiento.

Y así por principio comenzó a engrandecer, ya los versos, ya la voz; y Lisis, o agradecida o falsa, quizá con deseos de venganza, comenzó a estimar la merced que le hacía, con cuyo favor don Diego pidió licencia para que la última noche de la fiesta sus criados representasen algunos entremeses y bailes, y darles la cena a todos los convidados; y concedida, tan contento como don Juan enfadado de su atrevimiento, dio lugar a Matilde para contar su maravilla; la cual habiendo trocado con Lisarda, empezó así:

—Ya que la bella Lisarda ha probado en su maravilla la firmeza de las mujeres, cifrada en las desdichas de Jacinta, razón será que siguiendo yo su estilo en la mía, a lo que estamos obligadas, que es a no dejarnos engañar de las invenciones de los hombres, o ya que como flacas y mal entendidas caigamos en sus engaños, saber buscar la venganza, pues la mancha del honor solo sale con sangre del que le ofendió.

El caso sucedió en esta corte, y empieza así:

Novelas ejemplares y amorosas

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