Читать книгу Novelas ejemplares y amorosas - María de Zayas y Sotomayor - Страница 13

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Acabó de rematarse don Marcos con esto; mas como las esperanzas animan en mitad de las desdichas, salió con propósito de ir a los mesones a saber para qué parte había ido el carro donde iba su corazón entre seis mil ducados que llevaban en él, lo cual hizo; mas su dueño no era cosario, sino labrador de aquí de Madrid, que en eso eran los que le habían alquilado más astutos que era menester, y así no pudo hallar noticia de nada, pues querer seguirlo era negocio cansado, no sabiendo el camino que llevaban, ni hallándose con un cuarto si no lo buscaba prestado, y más hallándose cargado con la deuda del vestido y joyas de su mujer, que ni sabía cómo ni de dónde pagarlo. Dio la vuelta, marchito y con mil pensamientos, a casa de su amo: y viniendo por la calle Mayor encontró sin pensar con la cauta Marcela, y tan cara a cara, que aunque ella quiso encubrirse, fue imposible, porque habiéndola conocido don Marcos, asió de ella, descomponiendo su autoridad, diciendo:

—Ahora, ladrona, me daréis lo que me robasteis la noche que os salisteis de mi casa.

—¡Ay señor mío! —dijo Marcela llorando—, bien sabía yo que había de caer sobre mí la desdicha desde el punto que mi señora me obligó a esto. Óigame por Dios antes que me deshonre, que estoy en buena opinión y concertada de casar, y sería grande mal que tal se dijese de mí, y más estando como estoy inocente: entremos aquí en este portal y óigame despacio, y sabrá quién tiene su cadena y vestidos, que ya había yo sabido cómo usted sospechaba su falta sobre mí, y lo mismo le previne a mi señora aquella noche, pero son dueños y yo criada.

¡Ay de los que sirven, y con qué pensión ganan un pedazo de pan!

Era don Marcos, como he dicho, poco malicioso, y así dando crédito a sus lágrimas, se entró con ella en el portal de una casa grande, donde le contó quién era doña Isidora, su trato y costumbres, y el intento con que se había casado con él, que era engañándole, como ya don Marcos lo experimentaba bien a su costa: díjole asimismo como don Agustín no era sobrino suyo, sino su galán: y que era un bellaco vagamundo, que por comer y holgar estaba como le veía amancebado con una mujer de tal trato y edad, y que ella había escondido su vestido y cadena, para dársele junto con el suyo y las demás joyas; que le había mandado que se fuese y pusiese en parte donde él no la viese, dando fuerza a su enredo con pensar que ella se lo había llevado.

Pareciole a Marcela ser don Marcos hombre poco pendencioso, y así se atrevió a decir tales cosas sin temor de lo que podía suceder; o ya lo hizo por salir de entre sus manos, y no miró en más, o por ser criada, que era lo más cierto. En fin, concluyó su plática la traidora con decirle que viviese con cuenta, porque le habían de llevar, cuando menos se pensase, su hacienda.

—Yo le he dicho a usted lo que me toca y mi conciencia me dicta; ahora —repetía Marcela—, haga usted lo que fuere servido, que aquí estoy para cumplir todo lo que fuere su gusto.

—A buen tiempo —replicó don Marcos— cuando no hay remedio, porque la traidora y el ingrato mal nacido se han ido, llevándome cuanto tenía; y luego juntamente él contó todo lo que había pasado con ellos desde el día que se había ido de su casa.

—¡Es posible! —dijo Marcela—. ¡Ay tal maldad! ¡Ay señor de mi alma! y cómo no en balde le tenía yo lástima, mas no me atrevía a hablar, porque la noche que mi señora me envió de su casa quise avisar a usted viendo lo que pasaba, mas temí; que aun entonces, porque le dije que no escondiese la cadena, me trató de palabra y obra cual Dios sabe.

—Ya, Marcela —decía don Marcos—, he visto lo que dices, y es lo peor que no lo puedo remediar ni saber dónde o cómo puedo hallar rastro de ellos.

—No le dé eso pena, señor mío —dijo la fingida Marcela—, que yo conozco un hombre, y aun pienso, si Dios quiere, que ha de ser mi marido, que le dirá a usted dónde los hallará como si los viera con los ojos, porque sabe conjurar demonios, y hacer otras admirables cosas.

—¡Ay Marcela! y cómo te lo serviría yo, y agradecería si hicieses eso por mí: duélete de mis desdichas, pues puedes.

Es muy propio de los malos en viendo a uno de caída, ayudarle a que se despeñe más presto, y de los buenos creer luego: así creyó don Marcos a Marcela; y ella se determinó a engañarle y estafarle lo que pudiese, y con este pensamiento le respondió que fuese luego, que no era muy lejos la casa.

Yendo juntos encontró don Marcos otro criado de su casa, a quien pidió cuatro reales de a ocho para dar al astrólogo, no por señal, sino de paga; y con esto llegaron a casa de la misma Marcela, donde estaba con un hombre que dijo ser el sabio, y a la cuenta era su amante.

Habló con él don Marcos y concertáronse en ciento y cincuenta reales, y que volviese de allí a ocho días, que él haría que un demonio le dijese dónde estaban, y los hallaría; mas que advirtiese que si no tenía ánimo que no habría nada hecho, que mejor era no ponerse en tal, o que viese en qué forma lo quería ver, si no se atrevía que fuese en la misma suya.

Pareciole a don Marcos, con el deseo de saber de su hacienda, que era ver un demonio ver un plato de manjar blanco. Y así respondió que en la misma que tenía en el infierno, en esa se le enseñase, que aunque le veía llorar la pérdida de su hacienda como mujer, que en otras cosas era muy hombre.

Con esto y darle los cuatro reales de a ocho se despidió de él y Marcela, y se recogió en casa de un amigo, si los miserables tienen alguno, a llorar su miseria.

Dejémosle aquí, y vamos al encantador (que así le nombraremos), que para cumplir lo prometido y hacer una solemne burla al miserable, que ya por la relación de Marcela conocía el sujeto, hizo lo que diré. Tomó un gato y encerrole en un aposentillo, al modo de despensa, correspondiente a una sala pequeña, la cual no tenía más ventana que una del tamaño de un pliego de papel, alta cuanto un estado de hombre, en la cual puso una red de cordel que fuese fuerte; y entrábase donde tenía el gato, y castigábalo con un azote, teniendo cerrada una gatera que hizo en la puerta, y cuando le tenía bravo, destapaba la gatera y salía el gato corriendo, y saltaba la ventana, donde cogido en la red, le volvía a su lugar. Hizo esto tantas veces que ya sin castigarle, en abriéndole, iba derecho a la ventana. Hecho esto, avisó al miserable que aquella noche en dando las once le enseñaría lo que deseaba.

Había (venciendo su inclinación) buscado nuestro engañado lo que faltaba para los ciento y cincuenta reales prestados, y con ellos vino a casa del encantador, al cual puso en las manos el dinero para animarle a que fuese el conjuro más fuerte; el cual después de haberle apercibido el ánimo y valor, se sentó de industria en una silla debajo de la ventana, la cual tenía ya quitada la red.

Era como se ha dicho después de las once, y en la sala no había más luz que la que podía dar una lamparilla que estaba a un lado, y dentro de la despensilla, todo lleno de cohetes, y con el mozo avisado de darle a su tiempo fuego y soltarle a cierta seña que entre los dos estaba puesta. Marcela se salió fuera porque ella no tenía ánimo para ver visiones.

Y luego el astuto mágico se vistió una ropa de bocací negro y una montera de lo mismo, y tomando un libro de unas letras góticas en la mano, algo viejo el pergamino para dar más crédito a su burla, hizo un cerco en el suelo y se metió dentro con una varilla en las manos, y empezó a leer entre dientes, murmurando en tono melancólico y grave, y de cuando en cuando pronunciaba algunos nombres extravagantes y exquisitos, que jamás habían llegado a los oídos de don Marcos, el cual tenía abiertos (como dicen) los ojos de un palmo, mirando a todas partes si sentía ruido para ver el demonio que le había de decir todo lo que deseaba. El encantador hería luego con la vara en el suelo, y en un brasero que estaba junto a él con lumbre echaba sal, azufre y pimienta, y alzando la voz decía:

—Sal aquí, demonio Calquimorro, pues eres tú el que tienes cuidado de seguir a los caminantes, y les sabes sus designios y guaridas, y di aquí en presencia del señor don Marcos y mía, qué camino lleva esta gente, y dónde y qué modo se tendrá de hallarlos; sal presto o guárdate de mi castigo; estás rebelde y no quieres obedecerme, pues aguarda que yo te apretaré hasta que lo hagas.

Y diciendo esto, volvía a leer en el libro: a cabo de rato tornaba a herir con el palo en el suelo, refrescando el conjuro dicho y sahumerio, de suerte que ya el pobre don Marcos estaba ahogándose. Y viendo ya ser hora de que saliese, dijo:

—Oh tú que tienes las llaves de las puertas infernales, manda al Cerbero que deje salir al Calquimorro, demonio de los caminos, para que nos diga dónde están estos caminantes, o si no te fatigaré cruelmente.

A este tiempo, ya el mozo que estaba por guardián del gato había dado fuego a los cohetes, y abierto el agujero, que como vio arder, salió dando aullidos y truenos, brincos y saltos, y como estaba enseñado a saltar en la ventana, quiso escaparse por ella, y sin tener respeto a don Marcos, que estaba sentado en la silla, pasó por encima de su cabeza, abrasándole de camino las barbas y cabellos, y parte de la cara, y dio consigo en la calle, con cuyo suceso, pareciéndole que no había visto un diablo, sino todos los del infierno, dando muy grandes gritos se dejó caer desmayado en el suelo sin tener lugar de oír una voz que se dio en aquel punto, que dijo:

—En Granada los hallarás.

A los gritos de don Marcos y aullidos del gato, viéndole dar bramidos y saltos por la calle respecto de estarse abrasando, acudió gente, y entre ellos la justicia; y llamando, entraron y hallaron a Marcela y su amante procurando a fuerza de agua volver en sí al desmayado, lo cual fue imposible hasta la mañana.

Informose del caso el alguacil, y no satisfaciéndose aunque le dijeron el enredo, echaron sobre la cama del encantador a don Marcos, que parecía muerto, y dejando con él y Marcela dos guardas, llevaron a la cárcel al embustero y su criado, que hallaron en la despensilla, dejándolos con un par de grillos a cada uno a título de hombre muerto en su casa. Dieron a la mañana noticia a los señores alcaldes de este caso, los cuales mandaron salir a visita los dos presos, y que fuesen a ver si el hombre había vuelto en sí, o si había muerto.

A este tiempo don Marcos había vuelto en sí y sabía de Marcela el estado de sus cosas, y se confirmaba el hombre más cobarde del mundo. Llevoles el alguacil a la sala, y preguntado por los señores de este caso dijo la verdad, conforme lo que sabía, trayendo al juicio el suceso de su casamiento, y como aquella moza le había traído a aquella casa, donde le dijo que sabría los que llevaban su hacienda, dónde los hallaría, y que él no sabía más sino que después de largos conjuros que aquel hombre había hecho leyendo en un libro que tenía, había salido por un agujero un demonio tan feo y tan horrible que no había bastado su ánimo a escuchar lo que decía entre dientes y los grandes aullidos que iba dando; y que no solo esto, mas que había embestido con él y puéstole como veían; mas que él no sabía qué se hizo, porque se le cubrió el corazón, sin volver en sí hasta la mañana.

Admirados estaban los alcaldes hasta que el encantador los desencantó, contándoles el caso como se ha dicho, confirmando lo mismo el mozo y Marcela, y gato que trajeron de la calle, donde estaba abrasado y muerto; y trayendo también dos o tres libros que en su casa tenía, dijeron a don Marcos conociese cuál de ellos era el de los conjuros.

Él tomó el mismo y le dio a los señores alcaldes, y abierto vieron que era el de Amadís de Gaula, que por lo viejo y letras antiguas había pasado por libro de encantos: con lo que enterados del caso fue tanta la risa de todos que en gran espacio no se sosegó la sala, estando don Marcos tan corrido que quiso matar al encantador y luego hacer lo mismo de sí; y más cuando los alcaldes le dijeron que no se creyese de ligero ni se dejase engañar a cada paso.

Y así los enviaron a todos con Dios, saliendo tal el miserable que no parecía el que antes era, sino un loco. Fuese a casa de su amo, donde halló un cartero que le buscaba con una carta, que abierta, vio que decía de esta manera:

«A don Marcos Miseria, salud. Hombre que por ahorrar no come, hurtando a su cuerpo el sustento necesario, y por solo interés se casa, sin más información que si hay hacienda, bien merece el castigo que usted tiene y el que le espera andando el tiempo. Vuesa merced, señor, no comiendo sino como hasta aquí, ni tratando con más ventaja que siempre hizo a sus criados, y como ya sabe, la media libra de vaca, un cuarto de pan y otros dos de ración al que sirve y limpia la estrecha vasija en que hace sus necesidades, vuelva a juntar otros seis mil ducados y luego me avise, que vendré de mil amores a hacer con usted vida maridable; que bien lo merece marido tan aprovechado.

Doña Isidora Venganza.»

Fue tanta la pasión que don Marcos recibió, que le dio una calentura que en pocos días le acabó los suyos miserablemente.

A doña Isidora, estando en Barcelona aguardando galeras en que embarcarse para Nápoles, una noche don Agustín y su Inés la dejaron durmiendo, y con los seis mil ducados de don Marcos y todo lo demás que tenía, se embarcaron, y llegados que fueron a Nápoles, él asentó plaza de soldado, y la hermosa Inés puesta en paños mayores se hizo dama cortesana, sustentando con este oficio en galas y regalos a su don Agustín.

Doña Isidora se volvió a Madrid, donde renunciando el moño y las galas anda pidiendo limosna, la cual me contó más por entero esta maravilla, y me determiné a escribirla para que vean los miserables el fin que tuvo este, y viéndolo, no hagan lo mismo, escarmentando en cabeza ajena.

Con grandísimo gusto oyeron todos la maravilla que don Álvaro dijo, viendo castigado a don Marcos. Y viendo que don Alonso se prevenía para la suya, trocando su asiento con don Álvaro, hizo don Juan señas a los músicos, los cuales cantaron así:

Visitas de Antón a Menga,

Y en su cabaña también,

A fe si se ofende Gila,

Que tiene mucho por qué.

El anticipar sus quejas,

Señal sospechosa es,

Que quien con darlas previene,

Quiere que no se las den.

Para mostrarse ofendida

Sobrada la causa fue,

Que es basilisco un agravio,

Y no ha de llegarse a ver.

Agradose, y sin amor,

Zagales, pero creed

Que conversación y agrado

Son amigos de querer.

Descuidado del indicio,

No es poco, que ya se ve,

Que lo que es hablarse hoy,

Fue diligencia de ayer.

Mal fuego en su cortesía,

Que saben los hombres bien,

Para desmentir lo falso,

Valerse de lo cortés.

No hay temer, si no hay tropiezos,

Mas Menga le busca a él,

Los dos solos, ella hermosa,

Si es tropiezo no lo sé.

Necios llaman a los celos,

Mal los conocen pardiez,

Que antes el celoso peca

De advertido y bachiller.

Esos aullidos, Antón,

Solo con Gila han de ser,

Porque un crédito en balanzas

Muy lejos anda del fiel.

¡Oh cuán bien saben los hombres

Con disculpas ofender!

Mas pues amor los descubre,

Bien haya el amor. Amén.

No sé si temeroso don Juan de la indignación de Lisis, quiso con este segundo romance disculparse de los agravios que le hacía en el primero; aunque a costa de los enojos de Lisarda, que enfadada de este cuanto gloriosa del otro, le mostró en un gracioso ceño con que miró a don Juan de lo que el falso amante se holgaba, porque a no ser así, tratara con más secreto y cordura esta voluntad, y no tan a descubierto, que él mismo se preciaba de amante de Lisarda, y mal correspondiente de Lisis. Prestaron luego todos muy grande atención y cuidado a don Alonso, que empezó su maravilla de esta suerte:

—Ya suele suceder, auditorio ilustre, a los más avisados, y que van más en los estribos de una malicia, caer en lo mismo que temen, como lo veréis en mi maravilla, para que ninguno se confíe de su entendimiento ni se atreva a probar a las mujeres, sino que teman lo que les puede suceder, estimando y poniendo en su lugar a cada una, pues al fin una mujer discreta no es manjar de un necio ni una necia empleo de un discreto: y para certificación y prueba de esto mismo, digo de esta suerte:

Novelas ejemplares y amorosas

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