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AVENTURARSE PERDIENDO.

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El nombre, hermosísimas damas y nobles caballeros, de mi maravilla es Aventurarse perdiendo; porque en el discurso de ella veréis cómo, para ser una mujer desdichada, cuando su estrella inclina a serlo, no bastan ejemplos ni escarmientos: si bien servirá el oírla de aviso para que no se arrojen al mar de sus desenfrenados deseos, fiadas en la barquilla de su flaqueza, temiendo que en él se aneguen, no solo las flacas fuerzas de las mujeres, sino los claros y heroicos entendimientos de los hombres, cuyos engaños es razón que se teman, como se verá en mi maravilla, que es la siguiente.

Por entre las ásperas peñas de Monserrate, suma y grandeza del poder de Dios y milagrosa admiración de las excelencias de su divina Madre, donde se ven en divinos misterios efectos de sus misericordias, pues sustenta en el aire la punta de un empinado monte a quien han desamparado los demás, sin más ayuda que la que le da el cielo, que no es la de menos consideración el milagroso y sagrado templo, tan adornado de riquezas como de maravillas: tantos son los milagros que hay en él, y el mayor de todos aquel verdadero retrato de la serenísima reina de los ángeles y señora nuestra.

Después de haberla adorado, ofreciéndola el alma llena de devotos afectos, y mirando con atención aquellas grandiosas paredes, cubiertas de mortajas y muletas, con otras infinitas insignias de su poder, subía Fabio, ilustre hijo de la noble villa de Madrid, lustre y adorno de su grandeza, pues con su excelente entendimiento y conocida nobleza, amable condición y gallarda presencia, la adorna y enriquece tanto como cualquiera de sus valerosos fundadores, y de quien ella, como madre, se precia mucho.

Llevaba este virtuoso mancebo por tan ásperas malezas deseos piadosos de ver en ellas las devotas celdas y penitentes monjes que han muerto al mundo por vivir para el cielo.

Después de haber visitado algunas, y recibiendo sustento para el alma y cuerpo, y considerando la santidad de sus moradores, pues obligan con ella a los fugitivos pajarillos a venir a sus manos a comer las migajas que les ofrecen; caminando a lo más remoto del monte por ver la nombrada cueva que llaman de san Antón; así por ser la más áspera, como prodigiosa, respecto de las cosas que allí se ven, tanto de las penitencias de los que la habitan, como de los asombros que les hacen los demonios; que se puede decir que salen de ellas con tanta calificación de espíritu, que cada uno por sí es un san Antón.

Cansado de subir por una estrecha senda, respecto de no dar lugar su aspereza a ir de otro modo que a pie, y haber dejado en el convento la mula y un criado que le acompañaba, se sentó a la margen de un pequeño arroyuelo, que derramando sus perlas entre menudas yerbecillas, descolgándose con sosegado rumor de una hermosa fuente, que en lo alto del monte goza regalado asiento, pareciendo allí fabricada más por manos de ángeles que de hombres, para recreo de los santos ermitaños que en él habitan; cuya música y cristalina risa, ya que no la veían los ojos, no dejaba de agradar a los oídos.

Y como el caminar a pie, el calor del sol y la aspereza del camino le quitasen parte del animoso brío, quiso recobrar allí el perdido aliento.

Apenas dio vida a su cansada respiración, cuando llegó a sus oídos una voz muy suave, que en bajos acentos mostraba no estar muy lejos el dueño. La cual tan baja como triste, por servirle de instrumento la humilde corriente, y pensando que nadie la escuchaba, cantó así:

¿Quién pensara que mi amor,

Escarmentado en mis males,

Cansado de mis desdichas,

No hubiera muerto cobarde?

¿Quién le vio escapar huyendo

De ingratitudes tan grandes,

Que crea que en nuevas penas

Vuelva de nuevo a enlazarme?

Mal hayan de mis finezas

Tan descubiertas verdades,

Y mal haya quien llamó

A las mujeres mudables.

Cuando de tus sinrazones

Pudiera, Celio, quejarme,

Quiere amor que no te olvide,

Quiere amor que más te ame.

Desde que sale la aurora,

Hasta que el sol va a bañarse

Al mar de las playas indias,

Lloro firme y siento amante.

Vuelve a salir y me halla

Repasando mis pesares,

Sintiendo tus sinrazones,

Llorando tus libertades.

Bien conozco que me canso,

Sufriendo penas en balde;

Que lágrimas en ausencia

Cuestan mucho y poco valen.

Vine a estos montes huyendo

De que ingrato me maltrates;

Pero más firme te adoro,

Que en mí es sustento el amarte.

De tu vista me libré,

Pero no pude librarme

De un pensamiento enemigo,

De una voluntad constante.

Quien vio cercado castillo,

Quien vio combatida nave,

Quien vio cautivo en Argel,

Tal estoy, y sin mudarme.

Mas pues te elegí por dueño,

Matadme, penas, matadme;

Pues por lo menos dirán:

Murió, pero sin mudarse.

¡Ay bien sentidos males!

Poderosos seréis para matarme,

Mas no podéis hacer

Que amor se acabe.

Con tanto gusto escuchaba Fabio la lastimosa voz y bien sentidas quejas, que aunque el dueño de ellas no era el más diestro que hubiese oído, casi le pesó de que acabase tan presto.

El gusto, el tiempo, el lugar y la montaña le daban deseo de que pasara adelante, y si algo le consoló el no hacerlo, fue el pensar que estaba en parte que podría presto con la vista dar gusto al alma, como con la voz había dado aliento a los oídos; pues cuando la causa fuera más humilde, oír cantar en un monte era de no pequeño alivio para quien no esperaba sino el aullido de alguna bestia fiera.

En fin, Fabio, alentado más que antes, prosiguió su camino en descubrimiento del dueño de la voz que había oído, pareciéndole no estar en tal parte sin causa, llevándole enternecido y lastimado a oír quejas en tan áspera parte. Notable piedad y generosa acción enternecerse de la pasión ajena.

Iba Fabio tan deseoso de hablar al lastimado músico, que no hay quien sepa encarecerlo: y porque no se escondiese, iba con todo el silencio posible.

Siguiendo en fin por la margen de la cinta de cristal, buscando su hermoso nacimiento, pareciéndole que sería el lugar que atesoraba la joya que a su parecer buscaba con alguna sospecha de lo mismo que era; y no se engañó, porque acabando de subir a un pradillo que en lo alto del monte estaba, morada solo para la casta Diana o para alguna desesperada criatura, al cual hacía por una parte espaldas una blanca peña, de donde salía un grueso pedazo de cristal, sabroso sustento de las flores, verdes romeros y graciosos tomillos, vio recostado en ellos un mozo, que al parecer su edad estaba en la primera de sus años, vestido sobre un calzón pardo, una blanca y erizada piel de algún cordero, su zurrón y cayado junto a sí, y con sus abarcas y montera.

Apenas le vio, cuando conoció ser el dueño de los cantados versos, porque le pareció estar suspenso y triste, llorando las pasiones que había cantado.

Y si no le desengañara a Fabio la voz que había oído, creyera ser figura desconocida, hecha para adorno de la fuente: tan inmóvil le tenían sus cuidados. Tenía un nudo hecho de sus blancas manos, tales que pudieran dar envidia a la nieve, si ella de corrida no hubiera desamparado la montaña. Si su rostro se la daba al sol, dígalo la poca ofensa que le hacían sus rayos, pues no les había concedido tomar posesión en su belleza, ni ejercer la comisión que tienen contra la hermosura.

Tenía esparcidas por entre las olorosas yerbas una manada de ovejas, mas por dar motivo a su traje, que por el cuidado que mostraba tener con ellas, porque más eran causa de traerle perdido.

Era la suspensión del hermoso mozo tal, que dio lugar a Fabio de llegarse tan cerca, que pudo notar que las doradas flores del rostro descendían al traje, porque a ser hombre ya debía dorar la boca el tierno velo; y para ser mujer era el lugar tan peligroso, que casi dudó lo mismo que veía; mas viéndose en parte, que casi el mismo engaño le culpaba de poco atrevido, se llegó más cerca, y le saludó con mucha cortesía.

A la cual el embelesado zagal volvió en sí con un ay tan lastimoso, que parecía ser el último de su vida; y como aún no le había la montaña quitado la cortesía, viendo a Fabio levantose, haciéndosela con discretas caricias, preguntándole de su venida por tal parte.

A lo cual Fabio, después de agradecer sus corteses razones, satisfizo de esta suerte:

—Yo soy un caballero de Madrid, vine a negocios importantes a Barcelona, y como les di fin, y era fuerza volver a mi patria, no quise ponerlo en ejecución hasta ver el milagroso templo de Monserrate. Visité devoto, y quise piadoso ver las ermitas que hay en esta montaña. Y estando descansando entre esos olorosos tomillos, oí tu lastimosa voz, que me suspendió el susto y animó el deseo por ver el dueño de tan bien sentidas quejas, conociendo en ellas que padeces firme y lloras mal pagado; y viendo en tu rostro y en tu presencia que tu ser no es lo que muestra tu traje, porque ni viene el rostro con el vestido, ni las palabras con lo que procuras dar a entender, te he buscado, y hallo que tu rostro desmiente a todo, pues en la edad pasas de muchacho, y en las pocas señales de tu barba no muestras ser hombre; por lo cual te quiero pedir en cortesía me saques de esta duda, asegurándote primero que si soy parte para tu remedio, no lo dejes por imposibles que le estorben, ni me envíes desconsolado, que sentiré mucho hallar una mujer en tal parte y con ese traje, y no saber la causa de su destierro, y asimismo no procurarle remedio.

Atento escuchaba el mozo al discreto Fabio, dejando de cuando en cuando caer unas cansadas perlas, que con lento paso buscaban por centro el suelo. Y como lo vio callar, y que aguardaba respuesta, le dijo:

—No debe querer el cielo, señor caballero, que mis pasiones estén ocultas, o porque haya quien me las ayude a padecer, o porque se debe de acercar el fin de mi cansada vida, y pretende que queden por ejemplo y escarmiento a las gentes; pues cuando creí que solo Dios y estas peñas me escuchaban, te guió a ti, llevado de tu devoción, a esta parte, para que oyeses mis lástimas y pasiones, que son tantas y venidas por tan varios caminos, que tengo por cierto que te haré más favor en callarlas que en decirlas, por no darte que sentir; demás de que es tan larga mi historia, que perderás tiempo si te quedas a escucharla.

—Antes —replicó Fabio— me has puesto en tanto cuidado y deseo de saberla, que si me pensase quedar hecho salvaje a morar entre estas peñas, mientras estuviere en ellas no he de dejarte hasta que me la digas, y te saque, si puedo, de esa vida, que sí podré, a lo que en ti miro; pues a quien tiene tanta discreción no será dificultoso persuadirle que escoja más descansada y menos peligrosa vida, pues no la tienes segura respecto de las fieras que por aquí se crían y de los bandoleros que en esta montaña hay; que si acaso tienen de tu hermosura el conocimiento que yo, de creer es que no estimaran tu persona con el respeto que yo la estimo.

—Pues si es así —dijo el mozo—, siéntate, señor, y oye lo que hasta ahora no ha sabido nadie de mí, y estima el fiar de tu discreción y entendimiento cosas tan prodigiosas, y no sucedidas sino a quien nació para extremo de desventura, que no hago poco sin conocerte, supuesto que de saber quién soy corre peligro la opinión de muchos deudos nobles que tengo, y mi vida con ellos; pues es fuerza que por vengarse me la quiten.

Agradeció Fabio lo mejor que supo, y supo bien, el quererle hacer archivo de sus secretos, y asegurándole, después de haberle dicho su nombre, de su peligro, y sentándose juntos cerca de la fuente, empezó el hermoso zagal su historia de esta suerte.

—Mi nombre, discreto Fabio, es Jacinta, que no se engañaron tus ojos en mi conocimiento; mi patria Baeza, noble ciudad de la Andalucía, mis padres nobles, y mi hacienda bastante a sustentar la opinión de su nobleza.

Nacimos en casa de mi padre un hermano y yo, él para tristeza suya, y yo para su deshonra; tal es la flaqueza en que las mujeres somos criadas, pues no se puede fiar a nuestro valor nada, porque tenemos ojos que a nacer ciegos menos sucesos hubiera visto el mundo, que al fin viviéramos seguras de engaños.

Faltó mi madre al mejor tiempo, que no fue pequeña falta, pues su compañía, gobierno y vigilancia fuera más importante a mi honestidad que no los descuidos de mi padre, que no le tuvo en mirar por mí y darme estado (yerro notable de los que aguardan a que sus hijas le tomen sin gusto): quería el mío a mi hermano ternísimamente, y esto era solo su desvelo, sin que se le diese yo en cosa ninguna: no sé qué era su pensamiento, pues había hacienda bastante para todo lo que quisiera emprender.

Diez y seis años tenía yo cuando una noche, estando durmiendo, soñaba que iba por un bosque amenísimo, en cuya espesura hallé un hombre tan galán que me pareció (¡ay de mí! y cómo hice despierta experiencia de ella) no haberlo visto en mi vida tal; traía cubierto el rostro con el cabo de un ferreruelo leonado, con pasamanos y alamares de plata.

Pareme a mirarle, agradada del talle y deseosa de ver si el rostro conformaba con él: con airoso atrevimiento llegué a quitarle el rebozo, y apenas lo hice cuando, sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el corazón que me obligó el dolor a dar voces, a las cuales acudieron mis criadas y despertándome del pesado sueño me hallé sin la vida del que me hizo tal agravio, la más apasionada que puedas pensar, porque su retrato se quedó estampado en mi memoria de suerte que en largo tiempo no se apartó de ella.

Deseaba yo, noble Fabio, hallar para dueño un hombre de su talle y gallardía, y traíame tan fuera de mí esta imaginación que le pintaba en ella, y después razonaba con él, de suerte que a pocos lances me hallé enamorada sin saber de quién; y me puedes creer que si fue Narciso moreno, Narciso era el que vi.

Perdí con estos pensamientos el sueño y la comida, y tras esto el color de mi rostro, dando lugar a la mayor tristeza que en mi vida tuve, tanto que casi todos reparaban en mi mudanza. ¿Quién vio, Fabio, amar a una sombra? Pues aunque se cuenta de muchos que han amado cosas increíbles y monstruosas, por lo menos tenían forma a quien querer.

Disculpa tiene conmigo Pigmalión, que adoró la imagen que después Júpiter le animó; y el mancebo de Atenas, y los que amaron el árbol y el delfín; mas yo que no amaba sino una sombra y fantasía, ¿qué sentirá de mí el mundo? ¿Quién duda que no creerá lo que digo, y si lo cree me llamará loca? Pues doyte mi palabra, a ley de noble, que ni en esto ni en lo demás que te dijere, adelanto nada más de la verdad.

Las consideraciones que hacía, las reprensiones que me daba, créeme que eran muchas; y asimismo que miraba con atención los más galanes mozos de mi patria, con deseo de aficionarme de alguno que me librase de mi cuidado; mas todo paraba en volverme a querer a mi amante soñado, no hallando en ninguno la gallardía que en aquel.

Llegó a tanto mi amor, que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos versos, que si no te cansases de oírlos te los diré, que aunque son de mujer, tanto más grandeza, porque a los hombres no es justo perdonarles los yerros que hicieren en ellos, pues están adornados y purificados con arte y estudio; mas una mujer que solo se vale de su natural, ¿quién duda que merece disculpa en lo malo, y alabanza en lo bueno?

—Di, hermosa Jacinta, tus versos, dijo Fabio, que serán para mí de mucho gusto, porque aunque los sé hacer con algún acierto, préciome tan poco de ellos, que te juro que siempre me parecen mejor los ajenos que los míos.

—Pues si así es —replicó Jacinta—, mientras durare mi historia no he menester pedirte licencia para decir los que hicieron a propósito; y así digo que los que hice son estos:

Yo adoro lo que no veo,

Y no veo lo que adoro;

De mi amor la causa ignoro,

Y hallar la causa deseo:

Mi confuso devaneo

¿Quién le acertará a entender?

Pues sin ver vengo a querer

Por sola imaginación,

Inclinando mi afición

A un ser que no tiene ser.

Que enamore una pintura,

No será milagro nuevo,

Que aunque tal amor no apruebo,

Ya en efecto es hermosura:

Mas amar a una figura

Que acaso el alma fingió,

Nadie tal locura vio;

Porque pensar que he de hallar

Causa que está por criar,

¿Quién tal milagro pidió?

La herida del corazón

Vierte sangre, mas no muero:

La muerte con gusto espero,

Por acabar mi pasión:

De estado fuera razón,

Cuando no muero, dormir;

¿Mas cómo puedo pedir

Vida ni muerte a un sujeto

Que no tuvo de perfecto

Más ser que saber herir?

Dame, cielo, si has criado

Aqueste ser que deseo,

De mi voluntad empleo,

Y antes que nacido amado;

¿Mas qué pide un desdichado,

Cuando sin suerte nació?

¿Porque a quién le sucedió

De amor milagro tan feo,

Que le ocupase el deseo

Amante que en sueños vio?

¿Quién pensara, Fabio, que había de ser el cielo tan liberal en darme aun lo que no le pedí? Porque como deseaba imposibles, no se atrevía mi libertad a tanto, si no fue en estos versos, que fue más gala que petición. Mas cuando uno ha de ser desdichado, también el cielo permite su desdicha.

Vivía en mi mismo lugar un caballero natural de Sevilla, del nobilísimo linaje de los Ponces de León, apellido tan conocido como calificado, que habiendo hecho en su tierra algunas travesuras de mozo, se desnaturalizó de ella, y casó en Baeza con una señora su igual, en quien tuvo tres hijos, la mayor y menor hembras, y el de en medio varón.

La mayor casó en Granada, y con la más pequeña entretenía la soledad y ausencia de don Félix, que este era el nombre del gallardo hijo, que deseando que luciese en el valor y valentía de sus ilustres antecesores, seguía la guerra, dando ocasión con sus valerosos hechos a que sus deudos, que eran muchos y nobles, como lo publican las excelentes casas de los duques de Arcos y condes de Bailén, le conociesen por rama de su descendencia.

Llegó este noble caballero a la florida edad de veinte y cuatro años, y habiendo alcanzado por sus manos una bandera, y después de haberla servido tres años en Flandes, dio la vuelta a España para pretender sus acrecentamientos; y mientras en la corte se disponían por mano de sus deudos, se fue a ver a sus padres, que había días que no los había visto y que vivían con este deseo.

Llegó don Félix a Baeza al tiempo que yo sobre tarde ocupaba un balcón, entretenida en mis pensamientos; y siendo forzoso haber de pasar por delante de mi casa, por ser la suya en la misma calle, pude, dejando mis imaginaciones, poner los ojos en sus galas, criados y gentil presencia, y deteniéndome en ella más de lo justo, vi tal gallardía en él que querértela significar fuera alargar esta historia y mi tormento.

Vi en efecto el mismo dueño de mi sueño, y aun de mi alma, porque si no era él, no soy yo la misma Jacinta que le vio y le amó más que a la misma vida que poseo.

No conocía yo a don Félix, ni él a mí, respecto de que cuando fue a la guerra quedé tan niña que era imposible acordarme, aunque su hermana doña Isabel y yo éramos muy amigas.

Miró don Félix al balcón, viendo que solos mis ojos hacían fiesta a su venida, y hallando Amor ocasión y tiempo, ejecutó en él el golpe de su dorada saeta, que en mí ya era excusado su trabajo, por tenerlo hecho. Y así de paso me dijo: «Tal joya, o ya será mía, o yo perderé la vida». Quiso el alma decir: «Ya lo soy», mas la vergüenza fue tan grande como el amor, a quien pedí con hartas sumisiones y humildades me diese ocasión y ventura, pues me había dado causa.

No dejó don Félix perder ninguna de las que la fortuna le dio a las manos; y fue la primera que habiéndome doña Isabel avisado de la venida de su hermano, fue fuerza visitarla, en cuya visita me dio don Félix en los ojos a conocer su amor tan a las claras, que pudiera yo darle albricias de mi suerte; y como yo le amaba no pude negarle en tal ocasión las justas correspondencias.

Y con esto le di ocasión para pasear mi calle de día y de noche, y que al son de una guitarra, con la dulce voz y algunos versos, en que era diestro, me diese mejor a conocer su voluntad. Acuérdome, Fabio, que la primera vez que le hablé a solas por una reja, me dio causa este soneto:

Amar el día, aborrecer el día,

Llamar la noche y despreciarla luego,

Temer el fuego y acercarse al fuego,

Tener a un tiempo pena y alegría;

Estar juntos valor y cobardía,

El desprecio cruel y el blando ruego,

Tener valiente entendimiento ciego,

Atada la razón, libre osadía;

Buscar lugar en que alterar los males,

Y no querer del mal hacer mudanza,

Desear sin saber qué se desea;

Tener el gusto y el disgusto iguales,

Y todo el bien librado en la esperanza:

Si aquesto no es amor, no sé qué sea.

Dispuesta tenía amor mi perdición, y así me iba poniendo los lazos en que me enredase y los hoyos donde cayese: porque hallando la ocasión que yo misma buscaba, desde que oí la música me bajé a un aposento bajo de un criado de mi padre, llamado Sarabia, más codicioso que leal, donde me era fácil hablar, por tener una reja baja, tanto que no era difícil tomar las manos. Y viendo a don Félix cerca, le dije:

—Si tan acertadamente amáis como lo decís, dichosa será la dama que mereciere vuestra voluntad.

—Bien sabéis vos, señora mía —respondió don Félix—, de mis ojos, de mis deseos y de mis cuidados, que siempre manifiestan mi dulce perdición, que sé mejor querer que decirlo; que vos sepáis que habéis de ser mi dueño mientras tuviere vida, es lo que procuro, y no acreditarme ni de buen poeta ni mejor músico.

—¿Y paréceos —repliqué yo— que me estará bien creer eso que vos decís?

—Sí —respondió mi amante—, porque hasta dejar quererse, y querer al que ha de ser su marido, tiene licencia una dama.

—¿Pues quién me asegura a mí que vos lo habéis de ser? —le torné a decir.

—Mi amor —dijo don Félix— y esta mano, que si la queréis en prendas de mi palabra, no será cobarde aunque le cueste a su dueño la vida.

¿Qué mujer, viéndose rogada con lo mismo que desea, amigo Fabio, despreció jamás la ocasión de casarse, y más del mismo que ama, que no acepte luego cualquier partido, pues no hay mayor cebo en que pique la perdición de una mujer que este? Y así no quise poner en condición mi dicha, que por tal la tuve, y tendré siempre que traiga a la memoria este día.

Y sacando la mano por la reja, tomé la que me ofrecía mi dueño, diciendo:

—Ya no es tiempo, señor don Félix, de buscar desdenes a fuerza de engaños, ni encubrir voluntades a costa de despegos, suspiros y lágrimas; yo os quiero no tan solo desde el día que os vi, sino antes; y para que no os tengan confuso mis palabras, os diré cosas que espanten —y luego le conté todo lo que te he dicho de mi sueño.

No hacía don Félix, mientras yo le decía estas novedades, para él y para cuantos lo oyen, sino besarme la mano que tenía en las suyas, como en agradecimiento de mis penas; en cuya gloria nos cogiera el día, y aun el de hoy, si no hubiera llegado nuestro amor a más atrevimiento.

Despedímonos con mil ternezas, quedando muy asentada nuestra voluntad y con propósito de vernos todas las noches en la misma parte; venciendo con oro el imposible del criado, y con mi atrevimiento el poder llegar allí, respecto de haber de pasar por delante de la cama de mi padre y hermano para salir de mi aposento.

Visitábame muy a menudo doña Isabel, obligándola a esto, después de su amistad, el dar gusto a su hermano, y servirle de fiel tercera a su amor.

En este sabroso estado estaba el nuestro, sin tratar don Félix de volver por entonces a Italia, cuando entre las damas a quien rindió su gallarda presencia, que eran casi todas las de la ciudad, fue una prima suya, llamada doña Adriana, la más hermosa que en toda aquella tierra se hallaba.

Era esta señora hija de una hermana del padre de don Félix, que como he dicho, era de Sevilla, y tenía cuatro hermanas; las cuales por muerte de su padre había traído a Baeza, poniendo las dos menores en religión.

Allí mismo se casó la que se seguía tras ella, quedándose la mayor, sin querer tomar estado, con esta hermana ya viuda, a quien había quedado, para heredera de más de cincuenta mil ducados, esta sola hija, a la cual amaba como puedes pensar, siendo sola y tan hermosa como te he dicho.

Pues como doña Adriana gozase muy a menudo la conversación de don Félix respecto del parentesco, le empezó a querer con tanto extremo que no pudo ser más, como verás en lo que sucedió.

Conoció don Félix el amor de su querida prima, y como tenía tan llena el alma del mío, disimulaba cuanto podía, excusándose el darle ocasión a perderse más de lo que estaba; y así cuantas muestras doña Adriana le daba de su voluntad, con un descuido desdeñoso se hacía desentendido.

Tuvieron pues tanta fuerza con ella estos desdenes, que vencida de su amor, combatida de ellos dio consigo en la cama, dando a los médicos muy poca seguridad de su vida: porque demás de no comer, ni aun dormir, no quería que se le hiciese ningún remedio.

Con que tenía puesta a su madre en la mayor tristeza del mundo, que como discreta, dio en pensar si sería alguna afición el mal de su hija; y con este pensamiento, obligando con ruegos a una criada de quien doña Adriana se fiaba, supo el caso, y quiso como cuerda ponerle remedio.

Llamó a su sobrino, y habiéndole dado a entender con lágrimas la pena que tenía del mal de su hija, y la causa que la tenía en tal estado, le pidió apretadamente que fuese su marido, pues en toda Baeza no hallaría casamiento más rico, y ella alcanzaría de su hermano que lo tuviese por bien.

No quiso don Félix ser causa de la muerte de su prima, ni dar con una desabrida respuesta pena a su tía. En esta conformidad le dijo, fiado en el tiempo que había de pasar en venir la dispensación, que lo tratase con su padre, que como él quisiese lo tendría por bien.

Y entrando a ver a su prima, le llenó el alma de esperanzas, mostrando su contento en su mejoría, acudiendo a menudo a su casa, que así se lo pedía su tía; con que doña Adriana cobró entera salud.

Faltaba don Félix a mis visitas por acudir a las de su prima; y yo, desesperada, maltrataba mis ojos y culpaba su lealtad.

Una noche que quiso satisfacer mis celos, y que por excusar murmuraciones de los vecinos había facilitado con Sarabia el entrar dentro, viendo mis lágrimas, mis quejas y sentimientos, como amante firme e inculpable en mis sospechas, me dio cuenta de todo lo que con su prima pasaba; enamorado, mas no cuerdo, porque si hasta allí eran solos temores los míos, desde aquel punto fueron celos declarados. Y con una cólera de mujer celosa, que no lo pondero poco, le dije que no me hablase en su vida si no le decía a su prima que era mi esposo, y que no lo había de ser suyo.

Quise con este enojo irme a mi aposento, y no lo consintió mi amante; mas amoroso y humilde, me prometió que no pasaría el día que aguardaba sin obedecerme; que ya lo hubiera hecho, si no fuera por guardarme el justo decoro.

Y habiéndome dado nuevamente palabra delante del secretario de mis libertades, le di posesión de mi alma y cuerpo, pareciéndome que así le tendría más seguro.

Pasó la noche más aprisa que nunca, porque había de seguirle el día de mis desdichas; para cuya mañana había determinado el médico que doña Adriana, tomando un acerado jarabe, saliese a hacer ejercicio por el campo, porque como no podía verse el mal del alma, juzgaba por el perdido color que era opilaciones.

Y para este tiempo llevaba también mi esposo librado el desengaño de su amor, y satisfacción de mis celos; porque como un hombre no tiene más de un cuerpo y un alma, aunque tenga muchos deseos, no puede acudir a lo uno sin hacer falta a lo otro: y la pasada noche don Félix, por haberla tenido conmigo, había faltado a su prima; y lo más cierto es que la fortuna, que guiaba las cosas más a su gusto que a mi provecho, ordenó que doña Adriana madrugase a tomar su acerada bebida, y saliendo en compañía de su tía y criadas, la primera estación que hizo fue a casa de su primo, y entrando en ella con alegría de todos, que le daban como a un sol el parabién de su venida y salud, se fue con doña Isabel al cuarto de su hermano, que estaba reposando lo que había perdido de sueño en sus amorosos empleos, y le empezó delante de su hermana a pedirle cuenta de haber faltado la noche pasada; a quien don Félix no satisfizo, mas desengañó de suerte, que en pocas palabras le dio a entender que se cansaba en vano, porque demás de tener puesta su voluntad en mí, estaba ya desposado conmigo, y prendas de por medio, que si no era faltándole la vida, era imposible que faltasen.

Cubrió a estas razones un desmayo los ojos de doña Adriana, que fue fuerza sacarla de allí, y llevarla a la cama de su prima, la cual vuelta en sí, disimulando cuanto pudo las lágrimas se despidió de ella, respondiendo a los consuelos que doña Isabel le daba con grandísima sequedad y despego.

Llegó a su casa, donde en venganza de su desprecio hizo la mayor crueldad que se ha visto, consigo misma, con su primo y conmigo: ¡o celos, qué no haréis, y más si os apoderáis de pecho de mujer! En lo que dio principio a su furiosa rabia fue en escribir a mi padre un papel, dándole cuenta de lo que pasaba, diciéndole que velase y tuviese cuenta con su casa, que había quien le quitaba el honor; y con esto aguardó la mañana, que tomando su pítima, y dando el papel a un criado que le llevase a mi padre, ya con el manto puesto para salir a hacer ejercicio, se llegó a su madre algo más enternecida que su cruel corazón le daba lugar, y le dijo:

—Madre mía, al campo voy; si volviere, Dios lo sabe. Por su vida, señora, que me abrace, por si no la volviere a ver.

—Calla, Adriana, dijo alterada su madre, no digas tales disparates, si no es que tienes gusto de acabarme la vida: ¿por qué no me has de volver a ver, si ya estás tan buena que ha muchos días que no te he visto mejor? Vete, hija mía, con Dios, y no aguardes a que entre el sol.

—¿Por qué vuestra merced no me quiere abrazar? —replicó doña Adriana.

Y volviendo (preñados de lágrimas los ojos) las espaldas, llegó a la puerta de la calle, y apenas salió por ella y dio dos pasos, cuando arrojando un lastimoso ay, se dejó caer en el suelo.

Acudió su tía, sus criadas y su madre, que venía tras ella, y pensando que era desmayo, la llevaron a la camilla, llamando al médico para que hiciese las diligencias posibles; mas no hubo ninguna bastante, por ser su desmayo eterno; y declarando que era muerta, la desnudaron para amortajarla, hundiéndose la casa a gritos; y apenas la desabotonaron el jubón que llevaba puesto cuando entre sus hermosos pechos le hallaron un papel que ella misma escribía a su madre, en que le decía que ella propia se había quitado la vida con solimán, que había echado en el jarabe, porque más quería morir que ver a su ingrato primo en brazos de otra.

Quien a este punto viera a la triste de su madre, de creer es que se le partiera el corazón por medio de dolor, porque ya de traspasada no podía llorar, y más cuando vieron que después de frío el cuerpo, se puso muy hinchada y negra; porque no solo consideraba el ver muerta a su hija, sino el haber sido desesperadamente; y así puedes considerar, Fabio, cuál estaría su casa y la ciudad, y yo que en compañía de doña Isabel fui a ver este espectáculo, inocente y descuidada de lo que estaba ordenado contra mí, aunque confusa de ser yo la causa de tal suceso, porque ya sabía por un papel de mi esposo lo que había pasado con ella.

No se halló al entierro don Félix, por no irritar al cielo en venganza de su crueldad, aunque yo lo eché a sentimiento. Enterraron a la desgraciada y malograda dama, facilitando su riqueza y calidad los imposibles que pudiera haber, habiéndose ella muerto por sus manos. Y con esto yo me torné a mi casa, deseando la noche para ver a don Félix, y apenas eran las nueve, cuando me avisó que ya estaba en su aposento (pluguiera a Dios le durara su pesar, y no viniera): a mi parecer se disponía mejor el verle que otras noches, porque aunque mi padre, estando ya avisado por el papel de doña Adriana, se acostó más temprano, haciendo recoger a mi hermano y la demás gente, y yo hice lo mismo por más disimulación, no obstante, ayudado de sus desvelos, y a pesar de su cuidado, se durmió tan pesadamente, que le duró el sueño hasta las cuatro de la mañana.

Yo, como le vi dormido, me levanté, y descalza, con solo un faldellín, me fui a los brazos de mi esposo, y en ellos procuré quitarle con caricias y ruegos el pesar que tenía, tratando con admiraciones el suceso de doña Adriana.

Estaba Sarabia sentado en la escalera por espía de mis travesuras, a tiempo que mi padre despavorido despertó, y levantándose fue a mi cama, y como no me hallase tomó un pistolete y su espada, y llamando a mi hermano, le dio cuenta del caso; mas no pudieron hacerlo con tanto silencio, que una perrilla que había en casa no avisase con voces a mi criado, el cual escuchando atento, oyó pasos, llegó a nosotros, y nos dijo que si queríamos vivir le siguiésemos, porque éramos sentidos.

Hicímoslo así, aunque muy turbados, y antes que mi padre tuviese lugar de bajar la escalera, ya los tres estábamos en la calle y la puerta cerrada por defuera, que esta astucia me enseñó mi necesidad.

Considérame, Fabio, con solo un faldellín de damasco, y descalza, porque de esta suerte había bajado la escalera a verme con mi deseado dueño, el cual con la mayor prisa que pudo me llevó al convento donde estaban sus tías, siendo ya de día; llamó a la portería, y entrando dentro al torno, dándoles cuenta del suceso, en menos de una hora me hallé detrás de una reja, llena de lágrimas y cercada de confusión, aunque don Félix me alentaba cuanto podía, y sus tías me consolaban, asegurándome todas el buen suceso, pues, pasada la cólera, tendría mi padre por bien el casamiento.

Y por si le quisiesen pedir a don Félix el escalamiento de la casa, se quedó retraído él y Sarabia en el mismo monasterio, en una sala que para su estancia mandaron aderezar sus tías, desde donde avisó a su padre y hermana el suceso de sus amores.

Su padre, que ya por las señas se imaginaba que me quería, y no le pesaba de ello, por conocer que en Baeza no podría su hijo hallar más principal ni rico casamiento, pareciéndole que todo vendría a parar en ser mi marido, fue luego a verme en compañía de doña Isabel, que proveída de vestidos y joyas que supliesen la falta de las mías, mientras se hacían otras, llegó donde yo estaba, dándome mil consuelos y esperanzas.

Esto pasaba por mí, mientras mi padre, ofendido de acción tan escandalosa, como era haberme salido de su casa, si bien lo fuera más si yo aguardara su furia, pues por lo menos me costaría la vida, remitió su venganza a sus manos (acción noble) sin querer por la justicia hacer ninguna diligencia ni más alboroto, ni más sentimiento que si no le hubiera faltado la mejor joya de su casa y la mejor prenda de su honra.

Y con este propósito honrado puso espías a don Félix, de suerte que hasta sus intentos no se le encubrían.

Y antes de muchos días halló la ocasión que buscaba, aunque con tan poca suerte como las demás, por estar hasta entonces la fortuna de parte de don Félix, el cual una noche, cansado ya de su resolución, y estando cierto que yo estaba recogida en mi celda con sus tías, que me querían como hija, venciendo con dineros la facilidad de un mozo que tenía las llaves de la puerta de la casa, le pidió que le dejase salir, que quería llegar hasta la de su padre, que no estaba lejos, que luego daría la vuelta.

Hízolo el poco fiel guardador, previniéndole su peligro: y él facilitándolo todo, lleno de armas y galas salió, y apenas puso los pies en la calle, cuando dieron con él mi padre y hermano, las espadas desnudas, que hechos vigilantes espías de su opinión, no dormían sino a las puertas del convento.

Era mi hermano muy atrevido, cuanto don Félix prudente, causa porque a la primera ida y venida de las espadas le atravesó don Félix la suya por el pecho, y sin tener lugar ni aun de llamar a Dios, cayó en el suelo de todo punto muerto.

El mozo que tenía las llaves, como aún no había cerrado la puerta, por ser todo en un instante, recogió a don Félix antes que mi padre ni la justicia pudiesen hacer las diligencias que les tocaba.

Vino el día, súpose el caso, diose sepultura al malogrado; y yo ignorante del caso salí a un locutorio a ver a doña Isabel que me estaba aguardando llena de lágrimas y sentimientos, porque pensaba ella, siendo yo mujer de su hermano, serlo del mío, a quien amó tiernamente. Prevínome del suceso y de la ausencia que don Félix quería hacer de Baeza y de toda España, porque se decía que el corregidor trataba de sacarle de la iglesia mientras venía un alcalde de la corte, por quien se había enviado a toda prisa.

Considera, Fabio, mis lágrimas con tan tristes nuevas, que fue mucho no costarme la vida, y más viendo que aquella misma noche había de ser la partida de mi querido dueño a Flandes, refugio de delincuentes y seguro de desdichados; como lo hizo, dejando orden para mi regalo y cuidado a su padre, y de amansar las partes y negociar su vuelta.

Con esto, por una puerta falsa que se mandaba por la estancia de las monjas, y no se abría sino con licencia del vicario y abadesa, salió dejándome en los brazos de su tía, casi muerta, donde me trasladó de los suyos por no aguardar a más ternezas, tomando el camino de Barcelona, donde estaban las galeras que habían traído las compañías que para la expulsión de los moriscos había mandado venir la majestad de Felipe III, y aguardaban al excelentísimo don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, que iba a ser virrey y capitán general del reino de Nápoles.

Supo mi padre la ausencia de don Félix, y como discreto, trazó, ya que no se podía vengar de él, hacerlo de mí. Y la primera traza que para esto dio, fue tomar los caminos, para que ni a su padre ni a mí viniesen cartas, tomándolas todas: y no fue mal acuerdo, pues así sabía el camino que llevaba, que los caballeros de la calidad de mi padre en todas partes tienen amigos a quien cometer su venganza.

Pasaron veinte días de ausencia, pareciéndome a mi veinte mil años, sin haber tenido nuevas de mi ausente. Ya un día que estaba conmigo mi suegro y cuñado entró un cartero, y dio a mi suegro una carta, diciendo ser de Barcelona, que con lo que después supe, había sido echada en el correo. Decía así:

«Mucho siento ser el primero que dé a usted tan malas nuevas; mas aunque quisiera excusarme, no es justo dejar de acudir a mi amistad y obligación. Anoche, saliendo el alférez don Félix Ponce de León, su hijo de usted, de una casa de juego, sin saber quién ni cómo le dieron de puñaladas, sin darle lugar ni aun a imaginar quién fuese el agresor. Esta mañana le enterramos, y despacho esta para que usted lo sepa, a quien consuele nuestro Señor, y dé la vida que sus servidores deseamos. A Sarabia pasaré conmigo a Nápoles si usted no manda otra cosa. Barcelona, 20 de junio.

El capitán Diego de Mesa.»

¡Ay Fabio, y qué nuevas! No quiero traer a la memoria mis extremos; basta decir que las creí por ser este capitán muy amigo de don Félix, con quien él tenía correspondencia, y a quien pensaba seguir en este viaje; y pues las creí, por esto podrás conjeturar mi sentimiento y lágrimas.

No quieras saber más, sino que, sin hacer más información, a otro día tomé el hábito de religiosa, y conmigo, para consolarme y acompañarme, doña Isabel, que me quería ternísimamente.

Ve prevenido, discreto Fabio, de que mi padre fue el que hizo este engaño, y escribió esta carta; y como cogía todas las que venían, supo que don Félix, como llegó a Barcelona, halló embarcado al virrey, y sin tener lugar de escribir más que cuatro renglones, avisando de cómo ese día partían las galeras, se embarcó, y con él Sarabia, que no le había querido dejar, temeroso de su peligro: pedía que le escribiésemos a Nápoles, donde pensaba llegar, y desde allí dar la vuelta a Flandes.

Pues como su padre y yo no recibimos esa carta, pues en su lugar vino la de su muerte, y la tuviésemos por cierta, no escribimos más ni hicimos más diligencia que, cumplido el año, hacer doña Isabel y yo nuestra profesión con mucho gusto, particularmente yo, pareciéndome que, faltando don Félix, no quedaba en el mundo quien me mereciese.

A un mes de mi profesión murió mi padre, dejándome heredera de cuatro mil ducados de renta, los cuales no me pudo quitar por no tener hijos, que aunque tenía enojo, en aquel punto acudió a su obligación.

Estos gastaba yo largamente en cosas del convento; y así era señora de él, sin que se hiciese en todo más que mi gusto.

Don Félix llegó a Nápoles, y no hallando cartas allí, como pensó, enojado de mi descuido, sin querer escribir, viendo que se partían cinco compañías a Flandes, y que en una de ellas le habían vuelto a dar la bandera, se partió, y en Bruselas, para desapasionarse de mis cuidados, dio los suyos a damas y juegos, en que se divirtió de manera, que en seis años no se acordó de España ni de la triste Jacinta que había dejado en ella: pluguiera a Dios se estuviera hasta hoy, y me hubiera dejado en mi quietud, sin haberme sujetado a tantas desdichas; pues para traerme a ellas, al cabo de este tiempo, trayendo a la memoria sus obligaciones, dio la vuelta a España, donde entrando al anochecer, sin ir a la casa de sus padres, se fue derecho al convento, y llegando al torno a tiempo que querían cerrarle, preguntó por doña Jacinta, diciendo que la traía unas cartas de Flandes. Era tornera una de sus tías, y deseosa de saber lo que me quería, pareciéndome novedad que me buscase nadie fuera del padre de don Félix, que era la visita que yo siempre tenía, se apartó un poco, y llegándose luego, preguntó:

—¿Quién busca a doña Jacinta, que yo soy?

—Ese engaño no a mí —dijo don Félix—, que el soldado que me dio la carta me dio también a conocer su voz.

Viendo la sutileza la mensajera, a toda diligencia me envió a llamar por saber tales enigmas, y como llegué preguntando quién me buscaba, y conociese don Félix mi voz, se llegó, diciendo:

—¿Era tiempo, Jacinta mía, de verte?

¡Oh Fabio, y qué voz para mí, ahora parece que la escucho, y siento lo que sentí en aquel punto! Así como conocí en la habla a don Félix, considerando en un punto las falsas nuevas de su muerte, mi estado, y la imposibilidad de poseerle, despertando mi amor, que había estado dormido, di un gran grito, formando en él un ay tan lastimoso como triste, y di conmigo en el suelo con un desmayo tan cruel, que me duró tres días estar como muerta; y aunque los médicos declaraban que tenía vida, por más remedios que se hacían no podían volverme en mí.

Recogiose don Félix a una cuadra dentro de la sala, que debió de ser la misma en que primero estuvo, donde vio a su hermana, porque había en ella una reja donde nos hablamos, de quien supo lo hasta allí sucedido, y viendo que estaba profesa, fue milagro no perder la vida. Encargole el cuidado de mi salud y el secreto de su venida, porque no quería que la supiese su padre, que ya su madre era muerta.

Yo volví del desmayo, y mejoré del mal; porque guardaba el cielo mi vida para más desdichas, y salí a ver a don Félix. Lloramos los dos, y concertamos de que Sarabia fuese a Roma por licencia para casarnos, pues la primera palabra era la valedera.

Mientras yo juntaba dineros que llevase, pasaron quince días, en cuyo tiempo volvió a revivir el amor, y las persuasiones de don Félix a tener la fuerza que siempre habían tenido, y mi flaqueza a rendirse.

Y pareciéndonos que el breve del papa estaba seguro, fiándonos en la palabra dada antes de la profesión, di orden de haber la llave de la puerta falsa por donde salió don Félix para ir a Flandes, la cual le di a mi amante, hallándome más gozosa que con un reino.

¡Oh caso atroz y riguroso! Casi todas o las más noches entraba a dormir conmigo, pues era fácil, por haber una celda que yo había labrado de aquella parte.

Cuando considero esto, no me admiro, Fabio, de las desdichas que me siguen, y antes alabo y engrandezco el amor y misericordia de Dios en no enviar un rayo contra nosotros.

En este tiempo se partió Sarabia a Roma, quedándose don Félix escondido, con determinación de que no se supiese que estaba allí hasta que el breve viniese.

Pues luego que Sarabia llegó a Roma, presentó los papeles y un memorial que llevaba para dar a su santidad, en el cual se daba cuenta de toda la sustancia del negocio, y cómo entraba en el convento. Sorprendió esto tanto a su santidad, que mandó que pena de excomunión mayor latæ sententiæ, pareciese don Félix ante su tribunal, donde sabiendo el caso más por menor daría la dispensación, dando por ella cuatro mil ducados.

Pues cuando aguardábamos el buen suceso, llegó Sarabia con estas nuevas: y yo empecé a sentir con mayores extremos la ausencia de don Félix, temiendo sus descuidos; el cual con la misma pena me pidió que me saliese del convento, y fuese con él a Roma, y que juntos alcanzaríamos más fácilmente la licencia para casarnos.

Díjolo a una mujer que amaba, que fue facilitar el caso, porque la siguiente noche, tomando yo cantidad de dineros y joyas que tenía, dejando escrita una carta a doña Isabel, y dejándole el cuidado y gobierno de mi hacienda, me puse en poder de don Félix, que en tres mulas que tenía Sarabia prevenidas, cuando llegó el día ya estábamos bien apartados de Baeza, y en otros doce nos hallamos en Valencia, y haciéndonos a la vela, con harto riesgo de las vidas y mil trabajos llegamos a Civitavecchia, y en ella tomamos tierra, y un coche en que llegamos a Roma.

Tenía don Félix amistad con el embajador de España, y algunos cardenales que habían estado en Baeza, con cuyo favor nos atrevimos a echarnos a los pies de su santidad, el cual mirando nuestro negocio con piedad, nos absolvió, mandando que diésemos dos mil ducados al hospital real de España que hay en Roma; y luego nos despachó con condición, y en penitencia del pecado, que no nos juntásemos en un año, y si lo hiciésemos quedase la pena y castigo reservado a él mismo.

Estuvimos en Roma visitando aquellos santuarios, y confesándonos generalmente, en cuyo intermedio supo don Félix cómo la condesa de Gelves, doña Leonor de Portugal, se embarcaba para venir a Zaragoza, de donde habían hecho a don Diego Pimentel, su marido, virrey.

Y pareciéndole buena ocasión para venir a España y a nuestra tierra a descansar, me trajo a Nápoles, y acomodó por vía del marqués de Santa Cruz con las damas de la condesa, y él se llegó a la tropa de los acompañantes.

Tuvo la fortuna el fin que se sabe, porque forzados de una tormenta, nos obligó a venir por tierra; bastaba que viniese yo allí. Finalmente, mi esposo y yo vinimos a Madrid, y en ella me llevó a casa de una deuda suya, viuda, y que tenía una hija tan dama como hermosa, y tan discreta como gallarda, donde quiso que estuviese, respecto de haber de estar apartados lo que faltaba del año.

Él presentó los papeles de sus servicios en el consejo de guerra, pidiendo una compañía, pareciéndole que con título de capitán y nuestra hacienda sería rey en Baeza, premisas ciertas de su pretensión.

Había salido orden de Su Majestad, que todos los soldados pretendientes fuesen a servirle a la Mamora, que a la vuelta les haría mercedes; y como don Félix, respecto de haber servido tan bien, le honrasen para esta ocasión con el deseado cargo de capitán, no le dejaron sus honrados pensamientos acudir a las obligaciones de mi amor. Y así un día que se vio conmigo ante sus parientas, me dijo:

—Amada Jacinta, ya sabes en la ocasión que estoy, que no solo a los caballeros obliga, mas a los humildes, si nacieron con honra; esta empresa no puede durar mucho tiempo, y caso que dure más de lo que ahora imagino, como un hombre tenga lo que ama consigo, y no le falte una posada honrada, vivir en Argel o en Constantinopla, todo es vivir, pues el amor hace los campos ciudades, y las chozas palacios.

Dígote esto porque mi ausencia no se excusa por tan justos respectos, que si los atropellase daría mucho que decir. Tan honrosa causa disculpa el amor, si quieres dar ese nombre a mi partida. La confianza que tengo de ti me excusa el llevarte, que si no fuera esto, me animara a que en mi compañía empezaras a padecer de nuevo, o ya viéndome a mí cercado de trabajos, o llegando ocasión de morir juntos.

Más será Dios servido que en sosegándose estas revoluciones, tenga yo lugar de venir a poseerte, o por lo menos enviar por ti donde me emplee en servirte, que bien sé la deuda en que estoy a tu valor y voluntad; mi esposa eres, y siete meses nos faltan para poder yo libremente tenerte por mía.

La honra y acrecentamiento que yo tuviere es tuya. Ten por bien, señora mía, esta jornada, pues ahorrarás con esto parte del pesar que has de tener y yo tengo. En casa de mi tía quedas, y con la deuda de ser quien eres.

Lo necesario para tu regalo no te ha de faltar. A mi padre y hermano dejo escrito, dándoles cuenta de mis sucesos; a ti vendrán cartas y dineros. Con esto y las tuyas tendré más ánimo en las ocasiones, y más esperanzas de volverte a ver.

Yo me he de partir esta tarde, que no he querido hasta este punto decirte nada. Por tu vida y la mía, que mostrando en esta ocasión el valor que en las demás has tenido, excuses el sentimiento, y no me niegues la licencia que te pido.

Con un mar de lágrimas en mis ojos escuché a mi don Félix, pareciéndome en aquel punto más galán y más amoroso, y mi amor mayor que nunca; habíale de perder, ¿qué mucho que para atormentarme urdiese mi mala suerte esta cautela? Queríale responder, y no me daba lugar la pasión, y en este tiempo consideré que tenía razón en lo que decía: y así le dije con muy turbadas palabras, que mis ojos respondían por mí, pues que ellos hacían tal sentimiento, pasando entre los dos palabras tan amorosas, que servían para aumentar más y más nuestras penas.

Llegó la hora en que le había de perder para siempre: partiose al fin don Félix, y quedé como el que ha perdido el juicio, porque ni podía llorar ni hablar, ni oír los consuelos que a porfía me daban doña Guiomar y su madre. Finalmente, me costó la pérdida de mi dueño tres meses de enfermedad, que estuve ya para desamparar la vida. ¡Pluguiera al cielo que me hiciera este bien! Mas ¿cuándo le reciben los desdichados ni aun de quien tiene tantos que dar?

En todo este tiempo no tuve cartas de don Félix, y aunque pudieran consolarme las de su padre y hermana, que alegres de saber el fin de tantas desdichas, y prevenidas de mil regalos y dineros, me daban el parabién, pidiéndome que en volviendo don Félix, tratásemos de irnos a descansar en su compañía, no era posible que hinchiesen el vacío de mi cuidadosa voluntad, la cual me daba mil sospechas de mi desdicha; porque tengo para mí que no hay más ciertos astrólogos que los amantes.

Más habían pasado de cuatro meses que tenía esta vida, cuando una noche, que parece que el sueño se había apoderado más de mí que otras (porque como la fortuna me dio a don Félix en sueños, quiso quitármele de la misma suerte), soñaba que recibía una carta suya, y una caja que parecía traer algunas joyas, y yéndola a abrir, hallé dentro la cabeza de mi esposo.

Considera, Fabio, que fueron tan grandes los gritos y las voces que di, despertando con tantas lágrimas, congojas y ansias, que parecía que se me acababa la vida; y desmayándome, no volví en mí sino a las voces que me daba doña Guiomar, y agua que me echaban en el rostro.

Conteles el sueño, y ella, su madre y las criadas no osaban apartarse de mí por el temor con que estaba, pareciéndome que a todas partes que volvía la cabeza vía la de don Félix.

Llegada la mañana, determinaron llevarme a mi confesor para que me confesase, por ser sacerdote muy entendido y teólogo consumado. Al tiempo de salir de mi casa oí una voz, aunque las demás no la oyeron:

—Muerto es, sin duda, don Félix.

Con tales agüeros puedes creer que no hallé consuelo en el confesor, ni le tenía en cosa criada.

Pasé así algunos días, al cabo de los cuales vinieron las nuevas de lo que sucedió en la Mamora, y con ellas la relación de los que en ella se ahogaron, viniendo casi en los primeros don Félix.

De aquí algunos días llegó Sarabia, que fue la nueva más cierta, el cual contó como yendo a tomar puerto las naves, en competencia unas de otras, dos de ellas se hicieron pedazos, y se fueron a pique, sin poderse salvar de los que iban en ellas ni tan solo un hombre. En una de estas iba don Félix, armado de unas armas dobles, causa de que, cayendo en el mar, no volvió a parecer más; echó algunos fuera, él no fue visto. Así acabó la vida en tan desgraciada ocasión el más galán mozo que tuvo la Andalucía, porque a treinta años acompañaban las mayores gracias que pudo formar la naturaleza.

Cansarte en contar mi sentimiento, mis ansias, mi llanto, sería pagarte mal el gusto con que me escuchas; solo te digo que en tres años ni supe qué fue alegría ni salud.

Supieron su padre y hermana el suceso, trataron de llevarme y restituirme a mi convento; mas yo, aunque sentía con tantas veras la muerte de mi esposo, no lo acepté, por no volver a los ojos de mis deudos sin su amparo, ni menos con las monjas, respecto de haber sido la causa de su escándalo; demás que mi poca salud no me daba lugar de ponerme en camino, ni volver de nuevo a sufrir la carga de la religión; antes di orden que Sarabia, a quien ya tenía por compañero en mis fortunas, se fuese a gobernar mi hacienda, y yo quedé en compañía de doña Guiomar y su madre, que me tenían en lugar de hija; y no hacían mucho, pues gastaba con ellas toda mi renta.

Aconsejábanme algunas amigas que me casase, mas yo no hallaba otro don Félix que satisfaciese mis ojos, ni hinchiese el vacío de mi corazón, aunque no lo estaba de su memoria, ni mis compañeras quisieran que le hallara; mas para mi desdicha le halló amor, que quizá estaba sentido de mi descuido.

Visitaba a doña Guiomar un mancebo noble, rico y galán, cuyo nombre es Celio, tan cuerdo como falso, pues sabía amar cuando quería, y olvidar cuando le daba gusto; porque en él las virtudes y los engaños están como los ramilletes de Madrid, mezclados ya los olorosos claveles, como hermosas mosquetas, con las flores campesinas, sin olor ni virtud alguna. Hablaba bien, y escribía mejor, siendo tan diestro en amar como en aborrecer.

Este mancebo que digo, en mucho tiempo que entró en mi casa jamás se le conoció designio alguno, porque con llaneza y amistad entretenía la conversación; siendo tal vez el más puntal en prevenir consuelos a mi tristeza, unas veces jugando con doña Guiomar y otras diciendo algunos versos, en que era muy diestro. Pasaba el tiempo, teniendo en todo lo que intentaba más acierto que yo quisiera.

Igualmente nos alababa; sin ofender a ninguna nos quería; ya engrandecía la doncella; ya encarecía la viuda; y como yo también hacía versos, competía conmigo en ellos, admirándole, no el que yo los compusiese, pues no es milagro en una mujer, cuya alma es la misma que la del hombre, o porque naturaleza quiso hacer esa maravilla, o porque los hombres no se desvaneciesen, siendo ellos solos los que gozan de sus grandezas, sino porque los hacía con algún acierto.

Jamás miré a Celio para amarle, aunque nunca procuré aborrecerle; porque si me agradaba de sus gracias, temía sus despejos, de que él mismo nos daba noticia; particularmente un día que nos contó cómo era querido de una dama, y que la aborrecía con las mismas veras que la amaba, gloriándose de las sinrazones con que pagaba sus ternezas.

¿Quién pensara, Fabio, que esto despertara mi cuidado, no para amarle, sino para mirarle con más atención que fuera justo? De mirar su gallardía renació en mí un poco de deseo, y con desear se empezaron a enjugar mis ojos, y fui cobrando salud, porque la memoria empezó a divertirse tanto, que del todo le vine a querer, si bien callaba mi amor por no parecer liviana, hasta que él mismo trajo la ocasión por los cabellos, y fue pedirme que hiciera un soneto a una dama, que mirándose a un espejo, dio en él el sol, y la deslumbró. Y yo aprovechándome de ella, hice este soneto:

Novelas ejemplares y amorosas

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