Читать книгу Novelas ejemplares y amorosas - María de Zayas y Sotomayor - Страница 9

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Si a tu hermosa Celia adoras,

Y su imagen reverencias,

Sacrificando tu gusto

A su adorada belleza;

Si sus bellísimos ojos,

Como soles los respetas,

Como luceros los miras,

Como cielos los celebras;

Si conoces que su boca

Es caja de hermosas perlas,

Y sus cabellos dorados

Madejas de Arabia bellas;

Si sabes que son sus manos

Blancas y nevadas sierras,

Y de otra divina Venus,

Su gracia talle y presencia:

Si a tu perfecta hermosura,

Y alabada gentileza,

La manzana hermosa ofrecen,

Que a Troya tan caro cuesta;

Y finalmente, si tienes

Alma, sentidos, potencias,

La memoria y voluntad

Presos en sus rubias hebras:

¿Para qué, Jacinto ingrato,

Causa de mi eterna pena,

Con falso y fingido amor

Engañaste mi inocencia?

Suspenso estaba el engañado don Jacinto, no admirando la voz, aunque era muy buena, sino sintiendo las razones del romance, como si viera quejarse a Aminta. Y así le dijo:

—Enternecida está esa dama, amigo Jacinto.

—Tal la trataba yo —replicó Aminta—, pues cuando creyó tener marido, gozó de mi ausencia.

—¿Luego has querido? —dijo don Jacinto.

—¿Tan necio te parezco? —respondió la dama—: pues cree que he sabido querer y aborrecer, y que también sé dar disgustos y fingir cuidados, porque soy más hombre de lo que mis barbas dan muestra; pues aunque Flora mi señora dice que le parezco capón o mujer, algún día he de ser gallo, a pesar del bellaco que me ganó mi caudal y me puso en el estado en que estoy: mas pues gustas de ver quejas de mujer, oye estos madrigales, que se hicieron al mismo sujeto.

Al tiempo que a Diana

Febo sus rayos ofrecer quería,

Y ella hermosa y lozana,

De visitar los indios se venía,

Porque el pastor amado

Fuese en su ausencia consolado;

Matilde diligente

Salió a buscar a su Jacinto ausente.

Con paso apresurado

Las flores del florido prado pisa;

El semblante turbado,

Porque ya el corazón su mal le avisa,

A un valle hermoso llega,

Que un manso y cristalino arroyo riega,

Adonde entretenido

Vio a Jacinto en Isbella divertido.

Detuvo un poco el paso,

Y oyó cómo Jacinto le decía:

Zagala, yo me abraso,

Sosiegue tu favor la pena mía;

Las manos le tomaba

Y con tiernos suspiros la besaba,

E Isbella le decía:

Si te viese Matilde, ¿qué diría?

Deja, Isbella divina,

Esas quimeras, mira mis pasiones,

Que sola tú eres digna

De rendir los soberbios corazones,

Pues si Apolo te viera,

Tras Dafne fugitivo no corriera,

Y a Venus, sacra diosa,

Ganaras la manzana por hermosa.

Tú de Júpiter fueras

La Europa que cual Toro conquistara,

Si en su tiempo nacieras,

En cisne transformado te gozara,

Y como lluvia de oro

Bajara a verte de su eterno coro,

Y cual Calixto tuvieras

Asiento celestial en las esferas.

No gozara de Egina

Como pastor en el ameno prado,

Menos a Proserpina,

Porque de tu belleza enamorado,

Solo en ti se empleara,

Y a todas las del mundo despreciara:

Ni Juno se ofendiera

Aunque gozarte de su esposo viera.

Dijo, y determinado,

Cuando Isbella del todo ya rendida,

A su cuello ha enlazado

Los brazos, y tomando la medida

Con su boca a su boca,

Dejó a Matilde con sus celos loca,

Que de rabia perdida,

Salió cual cierva del venablo herida.

Desleal, atrevido,

Ingrato y falso más que los nacidos,

Yo os quitaré la vida,

Dijo, y con pasos atrevidos

Quiso llegar a ellos,

Huyó Morfeo de sus ojos bellos,

Que cual ríos estaban,

Creyendo ser verdad lo que soñaban.

Que si como dormida,

Despierta este suceso le pasara,

Entre sus tiernas manos los matara,

Que, aunque niño, Cupido

Es (si celos le ayudan) atrevido.

Alabáronle con grandes encarecimientos y mostraron estimar sus donaires con darle don Jacinto un vestido y Flora una sortija, lo que recibió Aminta con muestras de alegría, porque respecto de vengarse, pasaba plaza de bufón, no descuidándose de visitar a don Martín y contarle lo que pasaba, ni él de suplicarla abreviase o que le dejase a él hacerlo, porque no podía sufrir verse encerrado en casa ni a ella en la de un hombre que había sido su primer amor.

Enojose Aminta de verle tan desconfiado, y así le dijo que si se cansaba se volviese a su casa, pues ni le debía ni la debía; pues el acompañarla acción de caballero había sido, y así le dejó sin querer hacer amistades, de que don Martín quedó apasionadísimo.

Llegó Aminta algo tarde a su casa y halló a sus dueños cenando, que le riñeron la tardanza. A poco rato llegó don Martín a la puerta, haciendo cierta seña que acostumbraba otras noches. Salió Aminta, y después de ruegos y enojos, quedando amigos, se volvió a su posada y ella se entró a reposar.

Un mes estuvo Aminta en casa de su amo, en cuyo tiempo había escrito don Martín a Segovia a un amigo suyo para que le avisase lo que pasaba: el cual le avisó de todo, pues encareciéndole la pena con que su madre estaba le contó cómo el capitán don Pedro salió en fiado de la cárcel, y que entrando en su casa se había caído muerto; y que a los demás presos había sacado de la cárcel don Luis su hijo, que había venido de Italia, el cual andaba haciendo grandes diligencias por saber de su prima y esposa, de la cual no sabían nuevas ningunas.

Doblósele a la hermosa Aminta la pasión y la rabia con las nuevas de la muerte de su tío y venganza que prometía la cólera de su primo don Luis, y más viendo a don Jacinto gozar tan libremente de Flora, el uno y el otro causa de su desdicha. No tenía celos, mas sentía agravios, que quien quiere saber si ha querido, aunque aborrezca, vea lo que ha querido en otros brazos; así viendo la valerosa Aminta que no era tiempo de quejas sino de venganzas, apercibió a su querido amante don Martín para aquella noche, el cual avisado de lo que había de hacer, se puso en espera del suceso.

Aguardó Aminta tiempo y lugar, y viéndolos a todos dormidos, y la ciudad en silencio, entró en la cuadra de sus enemigos, no siendo de nuevo en ella por entrar todas las noches por los vestidos de su amo para limpiarlos; y sacando la daga, se la metió a don Jacinto por el corazón, de suerte que el quejarse y rendir el alma todo fue uno.

Al ruido despertó Flora, y queriendo dar voces, no la dio lugar Aminta, que la hirió por la garganta, diciendo:

—Traidora, Aminta te castiga y venga su deshonra.

Y volviéndola a dar otras tres puñaladas, envió su alma a acompañar la de su amante; y cerrando la puerta a la cuadra, tomó su capa y maleta, y valiéndose de una llave que había mandado hacer, por haber perdido la de la puerta de la calle, de industria, dejándola cerrada, se salió y fue a la posada de don Martín, el cual sabido el suceso y viendo que era forzoso ponerse en camino, tomando sus mulas y ropa, se partieron, caminando con toda prisa hasta el primer lugar donde descansaron, vistiéndose Aminta de dama y don Martín asimismo de caballero.

Sosegaron allí dos días, donde confirmando los dos la palabra que se habían dado, y con ella el amor, no pudo Aminta negarle a don Martín, como a su esposo, ningún favor que le pidiese.

Allí recibió don Martín dos criados y una criada, y tomando el carruaje necesario, se pusieron en camino para Madrid.

Pues como viniese la mañana que se siguió a la triste noche para los desventurados que estaban en el infierno, pues la vida era conforme a la muerte, y la muerte lo fue a la vida, como los demás criados viesen que Jacinto no parecía, ni su amo ni Flora se levantaban, entraron en la cuadra y viendo el desgraciado suceso, dieron gritos, alzando las criadas el alarido; a las cuales se juntaron todos cuantos había en la ciudad y la justicia con ellos, tomando sus confesiones a todos; y no habiendo otro indicio más que la falta de Jacinto, y haber llevado su maleta, los llevaron a todos presos, y visitando las casas de posadas, vinieron a dar en la que habían estado los autores del daño; si bien no sabían dar razón de nombres, ni tierra; ni pudieron saber más de que a las doce habían partido; y como se llamaban hermanos, siempre se encerraban para hablar.

Con estos indicios salieron tras de ellos algunos alguaciles y aun el mismo corregidor, mas aunque encontraron con don Martín y su dama, que iban la vuelta de Madrid, como los vieron ir con tanta autoridad y reposo, y conocieron a don Martín por uno de los nobles de aquella ciudad y sabían que vivía en Segovia, no cayeron en sospecha alguna, y más habiendo entendido de él que iba con aquella señora y que la traía para su esposa de un lugar de allí cerca; antes le contaron lo que buscaban y ellos se hicieron muy maravillados del caso; y no hay que espantar, porque si buscando un mozo de mulas y un pajecillo, hallaron un caballero tan principal y una dama tan hermosa, ¿quién no se diera por vencido?

Comió don Martín y el corregidor, porque aunque en el campo, iban proveídos; y no hallando rastro de lo que buscaban, se volvieron a la ciudad, y ellos siguieron su camino.

Y viendo la justicia la poca culpa de los presos, los soltaron y confiscaron la hacienda, parte para el rey y parte para la viuda, mujer de don Jacinto.

Don Martín y su esposa llegaron a Madrid, tomando casa y aderezos para ella, y sacando licencia del nuncio, se desposaron, corriendo después los términos de las amonestaciones.

Hecho esto, envió don Martín por su madre, la cual con su casa y hacienda se vino a Madrid, contenta de tener tal nuera, que sabiendo quién era, se tenía por dichosa, donde hoy viven, llamándose Aminta doña Vitoria, la más querida y contenta de su esposo don Martín, que solo le falta a esta buena señora tener hijos para del todo ser dichosa.

Su primo vive, y por su respecto no goza doña Vitoria la hacienda que le dejó su padre, aunque es muy gruesa, solo por no darse a conocer a su primo, ni don Martín quiere tratar de eso, por estar el secreto de este caso entre los tres; que si ella misma no lo manifestara, para que con nombres supuestos se escribiera, nadie pudiera dar noticia de ello.

Apenas dio la bella y discreta Matilde fin a su maravilla, dicha con tanto donaire y discreción que a todos los caballeros y damas que la escuchaban tenía elevados y absortos, cuando don Diego, nuevo amante de Lisis, haciendo seña a los músicos y dando aviso a dos criados suyos que eran diestros en danzar, a un mismo tiempo atajaron las alabanzas que para la bella Matilde se prevenían, pareciéndole que habiendo de quedar cortos en ellas, era más acertado pasarlas en silencio; y dándolo así a entender a todos aquellos caballeros y damas, aprobando su parecer, emplearon la vista en las graciosas vueltas y airosas cabriolas que los dos criados de don Diego hacían.

Y después de haber dado fin a la danza, dieron principio a una suntuosísima colación que Lisis tenía prevenida para sus convidados, donde en competencia las ensaladas de los dulces, y los dulces de muchas suertes de frutas, que en la mesa sirvieron, como en tales noches es costumbre, se mostró el buen gusto del dueño; y Lisis dándole a don Juan mil desdeñosas muestras, acompañadas de un gracioso ceño, con que al desaire le miraba; y por el contrario a don Diego mil honestos favores, de que don Juan se abrasaba; porque aunque quería a Lisarda, gustaba de ser querido de Lisis, y así haciendo mil regalos a Lisarda por picar a Lisis, y Lisis a don Diego por desesperar a don Juan, y los demás caballeros y damas, unos a otros, tocaron a maitines en el Carmen, y determinando oírlos con la misa del gallo, para dormir descuidados, avisados para la segunda noche, se despidieron de Lisis y su madre, que no quisieron oírlos; desocuparon la casa, acompañando todos aquellos caballeros a las hermosas damas en esta piadosa ocasión, si bien don Diego, llegándose a Lisis, se le ofreció por esclavo, agradeciendo la dama el favor, con que se dio fin a la fiesta de la primera noche.

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