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EL PREVENIDO ENGAÑADO.

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Tuvo la ilustre ciudad de Granada (milagroso asombro de las grandezas de la Andalucía) por hijo a don Fadrique, cuyo apellido y linaje no será justo que se diga, por los nobles deudos que en ella tiene; solo se dice que su nobleza y riqueza corrían parejas con su talle, siendo en lo uno y lo otro el de más nombre, no solo en su tierra sino en otras muchas donde era conocido, no dándole otro que el del rico y galán don Fadrique.

Murieron sus padres, quedando este caballero muy mozo, mas él se gobernaba con tanto acuerdo que todos se admiraban de su entendimiento, porque no le parecía de tan pocos años como tenía; y como los mozos sin amor dicen algunos que son jugadores sin dinero o danzantes sin son, empleó su voluntad en una gallarda y hermosa dama de su misma tierra cuyo nombre era Serafina, y un serafín en belleza, aunque no tan rica como don Fadrique.

Apasionose tanto por ella cuanto ella desdeñosa le desfavorecía, por tener ocupado el deseo en otro caballero de la ciudad (lástima por cierto bien grande que llegase un hombre de las cualidades de don Fadrique a querer donde tenga otro tomada la posesión); no ignoraba don Fadrique el amor de Serafina, mas parecíale que con su riqueza vencería mayores inconvenientes, y más siendo el galán que la dama amaba ni de los más ricos ni de los más principales.

Seguro estaba don Fadrique de que apenas pediría a Serafina a sus padres, cuando la tendría; mas Serafina no estaba de ese parecer, porque esto del casarse tras el papel, el desdén hoy, y mañana el favor, tiene no sé qué sainete que enamora y embelesa el alma y hechiza el gusto.

Y por esta misma causa procuró don Fadrique granjear primero la voluntad de Serafina que la de sus padres, y más viendo competidor favorecido, si bien no creía de la virtud y honestidad de su dama, que se extendía a más su amor que amar y desear.

Empezó con estas esperanzas a regalar a Serafina y a sus criadas, y ella a favorecerle más que hasta allí, porque aunque quería a don Vicente (que así se llamaba su amado) no quería ser aborrecida de don Fadrique; y las criadas a fomentar sus esperanzas, por cuanto creía el amante que era cierto su pensamiento en cuanto a alcanzar más que el otro galán; y con este contento, una noche que las astutas criadas habían prometido tener a su ama en un balcón, cantó al son de un laúd este soneto:

Que muera yo, tirana, por tus ojos,

Y que gusten tus ojos de matarme,

Que quiera con tus ojos consolarme,

Y que me den tus ojos mil enojos.

Que rinda yo a tus ojos por despojos

Mis ojos, y ellos en lugar de amarme,

Pudiendo en mis enojos alegrarme,

Las flores me conviertan en abrojos.

Que me maten tus ojos con desdenes,

Con rigores, con celos, con tibiezas,

Cuando mis ojos por tus ojos mueren.

¡Ay dulce ingrata, que en los ojos tienes

Tan grande ingratitud como belleza

Contra unos ojos que a tus ojos quieren!

Agradecieron y engrandecieron a don Fadrique las que escuchaban la música la gracia y destreza con que había cantado, mas no se diga que Serafina estaba a la ventana, porque desde aquella noche se negó de suerte a los ojos de don Fadrique, que por diligencias que hizo no la pudo ver en muchos días, ni por papeles que la escribió pudo alcanzar respuesta, y la que le daban las criadas a sus importunas quejas era que Serafina había dado en una melancolía tan profunda que no tenía una hora de salud.

Sospechoso don Fadrique que sería el mal de Serafina el verse defraudada de las esperanzas que quizá tenía de verse casada con don Vicente, porque no le veía pasear la calle como solía, creyó que por su causa se había retirado. Y pareciéndole que estaba obligado a restaurarle a su dama el gusto que le había quitado, fiado en que con su talle y riqueza le granjearía la perdida alegría, la pidió a sus padres por mujer.

Ellos que (como dicen) vieron el cielo abierto, no solo le dieron un sí acompañado de infinitos agradecimientos, mas se ofrecieron a ser esclavos suyos. Y tratando con su hija este negocio, ella que era discreta, dio a entender que se holgaba mucho y que estaba presta para darles gusto si su salud le ayudase; que les pedía entretuviesen a don Fadrique algunos días hasta que mejorase, que luego se haría cuanto mandaban en aquel caso.

Tuvieron los padres de la dama esta respuesta por bastante, y a don Fadrique no le pareció mala; y así pidió a sus suegros que regalasen mucho a su esposa para que cobrase más presto salud, ayudando él por su parte con muchos regalos, paseando su calle aún con más puntualidad que antes, tanto por el amor que la tenía cuanto por los recelos con que le hacía vivir don Vicente.

Serafina tal vez se ponía a la ventana, dando con su hermosura aliento a las esperanzas de su amante, aunque su color y tristeza daban claros indicios de su mal, y por esto estaba lo más del tiempo en la cama; y las veces que la visitaba su esposo, que con este título lo hacía algunas, le recibía en ella y en presencia de su madre, por quitarle los atrevimientos que este nombre le podía dar.

Pasáronse algunos meses, al cabo de los cuales don Fadrique, desesperado de tanta enfermedad y resuelto a casarse, estuviese con salud o sin ella, una noche, que como otras muchas estaba a una esquina velando sus celos y adorando las paredes de su enferma señora, vio a más de las dos de la noche abrir la puerta de su casa y salir una mujer, que en el aire y hechura del cuerpo le pareció ser Serafina.

Admirose, y casi muerto de celos se fue acercando más, donde claro conoció ser la misma, y sospechando que iba a buscar la causa de su temor, la siguió y vio entrar en una como corraliza en que se solía guardar madera, y por estar sin puertas, solo servía de esconder y guardar a los que por algunas travesuras amorosas entraban dentro.

Aquí pues entró Serafina; y don Fadrique, ya cierto de que dentro estaría don Vicente, irritado a una colérica acción como a quien le parecía que le tocaba aquella venganza, dio la vuelta por la otra parte, y entrando dentro vio como la dama se había bajado a una parte en que estaba un aposentillo derribado, y que tragándose unos gemidos sordos, parió una criatura, y los gritos desengañaron al amante de lo mismo que estaba dudando.

Pues como Serafina se vio libre de tal embarazo, recogiéndose un faldellín, se volvió a su casa, dejándose aquella inocencia a lo que sucediese.

Mas el cielo, que a costa de la opinión de Serafina y de la pasión de don Fadrique, quiso que no muriese sin bautismo por lo menos, llegó donde estaba llorando en el suelo, y tomándola, la envolvió en su capa, haciéndose mil cruces de tal caso, coligiendo que el mal de Serafina era este y que el padre era don Vicente, por cuyo hecho se había retirado, y dando infinitas gracias a Dios que le había sacado de su desdicha por tal modo, se fue con aquella prenda a casa de una comadre y la dijo que pusiese aquella criatura como había de estar y le buscase una ama, que importaba mucho que viviese.

Hízolo la comadre, y mirándola con grande atención vio que era una niña tan hermosa que más parecía ángel del cielo que criatura humana. Buscose el ama, y don Fadrique luego el siguiente día habló con una señora deuda suya para que en su propia casa se criase Gracia, que aqueste era el nombre que se le puso en el bautismo.

Dejémosla criar, que a su tiempo se tratará de ella como de la persona más importante de esta historia, y vamos a Serafina, que ya guarecida de su mal, dentro de quince días, viéndose restaurada en su primera hermosura, dijo a sus padres que cuando gustasen se podía efectuar el casamiento con don Fadrique, el cual temoroso y escarmentado de tal suceso, se fue a la casa de su parienta, la que tenía en su poder a Gracia, y la dijo que a él le había dado deseo de ver algunas tierras de España y que en esto quería gastar algunos años, y que la quería dejar poder para que gobernase su hacienda, que hiciese y deshiciese en ella, y que solo la suplicaba tuviese grandísimo cuidado con doña Gracia, haciendo cuenta que era su hija, porque en ella había un grandísimo secreto, y que si Dios la guardaba hasta que tuviese tres años, que la pedía encarecidamente la pusiese en un convento donde se criase, sin que llegase a conocer las cosas del mundo, porque llevaba cierto designio que andando el tiempo le sabría.

Y hecho esto, haciendo llevar toda su ropa en casa de su tía, tomó grandísima cantidad de dineros y joyas, y escribiendo este soneto se le envió a Serafina, y con solo un criado se puso a caballo, guiando su camino a la muy noble y riquísima ciudad de Sevilla.

Recibió Serafina el papel, que decía:

Si cuando hacerme igual a ti podías,

Ingrata, con tibiezas me trataste;

Y a fuerza de desdenes procuraste

Mostrarme el poco amor que me tenías;

Si a vista de ojos, de glorias mías,

El premio con engaño me quitaste,

Y en todas ocasiones me mostraste

Montes de nieve en tus entrañas frías;

Ahora que no puedes, ¿por qué quieres

Buscar el fuego entre cenizas muertas?

Déjale estar, ten lástima a mis años.

Imposibles me ofreces, falsa eres,

No avives estas llamas que no aciertas,

Que a tu pesar ya he visto desengaños.

Este papel, si bien tan ciego, dio mucho que temer a Serafina, y más que aunque hizo algunas diligencias por saber qué se había hecho la criatura que dejó en la corraliza, no fue posible, y confirmando dos mil sospechas con la repentina partida de don Fadrique, y más sus padres, que decían que en algo se fundaba, viendo que Serafina gustaba de ser monja, ayudaron su deseo, y así se entró en un monasterio, harto confusa y cuidadosa de lo que había sucedido, y más del desalumbramiento que tuvo en dejar allí aquella criatura, creyendo que se habría muerto o la habrían comido perros, cargando su conciencia con tal delito, motivo para que procurase con su vida y penitencia no solo alcanzar perdón de su pecado sino el nombre de santa, y así era tenida por tal en Granada.

Llegó don Fadrique a Sevilla, tan escarmentado en Serafina que por ella ultrajaba a todas las demás mujeres, no haciendo excepción de ninguna: cosa tan contraria a su entendimiento, pues para una mala hay ciento buenas.

Mas, en fin, él decía que no había de fiar de ellas, y más de las discretas, porque de muy sabias y entendidas daban en traviesas y viciosas, y que con sus astucias engañaban a los hombres; pues una mujer no había de saber más de hacer su labor y rezar, gobernar su casa y criar sus hijos, y lo demás eran bachillerías y sutilezas, que no servían sino de perderse más presto.

Con esta opinión, como digo, entró en Sevilla y se fue a posar en casa de un deudo suyo, hombre principal y rico, con intento de estarse allí algunos meses, gozando de las grandezas que se cuentan de esta ciudad, y como muchos días la pasease en compañía de aquel su deudo, vio en una de las más principales calles de ella, a la puerta de una hermosísima casa, bajar de un coche una dama en hábito de viuda, la más bella que había visto en toda su vida: era, sobre hermosa, muy moza y de gallardo talle, y tan rica y principal, según dijo aquel su deudo, que era de lo mejor y más ilustre de Sevilla; y aunque don Fadrique iba escarmentado del suceso de Serafina, no por eso rehusó el dejarse vencer de la belleza de doña Beatriz, que este es el nombre de la bellísima viuda.

Pasó don Fadrique la calle, dejando en ella el alma, y como la prenda no era para perder, pidió a su camarada que diesen otra vuelta. A esta acción le dijo don Mateo (que así se llamaba):

—Pienso, amigo don Fadrique, no dejaréis a Sevilla tan presto, pues sois demasiado tierno. A fe que lo ha puesto bueno la vista de esta dama.

—Yo siento de mí lo mismo —respondió don Fadrique—, aun gustaría, si pensase ser suyo, los años que el cielo me diese de vida.

—Conforme fuera vuestra pretensión —dijo don Mateo—, porque la hacienda, nobleza y virtud de esta dama no admite si no es la del matrimonio, aunque fuera el pretendiente el mismo rey, porque ella tiene veinte y cuatro años; cuatro estuvo casada con un caballero igual, y dos ha que está viuda; y en este tiempo no ha merecido ninguno sus paseos doncella, ni su vista casada, ni su voluntad viuda, con haber muchos pretendientes de este bien. Mas si vuestro amor es de la calidad que me significáis y queréis que yo le proponga vuestras prendas, pues para ser su marido no os faltan las que ella puede desear, lo haré, y podrá ser que entre los llamados seáis el escogido. Ella es deuda de mi mujer, a cuya causa la hago algunas visitas, y ya me prometo buen suceso, porque veisla allí, se ha puesto en el balcón, que no es poca dicha haber favorecido vuestros deseos.

—¡Ay, amigo! —dijo don Fadrique—, ¡y cómo me atreveré yo a pretender lo que a tantos caballeros de Sevilla ha negado, siendo forastero! Mas si he de morir a manos de mis deseos, sin que ella lo sepa, muera a manos de sus desengaños y desdenes; habladla, amigo, y demás de decir mi nobleza y hacienda le podréis decir que muero por ella.

Con esto dieron los dos vuelta a la calle, haciéndola al pasar una cortés reverencia; a la cual la bellísima doña Beatriz, que al bajar del coche vio con el cuidado que la miró don Fadrique, pareciéndole forastero y viéndole en compañía de don Mateo, con cuidado, luego que dejó el manto, ocupó la ventana, y viéndose ahora saludar con tanta cortesía, habiendo visto que mientras hablaban la miraban, hizo otra no menos cumplida.

Dieron con esto la vuelta a su casa muy contentos de haber visto a doña Beatriz tan humana, quedando de acuerdo que don Mateo la hablase otro día en razón del casamiento; mas don Fadrique estaba tal que quisiera que luego se tratara.

Pasó la noche, y no tan presto como el enamorado caballero quisiera; dio prisa a su amigo para que fuese a saber las nuevas de su vida o muerte; y así lo hizo.

Habló en fin a doña Beatriz, proponiéndole todas las calidades del novio; a lo cual respondió la dama que le agradecía mucho la merced que le hacía, y a su amigo el desear honrarla con su persona; mas que ella había propuesto el día que enterró a su dueño no casarse hasta que pasasen tres años, por guardar más el decoro que debía a su amor, que por esta causa despedía cuantos le trataban de esto; mas que si este caballero se atrevía a aguardar el año que le faltaba, que ella le daba su palabra de que no sería otro su marido; porque si había de tratar verdad, le había agradado su talle sin afectación, y sobre todo las relevantes prendas que le había propuesto, porque ella deseaba que fuese así el que hubiese de ser su dueño.

Con esta respuesta volvió don Mateo a su amigo, no poco contento, por parecerle que no había negociado muy mal.

Don Fadrique cada hora se enamoraba más, y si bien le desconsolaba la imaginación de haber de aguardar tanto tiempo, determinó estarse aquel año en Sevilla, pareciéndole buen premio la hermosa viuda, si llegaba a alcanzarla: y como iba tan bien abastecido de dineros, aderezó un cuarto en la casa de su deudo, recibió criados y empezó a echar galas para despertar el ánimo de su dama; a la cual visitaba tal vez en compañía de don Mateo, que menos que con él no se le hiciera tanto favor.

Quiso regalarla, mas no le fue permitido, porque doña Beatriz no quiso recibir un alfiler: el mayor favor que le hacía, a ruegos de sus criadas (que no las tenía el granadino mal dispuestas, porque lo que su ama regateaba el recibir ellas lo hicieron costumbre, y así no le desfavorecían en este particular su cuidado), era, cuando ellas le decían que estaba en la calle, salir al balcón, dando luz al mundo con la belleza de sus ojos; y tal vez acompañarlas de noche por oír cantar a don Fadrique, que lo hacía diestramente.

Y una, entre muchas, que le dio música, cantó este romance que él mismo había hecho, porque doña Beatriz no había salido aquel día al balcón, enojada de que le había visto en la iglesia hablar con una dama.

En fin, él cantó así:

Alta torre de Babel,

Edificio de Nembrot,

Que pensó subir al cielo,

Y en un grande abismo dio.

Parecen mis esperanzas,

Que según atendí yo,

Al cielo de mis deseos,

Llegará su pretensión.

Mas como fue su cimiento

El rapacillo de Amor,

Sin méritos, para ser

Reverenciado por dios.

Mudó como niño al fin

Su traviesa condición,

Siendo ciego para ver

De mi firmeza el valor.

¡Ay mal logrados deseos,

Caídos como Faetón,

Porque quisisteis subiros

Al alto carro del sol!

Esperanzas derribadas,

Marchitas como la flor,

Horas alegres, que ahora

Seréis horas de dolor.

¿Dónde pensabas subir,

Gallarda imaginación,

Si tus alas son de cera,

Y este signo es de León?

Bien pensaste que te diera

Manos y brazos afición;

Vano fue tu pensamiento,

Si en eso se confió.

En el balcón del oriente

Hoy ha salido mi sol,

Encubriendo con nublados

La luz de su perfección.

Caros vende amor sus gustos,

Y si los da es con pensión,

Que son censos al quitar,

Que es la desdicha mayor.

Mueras quemado en mi fuego,

Ciego lince, niño dios,

Mas, perdona, Amor, mi ofensa,

Que humilde a tus pies estoy.

El favor que alcanzó don Fadrique esta noche fue oír a doña Beatriz, que dijo a sus criadas que ya era hora de recoger, dando a entender con esto que le había oído, con lo que fue más contento que si le hubieran hecho señor del mundo.

En esta vida pasó nuestro amante más de seis meses sin que jamás pudiese alcanzar de doña Beatriz licencia para verla a solas, cuyos honestos recatos le tenían tan enamorado que no tenía punto de reposo.

Y así una noche que se halló en la calle de su dama, viendo la puerta abierta, por mirar de más cerca su hermosura se atrevió con algún recato a entrar en su casa, y sucediole tan bien que sin ser visto de nadie llegó al cuarto de doña Beatriz, y desde la puerta de un corredor la vio sentada en su estrado con sus criadas, que estaban velando, y dando muestras de querer desnudarse para irse a la cama, le pidieron ellas (como si estuvieran cohechadas de don Fadrique) que cantase un poco.

A lo que doña Beatriz se excusó con decir que no estaba de humor, que estaba melancólica; mas una de las criadas, que era más desenvuelta que las demás, se levantó y entró en una cuadra, de donde salió con una arpa diciendo:

—A fe, señora, que si hay melancolía, este es el mejor alivio; cante usted un poco y verá cómo se halla más aliviada.

Decir esto y ponerle la arpa en las manos fue todo uno; y ella por darlas gusto cantó así:

Cuando el alba muestra

Su alegre risa,

Cuando quita alegre

La negra cortina

Al balcón de oriente,

Porque salga el día:

Cuando muestra hermosa

La madeja rica,

Derramando perlas

Sobre clavellinas;

Y, en fin, cuando el campo

Vierte alegría,

Llora ausente de Albano

Celos Marfisa.

Cuando alegre apresta

La carroza rica,

A Febo que viene

De las playas indias:

Cuando entre cristales,

Claras fuentecillas

Murmuran de engaños,

Aljófar destilan:

Cuando al son del agua

Cantan las ninfas,

Llora ausente de Albano

Celos Marfisa.

Cuando entre claveles

Con claras linfas,

Guarnición de plata

En sus ojos pinta:

Cuando dan las aves,

Con sonoras liras,

Norabuena a Febo

De su hermosa vista:

Cuando en los serranos

Mil gustos se miran,

Llora ausente de Albano

Celos Marfisa.

Fue aquesta zagala

Monstruo de la villa,

De los ojos muerte,

De la muerte vida.

Fiero basilisco,

Causa de desdichas,

Porque con sus desdenes

Veneno tenía:

Cuando a sus donaires,

Que eran sal decían,

Llora ausente de Albano

Celos Marfisa.

Rindió sus desdenes

A la bizarría

De un serrano ingrato,

Que ausente la olvida:

Y cuando él alegre,

Nueva prenda estima,

Bellezas defiende,

Finezas publica:

Hermosuras rinde,

Y a glorias aspira,

Llora ausente de Albano

Celos Marfisa.

Dejó con esto la arpa diciendo que la viniesen a desnudar, dejando a don Fadrique (que le tenía embelesado el donaire, la voz y dulzura de la música) como en tinieblas. No tuvo sospecha de la letra, porque como tal vez se hacen para agradar a un músico, pinta el poeta como quiere.

Y viendo que doña Beatriz se había entrado a acostar, se bajó al portal para irse a su casa, mas fue en vano, porque el cochero, que posaba allí en un aposentillo, había cerrado la puerta de la calle, seguro de que no había quien entrase ni saliese, y se había acostado.

Pesole mucho a don Fadrique, mas viendo que no había remedio se sentó en un poyo para aguardar la mañana, porque aunque fuera fácil llamar que le abriese, no quiso, por no poner en opinión ni en lenguas de criadas la honra de doña Beatriz, pareciéndole que mientras el cochero abría, siendo de día, se podía esconder en una entrada de cueva.

Dos horas habría que estaba allí, cuando sintiendo ruido en la puerta del cuarto de su dama, que desde donde estaba sentado se veía la escalera y corredor, puso los ojos donde sintió el rumor y vio salir a doña Beatriz, nueva admiración para quien creía que estaba durmiendo.

Traía la dama sobre la camisa un faldellín de vuelta de tabí encarnado cuya plata y guarnición parecían estrellas, sin traer sobre sí otra cosa más que un rebocillo del mismo tabí, aforrado en felpa azul, puesta tan al desgaire que dejaba ver en la blancura de la camisa los bordados de hilo de pita: sus dorados cabellos cogidos en una redecilla de seda azul y plata, aunque por algunas partes descompuestos, para componer con ellos la belleza de su rostro; en su garganta dos hilos de gruesas perlas, conformes a las que llevaba en sus hermosas muñecas, cuya blancura se veía sin embarazo por ser la manga de la camisa suelta, a modo de manga de fraile.

De todo pudo el granadino dar muy bastantes señas; porque doña Beatriz traía en una de sus blanquísimas manos una bujía de cera encendida, en un candelero de plata, a la luz de la cual estuvo contemplando en tan angélica figura, juzgándose por dichoso si fuere él el sujeto que iba a buscar. En la otra mano traía una salva de plata, y en ella un vidrio de conserva, y una limetilla con vino, y sobre el brazo una toalla blanquísima.

—¡Válgame Dios! —decía entre sí don Fadrique, mirándola desde que salió de su aposento, hasta que la vio bajar por la escalera—, ¿quién será el venturoso a quién va a servir tan hermosa la maestresala? ¡Ay si yo fuera, y cómo diera en cambio cuanto vale mi hacienda!

Diciendo esto, como la vio que habiendo acabado de bajar, enderezaba sus pasos hacia donde estaba, se fue retirando hasta la caballeriza, y en ella por estar más encubierto, se entró; mas viendo que doña Beatriz encaminaba sus pasos a la misma parte, se metió detrás de uno de los caballos del coche.

Entró en fin la dama en tan indecente lugar para tanta belleza, y sin mirar en don Fadrique, que estaba escondido, enderezó hacia un aposentillo que al fin de la caballeriza estaba. Creyó don Fadrique de tal suceso que algún criado enfermo despertaba la caridad y piadosa condición de doña Beatriz a tal acción; aunque más competente era para alguna de las muchas criadas que tenía, que no para tal señora: mas atribuyéndolo todo a cristiandad, quiso ver el fin de todo; y saliendo de donde estaba caminó tras ella, hasta ponerse en parte que veía todo el aposento, por ser tan pequeño que apenas cabía una cama.

Grande fue el valor de don Fadrique en tal caso, porque así como llegó cerca y descubrió todo lo que en el aposento se hacía, vio a su dama en una ocasión tan terrible para él que no sé cómo tuvo paciencia para sufrirla.

Es el caso que en una cama que estaba en esta parte que he dicho estaba echado un negro tan atezado que parecía su rostro hecho de un bocací. Parecía en la edad de hasta veinte y ocho años, mas tan feo y abominable, que no sé si fue pasión, o si era la verdad, le pareció que el demonio no podía serlo tanto. Parecía asimismo en su desflaquecido semblante que le faltaba poco para acabar la vida, con lo que parecía más abominable.

Sentose doña Beatriz en entrando sobre la cama, y poniendo sobre una mesilla la vela y lo demás que llevaba, le empezó a componer la ropa, pareciendo en la hermosura ella un ángel y él un fiero demonio. Puso tras esto una de sus hermosísimas manos sobre la frente y con enternecida y lastimada voz le empezó a decir:

—¿Cómo estás, Antón? ¿No me hablas, mi bien? Oye, abre los ojos, mira que está aquí Beatriz; toma, hijo mío, come un bocado de esta conserva, anímate por amor de mí, si no quieres que yo te acompañe en la muerte como te he querido en la vida: ¿óyesme, amores? ¿No quieres responderme ni mirarme?

Diciendo esto, derramando por sus ojos gruesas perlas, juntó su rostro con el del endemoniado negro, dejando a don Fadrique, que la miraba, más muerto que él, sin saber qué hacerse ni qué decirse, unas veces determinándose a perderse y otras considerando que lo más acertado era apartarse de aquella pretensión.

Estando en esto abrió el negro los ojos, y mirando a su ama, con voz debilitada y flaca la dijo, apartándola con las manos el rostro que tenía junto con el suyo:

—¿Qué me quieres, señora? Déjame ya, por Dios; ¿qué es esto? ¿Que aun estando yo acabando la vida me persigues? ¿No basta que tu viciosa condición me tiene como estoy, sino que quieres que cuando estoy ya en el fin de mi vida, acuda a cumplir tus viciosos apetitos? Cásate, señora, cásate y déjame ya a mí, que ni te quiero ver, ni comer lo que me das.

Y diciendo esto se volvió del otro lado sin querer responder a doña Beatriz, aunque más tierna y amorosa le llamaba, o fuese que se murió luego, o no quisiese hacer caso de sus lágrimas y palabras. Doña Beatriz cansada ya, volvió a su cuarto, la más llorosa y triste del mundo.

Don Fadrique aguardó a que abriesen la puerta, y apenas la vio abierta, cuando salió huyendo de aquella casa, tan lleno de confusión y aborrecimiento cuanto primero de gusto y gloria. Acostose en llegando a su casa, sin decir nada a su amigo, y saliendo a la tarde dio una vuelta por la calle de la viuda por ver qué rumor había, a tiempo que vio sacar a enterrar al negro.

Volviose a su casa, siempre guardando secreto; y en tres o cuatro días que volvió a pasear la calle, ya no por amor sino por enterarse más de lo que aún no creía, nunca vio a doña Beatriz: tan sentida la tenía la muerte de su negro amante. Al cabo de los cuales, estando sobre mesa hablando con su amigo, entró una criada de doña Beatriz, y en viéndole, con mucha cortesía le puso en las manos un papel que decía así:

«Donde hay voluntad, poco sirven los terceros; de la vuestra estoy satisfecha y de vuestras finezas pagada: y así no quiero aguardar lo que falta del año para daros la merecida posesión de mi persona y hacienda, y así cuando quisiéredes se podrá efectuar nuestro casamiento, con las condiciones que fuéredes servido, porque mi amor y vuestro merecimiento no me dejan reparar en nada. Dios os guarde.

Doña Beatriz.»

Tres o cuatro veces leyó don Fadrique este papel y aún no acababa de creer tal; y así no hacía más que darle vueltas y en su corazón admirarse de lo que le sucedía, que ya dos veces había estado a pique de caer en tanta afrenta, y tantas le había descubierto el cielo secretos tan importantes.

Y como viese claro que la determinada resolución de doña Beatriz nacía de haber faltado su negro amante, en un punto hizo la suya y se resolvió a una determinación honrada: y diciendo a la criada que se aguardase, salió a otra sala, y llamando a su amigo, dijo estas breves razones:

—Amigo, a mí me importa la vida y la honra salir dentro de una hora de Sevilla, y no me ha de acompañar más que el criado que traje de Granada. Esa ropa que ahí queda venderéis después de haberme partido, y pagaréis con el dinero que dieren por ella a los demás criados: el porqué no os puedo decir, porque hay opiniones de por medio; y ahora, mientras escribo un papel, buscadme dos mulas y no queráis saber más.

Y luego, escribiendo un papel a doña Beatriz y dándole a la criada que le llevase a su ama, y habiéndole ya traído las mulas se puso de camino, y saliendo de Sevilla tomó el de Madrid con su antiguo tema de abominar de las mujeres discretas, que fiadas en su saber, procuran engañar a los hombres.

Dejémosle ir hasta su tiempo y volvamos a doña Beatriz, que en recibiendo el papel, vio que decía así:

«La voluntad que yo he tenido a usted ha sido solo con deseo de poseer su belleza; porque he llevado la mira a su honra y opinión, como lo han dicho mis recatos. Yo, señora, soy algo escrupuloso, y haré cargo de conciencia en que usted, viuda anteayer, se case hoy; aguarde usted siquiera otro año a su negro malogrado, que a su tiempo se tratará de lo que usted dice, cuya vida guarde el cielo.»

Pensó doña Beatriz perder con este papel su juicio, mas viendo que don Fadrique era ido, dio el sí a un caballero que le habían propuesto, remediando con el marido la falta del muerto amante.

Por sus jornadas contadas (como dicen) llegó don Fadrique a Madrid y fuese a posar a los barrillos del Carmen, en casa de un tío suyo que tenía allí casas propias.

Era este caballero rico y tenía para heredero de su hacienda un solo hijo, llamado don Juan, gallardo mozo, y demás de su talle, discreto y muy afable.

Teníale su padre desposado con una prima suya muy rica, aunque el matrimonio se dilataba hasta que la novia tuviese edad, porque la que en este tiempo alcanzaba era diez años.

Con este caballero tomó don Fadrique tanta amistad que pasaba el amor del parentesco, que en pocos días se trataban como hermanos. Andaba don Juan muy melancólico, en lo cual reparando don Fadrique, después de haberle obligado con darle cuenta de su vida y sucesos, sin nombrar parte, por parecerle que no es verdadera amistad la que tenía reservado algún secreto a su amigo, le rogó le dijese de qué procedía aquella tristeza. Don Juan, que no deseaba otra cosa, por sentir menos su mal comunicándole, le respondió:

—Amigo don Fadrique, yo amo tiernamente una dama de esta corte, a la cual dejaron sus padres mucha hacienda con obligación de que se casase con un primo suyo que está en Indias.

No ha llegado nuestro honesto amor a más que una conversa, reservando el premio de él para cuando venga su esposo, porque ahora ni su estado ni el mío dan lugar a más amorosas travesuras; pues aunque no gozo de mi esposa, me sirve de cadena para no disponer de mí.

Deciros su hermosura será querer cifrar la misma belleza a breve suma, pues su entendimiento es tal que en letras humanas no hay quien la aventaje: finalmente, doña Ana (que este es su nombre) es el milagro de esta edad, porque ella y doña Violante su prima son las sibilas de España, entrambas bellas, discretas, músicas y poetas. En fin, en las dos se halla lo que en razón de belleza y discreción está repartido en todas las mujeres.

Hanle dicho a doña Ana que yo galanteo una dama, cuyo nombre es Nise, porque el domingo pasado me vieron hablar con ella en San Ginés, donde acude. En fin, muy celosa me dijo ayer que me estuviese en mi casa y no volviese a la suya. Porque sabe que me abraso de celos cuando nombra a su esposo, me dijo enojada que en solo él adora y que le espera con mucho gusto y cuidado.

Escribile sobre esto un papel, y en su respuesta me envió otro, que es este, porque en hacer versos es tan extremada como en lo demás.

Esto dijo, sacando un papel, el cual tomándole don Fadrique, vio que era de versos, a que naturalmente era aficionado, y que decía así:

Tus sinrazones, Lisardo,

Son tantas, que ya me fuerza

Mi agravio a darte la culpa,

Y quedarme con la pena.

Mas no me quiero poner

Con tu ingratitud en cuentas,

Porque siempre los ingratos

Ceros por números dejan.

Preside apetito solo,

Lisardo, y es bien que tema,

Que cuentas de obligaciones,

A todas horas las niega.

Y así no quiero traerte

A la memoria mis penas;

Pues jamás diste recibo

De cosa que tanto pesa.

Vayan al aire suspiros,

Pues lo son, y no se metan

En contar, pues no los llaman,

Cuántos sus millares sean.

Las lágrimas a la mar,

Los cuidados a mis quejas,

Y mi afición a tu hielo,

Para que quede sin fuerzas.

Decir, Lisardo, que ya,

Por entretener ausencias,

Esfuerzo mi voluntad,

Engáñante tus quimeras.

Si quisiera entretenerme,

Pastores tiene la aldea,

Que aunque les doy disfavores,

Mis pobres partes celebran,

En quien pudiera escoger

Alguno que me tuviera

Con amor entretenida,

Y con interés contenta.

Y tú, Lisardo, aunque alcanzas

Favores que otros desean,

Tan solo no los estimas,

Sino que ya los desprecias.

Lisardo, creyera yo

Que la mujer de mis prendas

Con solo un mirar suave,

Favor y premio te diera.

Mas como siempre quisiste

Ser ingrato a mis finezas,

Ni estimas mi voluntad,

Ni con la tuya me premias.

Que no sabes qué es amor,

Tengo por cosa muy cierta;

No has entrado en los principios,

Y ya los fines deseas.

Lo que da lugar mi estado

Te favorezco, no quieras

Que me alargue a más, si el tuyo

Tiene a mi gusto la rienda.

Y temas que el mayoral,

Que ha de ser mi dueño, venga:

Si tu remedio aborreces,

Lisardo, ¿de qué te quejas?

Pides salud, y si aplico

El remedio, desesperas;

Eso es querer que te sangren,

Sin que te rompan la vena.

Lo cierto es que ya, Lisardo,

Te mata nueva nobleza,

Y haces mi amor achacoso,

Ya lo entiendo, no soy necia.

Maldiga, Lisardo, el cielo,

A quien con gracias ajenas,

A lo que adora enamora,

Tal como a mí le suceda.

Canta el músico en la calle,

Hace versos el poeta,

Apasiónase la dama,

Y olvida al que la requiebra.

Ya conozco tus engaños,

Ya conozco tus cautelas,

Mas pues yo te alabé a Nise,

¿Qué mucho que tú la quieras?

Goces, ingrato Lisardo,

Mil años de su belleza,

Tantos favores te rinda,

Como a mí me matan penas.

Bebe sus dulces engaños,

Los míos amargos deja,

Que yo al tiempo de mi fe

Pienso colgar la cadena.

Desde allí estaré mirando,

Como el que mira al que juega,

Al naipe en que aventuras

Tu verdad y tu cautela.

No me quejo de este agravio,

Lisardo, porque mis quejas

No te volverán amante,

Y es darte venganza en ellas.

Tú estás muy bien empleado,

Porque sus tinadas hebras

Es ébano en que se engasta

Su hermosura y sus finezas.

Sus ojos, negros luceros,

En cuyas niñas traviesas

Hallará tu guerra paz,

Y bonanza tu tormenta.

Tú vestirás sus colores,

Con que saldrás, aunque negras,

Más galán que con las mías,

Pues con gusto las desprecias.

Podrás tomar por devoto,

Para alivio de tus penas,

Al glorioso san Ginés,

Que es de tu Nise la iglesia.

Con esto pido al amor,

De tu inconstancia se duela.

Dios te guarde. De mi casa,

La que tu gusto desea.

—No hay mucho que temer a este enemigo —dijo acabando de leer el papel don Fadrique—, porque muestra estar más rendida que furiosa. La mujer escribe bien, y si como decís es tan hermosa, hacéis mal en no conservar su amor hasta coger el premio de él.

—Este es —respondió don Juan— una tilde, una nada, conforme a lo que hay en belleza y discreción, porque ha sido muchas veces llamada la sibila española.

—Por Dios, primo —replicó don Fadrique—, que temo a las mujeres que son tan sabias más que a la muerte, que quisiera hallar una que ignorara las cosas del mundo, al paso que esta las comprende, y si la hallara, vive Dios que me había de emplear en servirla y amarla.

—¿Lo decís de veras? —dijo don Juan—, porque no sé qué hombre apetece una mujer necia, no solo para aficionarse, mas para comunicarla un cuarto de hora, pues dicen los sabios que en el mundo son más celebrados que el entendimiento es manjar del alma, pues mientras los ojos se ceban en la blancura, en las bellas manos, en los lindos ojos y en la gallardía del cuerpo, y finalmente, en todo aquello digno de ser amado en la dama, no es razón que el alma no solo esté de balde, sino que no se mantenga de cosas tan pesadas y enfadosas como las necedades; pues siendo el alma tan pura criatura, no la hemos de dar manjares groseros.

—Ahora dejemos esta disputa —dijo don Fadrique—, que en eso hay mucho que decir, que yo sé lo que en este caso me conviene; y respondamos a doña Ana, aunque mejor respuesta era ir a verla, pues no la hay más tierna y de más sentimiento que la misma persona, y más que deseo ver si me hace sangre su prima, para entretenerme con ella el tiempo que he de estar en Madrid.

—Vamos allá —dijo don Juan—, que si os he de confesar verdad, por Dios que lo deseo; mas advertid que doña Violante no es necia, y si es que por esta parte os desagradan las mujeres, no tenéis que ir allá.

—Acomodareme con el tiempo —respondió don Fadrique.

Con esto, de conformidad se fueron a ver las hermosas primas; de las cuales fueron recibidos con mucho gusto, si bien doña Ana estaba como celosa zahareña, aunque tuvo muy poco que hacer don Juan en quitarle el ceño.

Vio don Fadrique a doña Violante, pareciéndole una de las más hermosas damas que hasta entonces había visto, aunque entrasen en ellas Serafina y doña Beatriz. Estábase retratando (curiosidad usada en la corte), y para esta ocasión estaba tan bien aderezada que parece que de propósito para rendir a don Fadrique se había vestido con tanta curiosidad y riqueza. Tenía puesta una saya entera negra, cuajada de lentejuelas y botones de oro, cintura y collar de diamantes, y un apretador de rubíes.

A cuyo asunto, después de muchas cortesías, tomando don Fadrique una guitarra, cantó este romance:

Zagala, cuya hermosura

Mata, enamora y alegra,

Siendo del cielo milagro,

Y gloria de nuestra aldea.

¿Qué pincel habrá tan sabio,

Supuesto que Apeles sea

El que le gobierna y rige,

Para imitar tu belleza?

¿Qué rayos, aunque el sol

Nos dé los de su madeja,

Que igualen a la hermosura

De esas tus castañas trenzas?

¿Qué luces a las que miro

En esas claras estrellas;

Vislumbres que a los diamantes

Eclipsan sus luces bellas?

¿Qué azucenas a tu frente,

Qué arcos de amor a tus cejas,

De viras a tus pestañas,

A tu vista qué saetas?

¿Qué rosas Alejandrinas

A tus mejillas, pues quedan

A su encarnado vencidas,

A su hermosura sujetas?

¿Qué rubíes con esos labios?

Sin duda, zagala, que eran

Con los fines de tu boca

Falsos los de tu cabeza.

Tus palabras son claveles,

Y tus blancos dientes perlas,

De las que llorando el alba,

Borda los campos con ellas.

Cristal tu hermosa garganta,

Columna en que se sustenta

Un cielo donde amor vive,

Si como dios se aposenta.

¿Qué nieve iguala a esas manos,

En cuyas nevadas sierras

Los atrevidos se pierden

Cuando pasarlos intentan?

De lo que encubre el vestido,

Zagala hermosa, quisiera

Decir muchas alabanzas,

Mas no se atreve mi lengua.

Que si cual otra Campaspe,

Mostráis tan divinas prendas;

¡Ay del Apeles que os mira,

Y sin esperanzas de ellas!

Decid, zagala, al Apeles,

Cuyos pinceles se emplean

En trasladar de este cielo

Vuestra hermosura a la tierra,

Que él y yo seremos cortos,

Pincel y plumas se quedan

Sin saber sacar la estampa,

Que al natural se parezca.

Pues el molde en que os formó

La sabia naturaleza,

Ya el mundo no lo posee,

Porque otra cual vos no tenga.

Diamantes, oro, cristal,

Luceros, rosas, azucenas,

Cielos, estrellas, rubíes,

Claveles, jazmines, perlas:

Todo en vuestra presencia

Pierde el valor,

Y sin belleza queda.

¿Qué pincel ni qué pluma

Harán de tal belleza

Breve suma?

Encarecieron doña Ana y su prima la voz y los versos de don Fadrique; y más doña Violante, que como se sintió alabar, empezó a mirar al granadino, dejando desde esta tarde empezado el juego de la mesa de Cupido, y don Fadrique tan aficionado y perdido que por entonces no siguió la opinión de aborrecer las discretas y temer las astutas, porque otro día antes de ir con don Juan a la casa de las bellas primas, envió a doña Ana este papel:

Novelas ejemplares y amorosas

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