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Parte I Compositores
ANTON BRUCKNER. uN «bicho raro»

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Anton Bruckner (1824—1896)


El verdadero genio no tiene ascendencia terrenal. Solo un genealogista puede estar interesado en rastrear la ascendencia de una persona famosa, pero ¿en qué nos beneficia leer largas discusiones acerca de los antepasados de Anton Bruckner, si ellos eran originariamente de la Alta o Baja Austria, si habían sido campesinos por un tiempo largo o corto? Tal vez, el único hecho importante en el estudio sobre la personalidad de Bruckner podría ser que su abuelo había podido dejar de ser campesino y convertirse en maestro de escuela. No se sabe si en la familia de Bruckner alguien se había dedicado a la música, así que se puede suponer que el compositor no estaba en deuda con sus antepasados por su talento.

Nació en 1824 en la localidad de Ansfelden. Estudió en St. Florián, un pueblo ubicado alrededor de un antiguo monasterio austriaco, el cual no abandonó hasta una madura edad. Los años de juventud los pasó ocupado con estudios musicales. Dedicaba horas y horas al órgano con el fin de convertirse en uno de los organistas más grandes del mundo. Recién a los 40 años Bruckner sintió la confianza suficiente para embarcarse en el proyecto sinfónico que lo sustentaría durante toda su vida. Al hacerlo, tuvo que enfrentarse a la ira y las bromas de los críticos y de sus colegas músicos que lo llamaban desde «borracho» hasta «compositor de sinfonías boa-constrictoras». A pesar de esto, a diferencia de Beethoven, cuya comprensión de la sinfonía y el estilo personal cambiaron a lo largo de los años, Bruckner encontró muy pronto su visión artística única y después exploró, incluso con mayor sutileza, las implicaciones y posibilidades de su lenguaje.

John Butt, profesor de música en la Universidad de Glasgow y un devoto de Bruckner, cuenta que el compositor era «un bicho raro»: tenía la manía de contar los ladrillos y las ventanas de los edificios y también el número de barras en sus partituras orquestales gigantescas, asegurándose de que sus proporciones fueran estadísticamente correctas. Pero había cosas más extrañas en su comportamiento. Por ejemplo, cuando su madre murió, Bruckner encargó una fotografía de ella en su lecho de muerte y la dejó en su habitación de enseñanza. No tenía retratos de su madre de cuando estaba viva; sólo miraba fijamente a esa única fotografía como si en ella hubiese un «memento mori» inquietante. Bruckner parece no haberse involucrado nunca demasiado profundamente con una mujer. Las mujeres le fascinaban y continuamente les proponía matrimonio a las jovencitas. En su diario llevaba una lista de todas las mujeres por las que alguna vez se había sentido atraído. Sus frustraciones amorosas continuaron prácticamente hasta su muerte. En 1891 y, nuevamente en 1894, le propuso matrimonio a una camarera de un hotel, pero ella se negó a convertirse al catolicismo y el imposible matrimonio nunca se llevó a cabo.

No obstante, «la verdadera naturaleza de Bruckner se revela en sus obras. En comparación con sus creaciones todo lo demás carece de importancia y conlleva el peligro de hacer que aparezca bajo una luz equivocada ante un público que aún no ha reconocido plenamente su grandeza». Estas palabras escritas por el compositor y ex alumno de Bruckner, Friedrich Klose, son tan verdaderas como desalentadoras para los biógrafos. Para muchos de ellos el hombre cuya vida están describiendo y el creador de las nueve grandes sinfonías parecen ser dos temas totalmente diferentes. Pero hay un puente de un solo sentido que va desde las obras de Bruckner hacia el hombre mismo. Solamente teniendo esto en cuenta se puede conocer su verdadero carácter.

Es interesante notar que la vida externa de Bruckner no ha tenido ningún efecto aparente en su trabajo. Una inmensa reserva de fuerzas psíquicas, originaria de un reino que no estaba sujeto a ninguna influencia del exterior, fue almacenada en él, dotándolo de un gran poder creativo. Hoy en día es difícil de imaginar conciertos sinfónicos sin la música de Bruckner, pero para los directores de orquesta de aquella época, tales como Arthur Nikish, Karl Muck o Franz Schalk, era un atrevimiento incluir una sinfonía de Bruckner en sus programas. Interpretarlos significaba un riesgo para la gestión de los conciertos. Había varias razones para causar esta incertidumbre. En primer lugar, la gran parte de los oyentes prefería las obras de Brahms, considerándolas la culminación de la música sinfónica. En segundo lugar, las nuevas tendencias en la música le parecían al público completamente desfavorables para el oído.

Los amantes de la música clásica no cesan en debatir acerca de la importancia y el valor artístico de las sinfonías de Mahler y Bruckner. Sobre la cuestión se expresaba ampliamente Bruno Walter, famoso director de orquesta, diciendo que «…en la música de Bruckner vibra un tono malheriano secreto, al igual que en la obra de Mahler algún elemento intangible es una reminiscencia de Bruckner. A partir de esta intuición de su parentesco trascendental es claramente permisible hablar de Bruckner y Mahler; por lo tanto, es posible que a pesar de las diferencias en su naturaleza e incompatibilidad de características importantes de sus trabajos, mi amor incondicional e ilimitado puede pertenecer a los dos».

Aunque Bruckner siempre trabajaba meticulosamente, los nueve años dedicados a su última sinfonía fueron algo sin precedentes. Su salud estaba decayendo y presentaba claros síntomas de inestabilidad mental. Una de las manifestaciones de su enfermedad fue la manía por revisar varias de sus sinfonías anteriores. Además, otro fanatismo se apoderó de él y le quitó sus energías: su devoción religiosa, que siempre había sido fuerte, en sus últimos años quedó fuera de control. Su deseo de dedicar la Novena Sinfonía a Dios es sintomático de su obsesión. La obra quedó incompleta debido a la muerte del compositor en 1896.


Revista QUID N° 55, diciembre 2014

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