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Pinturas y decadencias

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Aun con todo, la fase final del siglo XVI y la primera mitad del XVII se caracterizan por la febril actividad pictórica que se desarrolló en el Palau de la Generalitat, especialmente en la decoración de las paredes del Sala de Corts. Pero hay que reconocer que las obras pintadas siempre suponían inversiones menores que las que acarreaban las intervenciones arquitectónicas. Incluso hubiera sido mucho más caro, por ejemplo, cubrir los muros con tapices, que seguramente hubiera sido lo ideal para los diputados, cuando en 1590 se encargó al noble Cristòfol Mercader que organizara la decoración de la sala, y se afirmó que «las parets de aquella estan rònegues per no aver-hi tapiceria ne altres draps convenients per a posar en aquelles», por lo que se decidió que esas paredes sien adornades y pintades al fresch ab molt gentils històries y pintures conforme sa magestat té pintats los aposientos de les cases de su real magestat.63 Cabe suponer que ese modelo era el del cercano palacio del Real de Valencia, aunque, como apunta Yolanda Gil en este mismo volumen, podrían referirse también a algún otro de los palacios de titularidad regia que se estaban decorando en ese siglo.64

Antes de esa gran obra las pocas contratas confiadas a pintores en el palacio se habían reducido, por ejemplo, a los retablos de la capilla, el primero de los cuales realizó Pere Cabanes entre 1493 y 1494 por 520 sueldos.65 Un precio, por una pieza de diez palmos de alto por siete de ancho (2,26 × 1’5 m), de unos 45 sueldos por metro cuadrado, relativamente barato para los que se pagaban en la época y que incluía la pintura de una gran Virgen con Niño entre ángeles con tres diputados a los pies que representaban a toda la institución: lo eclesiàstich com a canonge ab capa, lo noble ab spasa al costat, lo ciutadà ab gramalla de jurat, y los santos patronos de los otros dos brazos, san Jorge y el ángel custodio a los lados, además de la Deesis en la espiga y una predela con la Piedad y una serie de santos, como era norma en los retablos valencianos.66

Después la moda renacentista llegaría a las pinturas del palacio en la cubierta del archivo y en la ampliación de la escribanía, en 1504. Ya entonces se contrató a los pintores Simó de Gurrea y García de Carcastillo con el objetivo de que llenaran aquellos techos con pintures vulgarment dites del romà a partir de una muestra que quedaba en manos del escribano de la institución, Pere Bataller. Los pintores se comprometían a realizar la obra con molt bons e ardents colors y a decorar también con ellos las puertas y ventanas de las estancias, además de dorar los bordones de los armarios del archivo que daban a la cubierta, todo en solo tres días. A cambio recibirían 630 sueldos, 240 al principio y el resto cuando la obra estuviera acabada.67 Los diputados debieron de quedar satisfechos, porque al año siguiente los mismos pintores recibían el encargo de pintar a los tres santos patrones, más dos porteros con mazas a sus lados, sobre las puertas del mencionado archivo, las de la escribanía y las de la sala mayor del palacio, por 230 sueldos.68

Quince años más tarde un tal Pere Bustamant fue contratado para pintar y dorar la cubierta de un studi nou que daba a la plaza (se supone que la dels Pròxita) con colores azul y carmesí, pigmentos que la misma institución le proporcionaba, por 600 sueldos, un precio que, como señalan Joan Domenge y Jacobo Vidal, era similar al que solían cobrar los carpinteros por la realización de esas techumbres, con los que los pintores solían formar equipos.69 A partir de entonces los doradores y batifulles, es decir, los proveedores de pan de oro para las cubiertas de la Sala Daurada, recibieron sin duda más encargos que los pintores, aunque las faenas del dorado las ejecutaron a menudo también estos últimos, como hicieron entre otros Joan de Joanes, Gaspar Requena, Lluís Mata y Lluc Bolanyos en 1575.70 Al año siguiente, uno de estos artistas, Lluís Mata, recibió nada menos que 2.600 sueldos por volver a dorar la sala dorada grande del piso inferior, cuyas figuras a esas alturas estaban ya negres e brutes e dellustraven la obra nova.71 No era, sin embargo, una obra nueva, como la que poco después compondría el gran programa iconográfico de la Sala de Corts, auténtica autoafirmación de los diputados de la Generalitat como representantes del poder del reino.

No voy a entrar especialmente en dichas pinturas, analizadas de forma ejemplar por Yolanda Gil en este mismo volumen; solo voy a estimar la importancia de las sumas de dinero que se invirtieron en ellas. Ya hemos visto cómo la opción de pintar con imágenes las paredes partió de una imitación de las obras de la monarquía, más cuando los grandes personajes de la sociedad valenciana se reunían allí, y no solo para las cortes, sino también para asistir desde aquella sala a los grandes eventos festivos que se desarrollaban especialmente en los meses más cálidos, desde el Corpus al 9 de Octubre.72 El problema fue que da la impresión de que los pintores valencianos no estaban todavía a la altura de los manieristas italianos en las técnicas del fresco, con lo que se decidió que, a pesar de que el programa se plasmase directamente sobre los muros, la técnica empleada fuera el óleo.73

La primera parte realizada, la sitiada, que representaba las sesiones que los diputados y otros oficiales de la Generalitat llevaban a cabo cada martes y cada jueves, fue encargada a Joan de Sarinyena en octubre de 1591 a cambio de 12.000 sueldos divididos en tres pagas, comprometiéndose a tener las pinturas listas para el Corpus siguiente, cuando, como hemos dicho, comenzaba la «temporada alta» de la estancia, lo que supone unos siete meses de trabajo.74 Fue con diferencia la mayor cantidad pagada por pinturas en esta sala, para lo que habría que buscar razones como quizá el superior caché del pintor, el hecho de que incluyera abundantes adornos de brocados y telas, o que corrieran de su parte incluso los andamios que se tuvieran que montar para su ejecución. Lo cierto es que, por una parte, estas pinturas resultaron ser técnicamente un desastre, cuando se deterioraron tan rápido que cuarenta años más tarde se decidió que se copiaran en un lienzo para que este cubriera las maltrechas figuras;75 pero, por otro lado, esta primera tanda de pinturas debió de marcar el camino también sobre la estrategia a seguir para la contratación del resto. En efecto, para completar la estancia, la decoración de los demás lienzos de pared no se contrató directamente con un pintor, sino que se sacó a una subasta a la baja, como se estaban haciendo contemporáneamente con las obras arquitectónicas.

Así ocurrió en agosto de 1592, cuando se planteó representar a los tres estamentos de las cortes en las paredes que aún quedaban vacías. Se decidió entonces que «sien lliurades als qui per menys preu les faran».76 Se llevó a cabo de hecho una reunión de todos los pintores interesados en el palacio y el resultado de la puja fue que Vicent Requena se encargaría de pintar el estamento eclesiástico por 7.000 sueldos; Joan de Sarinyena, los representantes de la ciudad de Valencia, por 4.000; y el italiano Francesco Pozzo, el brazo militar por 8.000. En los tres casos se planteaba la entrega por adelantado de una parte del precio, entre un cuarto y un tercio del total, para que pudieran adquirir los materiales y pagar los jornales de sus ayudantes. Habían quedado, sin embargo, al margen, los representantes de las ciudades y villas reales, olvido que se subsanó tres días más tarde con una nueva licitación de la que salió ganador Vicent Mestre por otros 5.000 sueldos.77

El coste del conjunto pictórico ascendió por tanto a una cifra global de 35.000 sueldos, un gran desembolso que, sin embargo, como se puede ver de nuevo en la tabla 3, cuando situamos este gasto en el contexto inflacionario de finales del siglo XVI, quedaría muy por debajo de los dispendios realizados en las partes leñosas de la sala, o del monto de obras arquitectónicas anteriores. Incluso si le sumamos a estas cifras iniciales los «retoques» que tuvo que introducir Pozzo a sus personajes cuando los nobles valencianos se le quejaron de que parecían «demasiado italianos», más la cantidad extra que añadió por incluir a más figuras en su retrato de grupo –porque nadie quería quedar fuera de esta imagen para la posteridad–, lo que agregó 2.200 sueldos más a lo cobrado por el pintor italiano, el monto de la campaña de pinturas no es comparable al de otras grandes obras anteriores.78

Pero, además, estos añadidos mencionados son interesantes a la hora de comprender la valoración económica del arte en la época. Así, cuando se trató de tasar lo que Pozzo debía completar, se calculó en principio el número de personajes nuevos que tendría que pintar, lo que hubiera dado lugar al pago de 4.000 sueldos, contando por tanto a 285 sueldos y 8 dineros cada uno, pero como las cortinas y adornos que se veían al fondo ya estaban pintados, se rebajó esa cantidad hasta los 2.200 sueldos mencionados. Es también interesante comprobar cómo se valoraba el hecho de que se pintara directamente del natural, como hizo el artista italiano con dieciséis caballeros de la ciudad, invirtiendo en ello cerca de cuatro meses, lo que, a ojos de los diputados, hacía preferible pagarle algo más a él, que optar porque realizaran esta tarea Sarinyena o Requena, que inmediatamente se habían ofrecido a transformar las caras que había realizado su colega por menos dinero. Estaba, por otra parte, la misma fama del pintor, que se vería dañada si se encomendaba a otro retocar su obra, por lo que Pozzo reclamaba que no li fesen agravi. El equilibrio por tanto entre lo que ofrecían los pintores y las demandas, cada vez más complejas, de los clientes, en este caso de la Generalitat, era pues bastante inestable, incluso en momentos tan avanzados del «Renacimiento», y los precios pagados tenían todavía más que ver con el número de personajes representados o con el coste de los pigmentos que con la fama del artista. El mismo hecho de que en el siglo XVII continuaran siendo frecuentes los arbitrajes para determinar la calidad y el justiprecio de un retablo por peritos, como ocurrió en 1607 con el de Sarinyena que vendría a sustituir al de Pere Cabanes en la capilla de la Generalitat, viene a confirmar esa impresión de que el reconocimiento de los artesanos del arte en Valencia, y en la península Ibérica en general, distaba mucho del de los grandes divos de la Italia de la época.79

Los precios pactados con la Generalitat tampoco eran muy superiores a los que se abonaban entonces por la pintura de un retablo, cuando el mismo Joan de Sarinyena recibió por ejemplo, por un retablo de san Miguel para la cartuja de Portaceli, 4.140 sueldos en 1603, y el reputado Francesc Ribalta 6.000 sueldos por pintar y dorar un retablo para el oficio de los Olleros de Alaquàs en 1617.80 La Generalitat, por tanto, al menos en estos años, aquilataba concienzudamente lo que invertía en la decoración de su casa. Y no era para menos, porque la coyuntura comenzó a ser en esos momentos mucho menos boyante que en épocas anteriores, precipitada como se ha comentado entre otras causas por la expulsión de los moriscos y por la crisis general que afectó a la península Ibérica a lo largo de esta centuria, con momentos críticos como 1641, en el que nadie pujó por el arrendamiento de los impuestos de las generalitats de ese año, y los diputados acordaron, para paliar la falta de numerario que ello supuso, cobrar una especie de tacha o impuesto directo a todos los conventos y monasterios del reino, con el revuelo que ello debió de suponer.81

Así pues, en el siglo XVII el ritmo de las obras fue muy inferior, cosa normal también si tenemos en cuenta que la estructura básica del palacio ya estaba acabada, y que solo se añadió la sacristía de la capilla desde 1655, mientras que al año siguiente se reparó la puerta que daba a la calle de Caballeros después de un accidente de un coche de caballos que entró por allí.82 Son con diferencia las dos obras más caras de la centuria, y desde luego no se acercan a los grandes costes del Quinientos. Ambas se otorgaron en subasta, y, de hecho, frente a lo que se hacía anteriormente, que era pactar con un maestro de obras concreto las condiciones una vez se había llegado a un acuerdo sobre el precio, en estos casos se desarrollaron primero largas y pormenorizadas capitulaciones sin haber asignado el contrato, las cuales debían ser suscritas a pies juntillas por el maestro que ganase la puja.

La obra de la sacristía, que partió de la constatación de que cuando se celebraba en la capilla la misa del gallo en Nochebuena, los sacerdotes debían vestirse y desvestirse a los ojos de todos, incluyó el levantamiento de tabiques, la construcción de una puerta «a la castellana», además de abrir una ventana y de reparar cornisas, bóvedas y solados, y la asumió el obrer de vila Vicent Vallés por 5.200 sueldos de la época.83 En cambio fue más sustanciosa la otra licitación, la de la puerta, rematada en 7.860 sueldos, y seguramente fue así porque el aspecto externo de la casa se valoraba especialmente en esta época «barroca» del palacio. En este caso, aunque el maestro al cargo de las obras fue un carpintero, Joan Cassanya, una buena parte del dinero se debió de ir en la variedad de piedras de colores que se usaron para enmarcar el vano, entre las que había piedra de Riba-roja hasta la primera cornisa, jaspe de Portaceli para las medias columnas, piedras negras de Alcublas para las basas y los capiteles, y mármol (si es trobarà) o piedra blanca de Valldigna para los florones. El modelo que se debía seguir era el de la puerta de la sacristía del Colegio del Corpus Christi, obra de prestigio medio siglo anterior, y se establecieron hasta tres «visuras» por parte de los clientes, de cómo iba avanzando la obra.84

El resto de las intervenciones realizadas en el palacio a lo largo del siglo XVII fueron bastante pequeñas, y raramente superaron los 1.000 sueldos de gasto, lo que solo se constata en 1688, con motivo de la restauración de las pinturas y dorados de la Sala de Corts por el pintor Francesc Cosergues y el dorador Vicent Oltra, quienes cobraron conjuntamente 1.500 sueldos.85 Por tanto, ni tan siquiera estamos ante una obra nueva, sino ante una labor de conservación, y las novedades apenas aparecen en algún cuadro, como el que Bernardí Çamora pintó de la Virgen para la puerta de dicha sala en 1638, por apenas 400 sueldos; o el san Jorge que Urbano Fos incorporó en el altar de la misma estancia en 1650 por otros 600 sueldos.86 Se hacen también pequeñas obras de reparación en algún momento, pero es significativo que uno de los dispendios más altos de toda la centuria, si no el que más, fuera la fabricación, entre 1698 y 1699, de unos biombos con puertas para dividir la Sala de Corts y hacerla un poco menos inhóspita en las reuniones que se desarrollaban en invierno. En estas estructuras, al fin y al cabo efímeras, se invirtieron 2.244 sueldos y 6 dineros porque iban pintadas por ambas caras, doradas y ornadas con molduras.87 Se trata de una obra que revela de alguna manera el ambiente de la época, tanto por su profusión decorativa como, sobre todo, porque su funcionalidad parece traslucir una cierta decadencia de la institución, que ahora raras veces era capaz de llenar su sala principal.

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Son en todo caso las últimas obras dignas de reseñarse de la época foral, que es aquella en la que la institución de la Generalitat tuvo un sentido en sí misma. Era de alguna forma el final del prolongado y azaroso proceso de construcción de un palacio que cambió totalmente de aspecto en más de una ocasión, hasta el punto de que Salvador Aldana llega a distinguir dos palacios: el inicial, del siglo XV y el definitivo, una vez añadidos todos los solares circundantes, que comienza propiamente a principios del XVI,88 y que es el que podemos observar actualmente, con su ampliación novecentista, que lo ha convertido en un edificio más o menos simétrico, con una segunda torre que imita a la antigua. Como anunciábamos, es imposible realizar una valoración económica global de todo el edificio, no solo por esas mutaciones a menudo radicales que se produjeron en él, sino también por su larga historia, surcada además por un proceso de inflación galopante en los tiempos modernos que hace muy difícil comparar los precios de las obras a lo largo de trescientos años. Sin embargo, el análisis de las coyunturas económicas que fueron atravesando tanto la institución como su sede principal permite interrogarse sobre algunos aspectos fundamentales en la fecunda frontera entre historia del arte e historia económica. Por ejemplo, si existe una correspondencia entre las mayores inversiones en el edificio y las situaciones de bonanza económica de la Generalitat o si, como plantearon en su día Roberto Sabatino López y Harry Miskimin para la Europa del Renacimiento, «enterrar riqueza» en la construcción era una forma de proteger el capital y hasta cierto punto de conjurar las crisis ofreciendo la imagen de una institución sólida como una pantalla ante la desconfianza de los posibles acreedores.89 Un mejor conocimiento de la evolución económica de la Generalitat, que sin duda se obtendrá a partir de las actas de este congreso, permitirá hilar mucho más fino sobre este tema, pero sin duda la impresión que nos ofrece el primer acercamiento que se ha realizado aquí es que los diputados gastaban más cuando más tenían, y no al revés, y que las grandes intervenciones coinciden con los momentos de apogeo de la institución. Es cierto, sin embargo, que la sincronía no puede ser perfecta con los ciclos económicos por los que atravesaba el reino, entre otras cosas porque influían también en la decisión de construir o decorar el palacio otros factores importantes, como el político, que hizo que se entrase en una cierta competencia por ejemplo con la ciudad de Valencia y con otros poderes locales (la jerarquía eclesiástica, los oficiales reales, etc.). El siglo XVI es así, sin duda, el gran momento del palacio, cuando, pese a que Valencia va quedando claramente en la periferia de las grandes decisiones del Imperio Habsburgo, las cortes valencianas y sus representantes adquieren el rol indiscutible de «voz del reino», más en un momento en que el municipio capitalino estaba siendo progresivamente domesticado por el poder real. Se llevaron a cabo entonces las mayores inversiones en el edificio, con una cierta confianza desmedida en la capacidad económica de la Generalitat, que llevaría por ejemplo a invertir sumas un tanto desproporcionadas en la compra de inmuebles para que el palacio pudiera ir creciendo, o se llenaran de pan de oro los casetones de las salas de la primera planta, echando verdaderamente «el resto» en la Sala de Corts que, al fin y al cabo era la cara visible de la institución, con esa gran muestra de orgullo corporativo –cien años antes de los cuadros de Rembrandt en Holanda– que son las pinturas murales de esa estancia. Pero no se debe olvidar, por otro lado, que el gasto en el palacio era en realidad una parte bastante pequeña del «presupuesto» anual de la institución, cuando incluso en los años de mayor dispendio nunca llegaban a los cinco mil sueldos, mientras que solo el pago de los intereses de la deuda se llevaba cerca de treinta mil todos los años, a lo que se unían además las dietas, los salarios de los oficiales, los gastos de administración en general, las fiestas y, por supuesto, el servicio a la monarquía que estaba en el origen de la institución.90

El haber tenido en cuenta la inflación galopante que se vivió a partir de esta centuria, con el deflactado de las grandes cifras, nos ha servido no obstante para relativizar en cierta medida lo que en principio parecían grandes diferencias entre los años en torno a 1500 y los posteriores. Solo la construcción de la gran cubierta y de la galería de la mencionada Sala de Corts destaca de forma llamativa frente al resto de las inversiones en el edificio, y se produce justo cuando parece que la Generalitat ha llegado al cenit de su poder económico, comenzando entonces un período de dificultades que proseguirán después, a lo largo del siglo XVII. Es interesante también recordar cómo a partir de entonces la relativa despreocupación de los diputados a la hora de invertir dinero, y hasta de redactar los contratos, va dando paso a una actitud más precavida, que juega además con la competitividad entre los artífices para intentar ahorrarse unos cuantos sueldos.

Algunos de esos artífices llegaron ya a ganarse una cierta reputación intelectual, como se ha visto por ejemplo en el caso de Gaspar Gregori, pero lo que se observa a través de la demanda artística generada por la Generalitat es precisamente que los comitentes seguían dominando el mercado local. La institución se beneficiaba quizá de la amplia nómina de artesanos de la construcción y de las artes visuales que había en la Valencia de la época, donde aún continuaban llegando inmigrantes de otras partes de la Península e incluso de más allá, y sin duda también del prestigio que les podía proporcionar a estos que sus obras se pudieran contemplar en una de las grandes sedes del poder del reino. Los artistas, así pues, aunque comenzaron en algún caso a reivindicar su autoría y su condición erudita, siguieron aquí en el Renacimiento siendo considerados básicamente como simples ejecutores materiales de las obras, y en el caso de las de la Generalitat, lo que sí se acentuó fue la figura del artista-empresario, dado el sistema de contratas de destajos por el que optó esta institución.

A través de dicho sistema la consolidación de la Generalitat como poder político y social fue reflejándose en los sucesivos cambios que fue viviendo su sede, pasándose del edificio reducido y funcional del siglo XV a la creciente magnificencia del palacio del siglo XVI. A partir de entonces los diputados fueron teniendo cada vez más claro lo importante que era proyectar sobre el reino, en pleno centro de su capital, y justo enfrente de su casa consistorial, la imagen de una institución vigorosa que representaba a las elites cultas y refinadas del país, y que sabía que, en política, parecer es a menudo tan importante, o más, que ser.

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