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AL MARGEN DE LA GRAN GUERRA

Los adolescentes que escaparon a la masacre

Claude Benoit Morinière

Universitat de Valencia

El tema de la Gran Guerra ha impulsado una ingente producción literaria. En Francia, muchos escritores o simples soldados que participaron en el conflicto tomaron la pluma para revelar sus sufrimientos y contar el horror de sus vivencias: literatura de testimonio, la más numerosa, que comprende las memorias y diarios de guerra o de trincheras como, por ejemplo, Propósitos de infantería de P. Mac Orlan, La mano cortada de Blaise Cendrars, Los del 14 de Maurice Génevoix o Los cuadernos de guerra de Louis Barthas, tonelero, redactados por un soldado raso; obras de ficción, sobre todo novelas inspiradas de la experiencia personal de sus autores como El fuego de Henri Barbusse, Las cruces de madera de Roland Dorgelés, la primera parte del Viaje al final de la noche de Louis-Ferdinand Céline, El tiempo recobrado de Marcel Proust y muchas más. También se publicaron obras poéticas como las de Louis Aragon1 y de Guillaume Apollinaire2 relativas a este conflicto mundial que provocó la muerte de nueve millones de individuos, dejó a ocho millones de inválidos y veinte millones de huidos o exiliados.

Pero mientras los adultos movilizados luchaban y morían en el frente, muchos niños y adolescentes vivían otra realidad bien diferente. Ajenos al drama de los combates y las trincheras, no podían representarse la guerra como una tragedia ya que no afectaba negativamente ni a sus vidas ni a sus seres queridos ni a su entorno. Este el caso de los dos escritores que he escogido para analizar los textos que nos han dejado y ver las similitudes y las diferencias de sus respectivas visiones del conflicto mundial en este momento de su vida.

El texto de Yourcenar, es decir dos capítulos extraídos del último tomo de su obra autobiográfica, Quoi?, L’Éternité,3 narra una secuencia vital de crucial importancia para la escritora. Publicados en 1988 y escritos poco antes, estos capítulos presentados como un díptico y titulados «La Tierra que tiembla (1914-1915)» y «La Tierra que tiembla (1916-1918)» reúnen los recuerdos personales y la reflexión posterior de la autora, llegada casi al final de su vida. Se aúnan por tanto dos tiempos, el de la infancia y el del presente de la escritura.

Bien diferente es el caso de la novela de Raymond Radiguet El diablo en el cuerpo,4 escrita durante los años 1920-1922, publicada por Gallimard en 1923, es decir cinco años después del armisticio. Pero conviene señalar que la obra tiene mucho de autobiográfica. Nace de una aventura ocurrida en la vida real. No sólo Radiguet presta a su personaje su propia mentalidad y aspectos importantes de su personalidad sino que, además, construye la intriga basándose en una experiencia personal, transcurrida recientemente. En efecto, como lo expone Daniel Leuwers en los Comentarios situados al final del libro, «La novela es una transposición de la vida de Radiguet entre 1917 y 1919» (DCL 161). En abril de 1917, el joven conoce a Alice, mayor que él, recién casada con un hombre que combate en el frente y tiene con ella una relación amorosa que acabará con el fin de la guerra. El marido de esta, Gastón, vuelve a casa y el amante tiene que desaparecer de la escena. La degradación progresiva de su relación con Alice provocó en Radiguet una «lenta maduración literaria», como observa Nadia Odouard (188). A partir de este momento, el que se limitaba a componer y publicar poemas empieza a pensar en escribir novelas. Después de una primera versión a modo de borrador, el escritor añade a la historia amorosa, más o menos tal como la vivió, la muerte de Marthe, siguiendo la pulsión agresiva que le hiciera desear, tiempo atrás, la muerte de Alice, cuando esta le dejó para volver con su marido.

Por todo lo expuesto, me he visto autorizada a comparar el texto de Yourcenar con el de Radiguet, de tan fuerte carga autobiográfica.

SIMILITUDES

Estos dos escritores, tan distanciados por sus vidas y sus obras, ofrecen sin embargo muchos puntos en común. Por pura casualidad, tanto Marguerite Yourcenar como Raymond Radiguet nacieron en junio de 1903, teniendo la misma edad cuando se declaró la guerra en Francia: once años. Sus vidas han sido muy diferentes –Yourcenar vivió hasta los ochenta y siete años y alcanzó la fama literaria tarde, cerca de los sesenta años mientras Radiguet, que sucumbió a unas fiebres tifoideas con tan sólo veinte años, apenas tuvo tiempo para saborear el éxito fulgurante de su novela, publicada por Gallimard en 1923 a razón de cuarenta mil ejemplares. Sin embargo, hallamos en ellos importantes similitudes.

En efecto, ambos crecieron en familias acomodadas, y sus padres no tuvieron que ir a la guerra, lo que les permitió vivir este periodo convulso con cierta tranquilidad. Desde muy jóvenes, han tenido pasión por la lectura y el periodo de la guerra les da mucha libertad para dedicarse a su afición libresca. Entre los diez y los doce años, el narrador de El diablo en el cuerpo lee todos los libros a su alcance: «En 1913 y 1914, fueron doscientos libros. No de los que se llaman malos libros, sino más bien los mejores» (17). Lo único que quiere llevarse, cuando su familia se plantea huir hacia una zona más apartada de los combates, son los viejos libros de su casa: «Eran, confiesa, lo que más me costaba perder» (DCL 26). Con catorce años, se entusiasma con Rimbaud, Verlaine y Baudelaire, a los que admira y ama fervorosamente.

Por su parte, Marguerite de Crayencour (aún no ha cambiado su apellido) aprovecha los días del exilio londinense (1914-1915) para devorar los volúmenes que guarda la «pequeña pero rica biblioteca del primero» de la casa donde las antiguas propietarias habían acumulado desordenadamente cantidad de obras maestras: «Todo Shakespeare, los poetas metafísicos del siglo XVII, los pesados historiadores de la Inglaterra victoriana y sus ardientes románticos, pero también Hugo, Balzac, y las comedias de Musset. Estos tesoros me colmaban de felicidad [...]» (QE 273). En 1950, en su novela Memorias de Adriano, pondrá esta frase en boca del Emperador: «Mi primera patria fueron los libros», que refleja la formación literaria de la futura novelista.

La educación de estos dos adolescentes difiere de la que suelen recibir los de su generación: es mucho más libre y abierta, ya que Yourcenar nunca ha ido a la escuela, ni al colegio, ni a la universidad. Recibió clases de toda orden en su casa, además de las lecturas y traducciones de los clásicos que realizaba con su padre. Radiguet, durante el primer año de la guerra, tampoco va al colegio. Se queda en el campo, con su familia, con el beneplácito de su padre. En los dos casos, se va forjando una complicidad entre padre e hijo/hija. Marguerite llegará a considerar a Michel más como un amigo mayor que como padre. El personaje de Radiguet conoce la permisividad del suyo y se aprovecha de la situación.

LA GUERRA SEGÚN RADIGUET

Una vez expuestas estas coincidencias, analizaremos las dos versiones de los acontecimientos. Cada uno nos ha dejado su propia visión de estos años de guerra bajo dos formas diferentes –autobiografía y ficción–, y mientras Yourcenar trata con más detalles los dos primeros años (1914-1915), Radiguet se centra más en los años 1917-1918, que corresponden a su propia aventura pasional, hecho referencial en el que se basa la novela.

Intentaremos sintetizar los distintos puntos de vista del narrador frente a las circunstancias que le tocaron vivir. Desde la segunda línea del primer capítulo, en un gesto de captatio benevolentiae, este pone de relieve la visión de toda su generación:

¿Acaso tengo yo la culpa si tenía doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra? [...] y mis compañeros guardarán de esta época un recuerdo que no es el de sus mayores. Que los que me guardan rencor imaginen lo que fue la guerra para tantos chicos jóvenes: cuatro años de largas vacaciones (DCL 13).

La declaración de la guerra, el 14 de julio de 1914, que coincidió con la llegada de las vacaciones de verano, apareció como un acontecimiento extraordinario que trastocaba el ritmo de la vida cotidiana y rompía con la rutina. Todo este revuelo causaba excitación y alegría entre los más jóvenes, ignorantes de lo angustioso de la situación: «Pero llegó la guerra. [...] A decir verdad, todos se alegraban en Francia, Los niños, con sus libros de premios bajo el brazo, se apresuraban delante de los carteles. Los malos alumnos se aprovechaban del desconcierto de las familias» (DCL 18).

Además, los actos organizados para animar a los que partían al frente eran, para los chavales, una verdadera fiesta, con su espectáculo, sus flores, sus banderas y el vino que corría a raudales. Estas manifestaciones se repetían noche tras noche, motivo de jolgorio y de alegría:

Íbamos cada día, después de cenar, a la estación [...] para ver pasar los trenes militares. Llevábamos farolillos y los lanzábamos a los soldados. Unas señoras con blusas vertían vino tinto en los bidones y derramaban litros en el andén cubierto de flores. Todo esto en conjunto me deja un recuerdo de fuegos artificiales. Y jamás tanto vino echado a perder, tantas flores marchitas. Tuvimos que colocar banderas en las ventanas de nuestra casa (DC 18).

Pero la guerra no causa solamente esta sensación de vacaciones, de fiesta, de alegría, de espectáculo. También trae consigo aventuras apasionantes como irse de veraneo a la costa en bicicleta, al no poder utilizar los trenes requisados por el ejército. En las mentes infantiles de los hermanos del narrador, la guerra se convierte en su única esperanza de poder realizar este viaje tan apetecible:

Seguramente, no quedarían medios de transporte. Tendríamos que viajar muy lejos en bicicleta.[...] ¡Qué entusiasmo para sacar brillo a las máquinas! Ya no hay pereza. [...] Se levantan al alba para conocer las noticias. [...]. Yo descubro por fin los móviles de este patriotismo: un viaje en bicicleta hasta el mar! y un mar más lejano, más bonito que de costumbre. Hubiesen quemado París para salir antes. Lo que aterrorizaba a Europa se había convertido en su única esperanza (DCL 19).

El contraste entre los términos «aterrorizaba» y «esperanza» refleja la disparidad existente entre la percepción de la guerra en los niños y en los adultos. Los valores negativos inherentes al conflicto bélico se tornaban positivos para los más jóvenes.

EL AMOR Y LA GUERRA

Si bien observamos esta mirada amable de la guerra en el periodo que corresponde a los principios del relato, cuando el narrador tiene entre doce y trece años, se puede comprobar que, poco a poco, este ha madurado y tomado consciencia de esta disparidad de pareceres.

Por otra parte, a nivel narrativo, esta misma guerra va cumpliendo una función primordial, no sólo para la organización del aspecto espacio-temporal, sino además como eje de la relación amorosa y resorte de la acción. Así lo deja entrever, con cierta ironía, D. Leuwers en el prefacio: «Mientras uno hace la guerra, los demás hacen el amor» (DCL 5).

El personaje, que vive en una zona crucial donde se realizan muchas operaciones militares y combates, cerca del río Marne –¿quién no recuerda el famoso episodio de «los taxis del Marne»?– percibe las señales inequívocas de la contienda: «Oímos el cañon. Se batían cerca de Meaux. Se contaba que unos ulanos5 habían sido capturados cerca de Lagny, a quince kilómetros de casa» (DCL 26). La situación de peligro y los impedimentos debidos a la guerra determinarán el encuentro de los futuros amantes. En efecto, aunque su familia se plantea huir, lo que hubiera cambiado el curso de su vida, ya que no habría podido conocer a Marthe en estos momentos, no lo hace porqué es demasiado tarde y se ven obligados a quedarse en el pueblo (DCL 26). Así, el encuentro se producirá fatalmente, por mediación del padre, y surgirá entre los dos jóvenes una relación pasional abocada a un final trágico.

Por otra parte, el tempo del relato viene marcado por las referencias a la guerra, repartidas esporádicamente a lo largo del texto. Toda la acción depende de los permisos de Jacques, el marido de Marthe, durante los cuales el narrador tiene que desaparecer de la escena. Se produce así una alternancia de tiempos llenos y tiempos vacíos: cuando el adolescente va a casa de los padres de Marthe por primera vez, no consigue verla porqué su novio ha conseguido un permiso quince días antes de lo previsto (DCL 37). En otra ocasión, Jacques avisa de que su permiso se retrasará un mes. Ante esta continua incertidumbre, el narrador confiesa su enojo: «Este marido empezaba a molestarme, más que si hubiera estado aquí y que tuviéramos que tener cuidado. Un carta suya tomaba de repente la importancia de un espectro» (DCL 72-3). Paradójicamente, la ausencia se convierte en obsesiva presencia. A pesar de no estar con ellos, Jacques está siempre presente en la mente del narrador.

En los momentos de permiso, se constata una aceleración del relato por medio de resúmenes narrativos que reducen al máximo la duración temporal. Es como si el tiempo hubiera transcurrido tan rápido que no necesitara ningún desarrollo narrativo. El lector conoce la boda de Jacques y Marthe por una simple indicación, introducida discretamente por el narrador al mencionar que Marthe le ha invitado a merendar: «[...] al final de noviembre, un mes después de recibir su tarjetón de boda, encontré, al llegar a casa, una invitación de Marthe que comenzaba por estas líneas: «No entiendo nada de su silencio. ¿Por qué no viene a verme?» (DCL 48). Al contrario, los días y las noches que pasan juntos los enamorados requieren largos desarrollos que van plasmando este drama en tres actos: el nacimiento del amor, los sufrimientos posteriores propios de una pasión clandestina y azarosa, que el narrador domina con cierta crueldad, y el final trágico de la relación con la muerte de Marthe.

UN LIBRO DE CARNE Y FUEGO

Más que una descripción detallada de los gestos y actos de los protagonistas, encontramos largas extensiones de análisis psicológico que sorprenden por su lucidez, poco frecuente en un autor tan joven. No hay que olvidar que el narrador redacta este texto pseudo-autobiográfico después de la muerte del ser amado. Una serie de anotaciones, de máximas, de apreciaciones pueden sorprender por su tono impersonal, frío, como distanciado:

A fuerza de orientar a Marthe en un sentido que me convenía, la esculpía poco a poco a imagen mía. Me acusaba por ello, y por destruir a sabiendas nuestra felicidad. Que ella fuera pareciéndose a mi y que fuera por obra mía me encantaba y me disgustaba a la vez. Veía en ello una razón de nuestra compenetración. Discernía la causa de futuros desastres. Efectivamente, le había comunicado mis incertidumbres que, el día de las decisiones, le impedirían tomar alguna (DC 100).

Pero a pesar de este fuerte componente psicológico, en realidad, como lo dice Daniel Leuwers, Le Diable au corps «es un libro de carne y fuego» (DCL 157). En 1917, cuando se conocen, Marthe tiene 18 años y el narrador tan sólo 15. Esta relación entre un chico tan joven, menor de edad, y una mujer casada con un soldado ausente por estar luchando en el frente es bastante sulfurosa de por sí como para escandalizar al público lector de los años de la postguerra. Pero si bien se tiene en cuenta la actitud de Marthe, enamorada realmente, generosa hasta dar un hijo a su joven amante y decidida a entregarle su vida, más cuesta admitir el orgullo y la dominación caprichosa del adolescente, y su egoísmo, tal vez consecuencia de su inmadurez, que destruirán el amor. De hecho, cada uno evoluciona de forma diferente a lo largo del idilio. Él descubre precipitadamente el placer sexual y siente las pulsiones irresistibles de la pasión: «Como me es imposible comprender lo que pruebo por primera vez, debía conocer los goces del amor cada día más» (DCL 67). Ella se deja llevar plácidamente por su ternura y disfruta plenamente del amor sin ningún sentido de pecado o de culpa. Por otra parte, la pareja se muestra en público sin pudor. El amor les vuelve inconscientes, imprudentes: «Andábamos sin darnos cuenta de lo indecente de nuestro comportamiento, nuestros cuerpos pegados el uno al otro, nuestros dedos entrecruzados» (DCL 73).

En esta relación, alternan momentos de intenso placer y de felicidad con sufrimientos causados por la inseguridad, los celos, el comportamiento caprichoso y tiránico del narrador y, finalmente, por el condicionamiento impuesto por la guerra. De hecho, una de las mayores preocupaciones del amante es la duración de la guerra que significa el retorno de Jacques al hogar: «Nuestra unión estaba por tanto a merced de la paz, del retorno definitivo de las tropas [...] nuestra felicidad era un castillo de arena» (DCL 87). El fuego de la guerra garantiza el fuego del amor. Una vez apagado ese fuego, también se apagará el amor. Las conjeturas del narrador dejan vislumbrar lo que ocurrirá probablemente cuando llegue este momento: «Porque al final Jacques volvería. Después de este periodo extraordinario, encontraría, como tantos otros soldados engañados por culpa de unas circunstancias excepcionales, una esposa triste, dócil, en la cual nada revelaría su mala conducta» (DCL 105).

Pero el verdadero drama es la futura maternidad de Marthe, cuerpo del delito que acusa visiblemente a los culpables de adulterio. Además, el adolescente no se siente capaz de aceptar su responsabilidad como padre. Cuando recibe la noticia, se queda estupefacto: «Este embarazo me consternó. A nuestra edad, me parecía imposible, injusto que tuviésemos un hijo que pondría trabas a nuestra juventud» (DCL 103). Cómo escapar a esta carga y reconocer públicamente su paternidad? Sería más fácil endosársela a Jacques, intentando hacer coincidir la fecundación de Marthe con uno de sus permisos: «Pero este niño sólo se explicaría para su marido si ella soportaba su contacto durante las vacaciones. Mi cobardía me llevó a suplicarla para que lo hiciera» (DCL 105).

Una vez más, la resolución del conflicto depende de los tiempos de la guerra, de las fechas de los permisos. Al final, la vuelta definitiva de Jacques es providencial: a partir de este momento, todo vuelve al orden. Marthe desaparece y su hijo tiene un padre que le dará asistencia y cariño.

Como lo hemos visto, la guerra, aunque no forme parte de la intriga, juega un papel fundamental en la novela: se inscribe de forma simbólica en las relaciones de los protagonistas. Pero además, el autor consigue transmitir, a hurtadillas, un mensaje fundamental: nos muestra implícitamente que lo más indecente no es este adulterio entre un chico inmaduro y una joven enamorada, casada por un acuerdo entre dos familias pequeño-burguesas con un soldado al que no quiere realmente, sino esta guerra absurda y mortífera, que propició ese tipo de situaciones.

LA GUERRA SEGÚN YOURCENAR

El caso de Marguerite Yourcenar es bien diferente. Nos encontramos con una suerte de memorias, redactadas muchos años después de los acontecimientos, cuando poco antes de morir, la escritora emprende el tercer volumen del tríptico Le Labyrinthe du monde (El laberinto del mundo), donde recoge recuerdos de su infancia, de los momentos pasados con su padre, con Jeanne de Reval –antigua amiga de su madre– y con muchos familiares y conocidos. En este volumen, reconstruye episodios de la guerra, en particular el del exilio que vivió con tan sólo once años, inserto en una serie de reflexiones sobre la hipocresía del conflicto y sus deplorables circunstancias. Según sus recuerdos, a pesar de su temprana edad, la niña ya era capaz de apreciar el ambiente alegre que precedió a la declaración de la guerra:

Jamás, me parece, la atmósfera de la gran ciudad había sido más risueña y más fácil. [...] Las matinées en el teatro, los Ballets Rusos se seguían sin intervalo. [...] El museo Guimet, bastante parecido entonces a un zoco oriental, [...], colmaba por su exceso mis apetencias de niña. [...] Con los ojos y el olfato de una niña de diez años un poco precoz, vi y olfateé así «los últimos días bonitos de antes de la guerra» (QE 259-260).

Con estos mismos ojos de niña, pudo observar el vuelco que, por culpa de la guerra, dio su vida, el viaje azaroso hacia Inglaterra, las gentes, las costumbres, los paisajes desconocidos, los museos y todo lo que rodeó su estancia londinense. El toque de alarma, tan angustioso para la población le parece a ella «una epidemia sonora» (QE 264). La guerra se convierte en algo excitante, novedoso. Recuerda: «Yo confundía, a mi edad, la faz de la guerra con la de la aventura. Esta desbandada ha conservado para mí el aspecto de un paseo nocturno» (QE 266).

Como en la novela de Radiguet, el padre decide huir con su hija y la gente de casa, pero aquí también se han cortado las carreteras. No hay trenes ni vehículos disponibles por lo que tienen que recorrer a pie y de noche la distancia entre Sheveningue y el puerto de Ostende. Luego, el viaje en barco le revelará la triste realidad de la guerra: «Era mi primera verdadera travesía; era también mi primer encuentro, estupefacta más que horrorizada, ([...]) con las miserables secuelas de la guerra» (QE 266). Gente venida de todas partes, aldeanos, habitantes de pequeñas ciudades, tumbados en el suelo de la cubierta, mujeres embarazadas de aspecto grotesco, caras hinchadas y amarillentas. Marguerite, durante este viaje, se abre al mundo exterior, un mundo miserable y doliente muy diferente de la sociedad elegante que la rodeaba en París. Felizmente, otro espectáculo, fascinante, viene a borrar esta visión tan deplorable:

De repente, en alta mar, a buena distancia de la costa, apareció una escuela de delfines, atravesando oblicuamente la ruta del navío.

Una docena de grandes criaturas brillantes y alegres, ignorantes de los fugitivos metidos en esta miserable arca humana, libres como en estos días en qué el mundo, viejo ya de millones de años, se sentía todavía nuevo y rebosante de dioses. Raza sublime, mejor dotada que las otras criaturas limitadas a la tierra, a sus anchas en la curvatura de las olas como en las sinuosidades de sus cuerpos (QE 267).

A la mirada asombrada de la niña se superpone la reflexión de la persona adulta, amante de los animales y defensora de sus derechos, que conoció posteriormente los crímenes cometidos contra estas «saltadoras deidades marinas» (ibíd.).

EL DESPERTAR DE LOS SENTIDOS

El viaje a Londres fue para la autora un viaje iniciático. Le proporcionó esta apertura sobre el mundo exterior mencionada anteriormente. A partir de este momento, todo para la niña es novedad. Le llaman la atención pequeños detalles, cosas sin importancia para los adultos pero sorprendentes para ella: comenta, por ejemplo, «Me encantaron el té y las galletas del tren de Londres»; del hotel de Charing Cross, sólo recuerda los «inmensos corredores y las polvorientas cortinas rojas»; también los agradables pasatiempos de aquellos veranos: «de la mañana a la noche, las hermosas jornadas de los dos veranos sucesivos se pasaron explorando los grandes espacios abiertos del vecindario: el common, con sus centenares de hectáreas de hierba y de helechos: el parque de Richmond con sus robles antiguos y sus manadas de ciervos y de corzos casi familiares» (QE 268-69).

Pero sobre todo, la adolescente sentirá, de repente, como se despiertan sus sentidos y sus incipientes apetitos sexuales. Una promiscuidad inhabitual, producida por las circunstancias del viaje, llevará a la niña a percibir sus primeras necesidades de contacto carnal:

Acostada esta noche en la estrecha cama de Yolanda, el único del que disponíamos, un instinto, una premonición de deseos intermitentes sentidos y satisfechos más tarde durante mi vida, me dictó, de golpe, la actitud y los gestos necesarios para dos mujeres que se quieren. [...] Esta Yolanda un poco dura me amonestó amablemente: «Me han dicho que está mal hacer estas cosas». «¿De verdad?», dije. Y apartándome sin protestar, me tumbé y me dormí en el borde de la cama (QE 268-269).

En otra ocasión, una experiencia que hubiera podido resultar traumática para una adolescente de su edad –tendría aproximadamente doce años– le hace descubrir los cambios de su anatomía, de su cuerpo que empieza a mostrar las transformaciones inherentes a la pubertad. El primo lejano que le besa y le acaricia por sorpresa una noche, le hace notar el contorno abultado de su sexo. Lejos de asustarse, la niña saca de estos tocamientos una especie de sana satisfacción y la certeza de haber aprendido algo que ignoraba:

El primo entró de puntillas, ceñido en su grueso albornoz [...]. Cerró la puerta sin hacer ruido, se acercó a mí, hizó caer al suelo mi camisón de niña [...]. Me atrajo hacia el espejo y me acarició con la boca y las manos asegurándome que era bella. Discretamente, hizo adivinar a mis dedos, a través del grueso tejido esponjoso, la topografía de un cuerpo de hombre. Pasó un momento. Se levantó y salió con las mismas precauciones grotescas. [...] No me sentía ni alarmada ni ofendida, menos aún brutalizada o herida. [...] Me dormí contenta de que me encontrasen guapa, emocionada al pensar que estas menudas protuberancias en mi pecho se llamasen ya senos, satisfecha también por saber algo más sobre lo que era un hombre (QE 271).

Sin darse cuenta, la niña que salió de París en julio de 1914, después de dos años de exilio, se acaba de transformar en una joven llena de preguntas y de emociones nuevas. Siente que algo está cambiando en ella. Viéndose retratada en un cliché amarillento de aquellos tiempos, la escritora comenta: «en esta cara alterada por la edad ingrata, los ojos son decididos y valientes. Acababa de alcanzar, sin enterarme, la pubertad» (QE 277).

LAS FUENTES DE LA CREACIÓN LITERARIA

Bien lejos estamos de la guerra que se libra en el mundo entero y que asola Francia de forma tan sangrienta. Como el personaje de Radiguet, Marguerite tiene otras preocupaciones, las de una adolescente que despierta a la vida y al pacer sensual. Claro está que es una simple cuestión de edad, pero Radiguet sacó inmediatamente de su experiencia amorosa una gran novela y Marguerite de Crayencour fue ampliando su cultura y descubriendo la belleza cuya búsqueda le acompañaría toda su vida. Analizando el texto autobiográfico, podemos entrever, entre líneas, los gustos, las imágenes, las frases, los pensamientos que volveremos a encontrar diseminados en su obra. Son los elementos que constituirán la matriz literaria que alimentará la creación futura de la escritora:

Los museos [eran] un asilo contra la lluvia y el frío. Los mármoles de Elgin6 en el British Museum eran tranquilos compañeros; los Turner de la Tate Gallery transformaban, a mis espaldas, mi idea del mundo; en lugar de fuerzas en equilibrio, estos elementos fundidos o confrontados me preparaban para la idea budista del tránsito que me esforzaría en asimilar más tarde. [...] Londres tanto como París abría sobre el mundo: una exposición Mestrovic7 hizo nacer en mí la pasión por las baladas eslavas y me inspiró, decenas de años más tarde, dos de los Cuentos orientales. Marco Kralievitch, el hombre roca, era la imagen viril de la fuerza [...] (QE 272-73).

Hemos hablado anteriormente de las numerosas lecturas que llenaron las grises tardes del invierno londinense. Después del retorno a París, dos largos años de privaciones fueron como un retorno a la realidad. Pero la futura escritora seguía formándose traduciendo a Jenofonte, leyendo a Platón, estudiando matemáticas, o dando paseos con su padre, que hacía de mentor y charlaba con su hija como si fuese adulta: «Nos deteníamos, Michel y yo, ante las estatuas de las Tullerías para comentar a Julio Cesar y Espartaco» (QE 290). De vez en cuando, un cuñado de Michel, Fernand, que transportaba tropas entre Marsella y los Dardanelos, acudía a cenar a casa de los Crayencour. Los relatos y las descripciones de Fernand encandilaban a Marguerite: «La imagen abigarrada del Salónica de aquellos años me hacía también soñar. [...] tal fue mi primera vía de acceso hacia el Próximo Oriente» (QE 284). Pero la niña sigue protegida por su entorno y apenas oye hablar de la guerra. La escritora adulta intenta explicar lo que le pasaba: «a los quince años, un adolescente queda misericordiosamente cautivo del capullo que le permite crecer, medio insensible a las desgracias del mundo» (QE 286).

CONCLUSIÓN

Sin embargo, tanto en el caso de Radiguet como en el de Yourcenar, la Gran Guerra jugó un papel fundamental en sus respectivas carreras literarias. Una guerra in absentia, en segundo plano, que permitió al personaje de El diablo en el cuerpo disfrutar de estos años de vacaciones, le brindó la posibilidad de conocer a Marthe y aprovechar la ausencia del marido para llevar adelante su relación amorosa. Lo vivido por el autor dio lugar a la obra literaria que le valdría la fama, causando un auténtico escándalo en el mundo de las letras.

Para Marguerite Yourcenar, la guerra significó la aventura del exilio, la posibilidad de una formación literaria, filosófica y artística que tanto influiría en su obra. Además, coincidió con su paso de la infancia a la adolescencia, fase de importancia transcendental en la formación de la personalidad de la futura escritora. Ambos jóvenes, por hallarse preservados del peligro y de la muerte gracias a sus circunstancias familiares y sociales, pudieron dejarnos, cada uno a su manera, obras de extraordinaria calidad que les ha consagrado como grandes autores del siglo XX.

BIBLIOGRAFÍA

ODOUARD, Nadia (1973): Les Années folles de Raymond Radiguet, París, Seghers.

RADIGUET, Raymond (1923): Le Diable au corps, París, Gallimard.

YOURCENAR, Marguerite (1988): Quoi? L’Éternité, París, Gallimard.

— (2002): Cuentos orientales, trad. Emma Calatayud, Madrid, Alfaguara.

1. Véase «L’Affiche rouge», «La Rose et le réséda», «Les Larmes se ressemblent».

2. Véase; «Désir», «Calligrammes» y la colección de cuentos Le poète assassiné.

3. Marguerite Yourcenar (1988), Quoi? L’Éternité, París, Gallimard. En el texto, utilizamos las iniciales QE para referirnos a esta obra.

4. Raymond Radiguet (1923), Le Diable au corps, París, Gallimard. Utilizamos la edición de Livre de Poche, Librairie Générale Française, 1987. En el texto, utilizamos las iniciales DC para referirnos a esta obra.

5. Soldados de caballería armados con lanza en los ejércitos austríaco, ruso y alemán.

6. Se trata de una importante colección de mármoles traídos del Partenón de Atenas a principios del siglo XIX por el conde de Elgin.

7. Ivan Mestrovic es uno de los mayores representantes de la escultura croata. Alumno de Rodin, al que retrató en 1914, tiene un estilo poderoso en el que se aúnan la tradición y los nuevos movimientos.

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