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PROPAGANDA Y NOVELA EN EL CAMPO DE BATALLA LITERARIO

Escritores en España y Francia

Maria Rosell

UNED/VIU

La materia bélica ha formado parte del canon de la literatura occidental desde sus orígenes, como telón de fondo histórico, instrumento de propaganda, de agitación patriótica, de exaltación del pasado y del sistema presente. El conflicto de la Gran Guerra convulsionó tanto a los escritores del siglo XX, que su literatura, en los cien años que lleva escrita, ha cumplido todos los papeles y ha servido para todos los fines conocidos desde los relatos fundacionales de Jenofonte, Julio César y otros. Es más: esta literatura de la Gran Guerra, que presenta una temática vinculada a la contienda y se produce en el marco temporal próximo a ella, ha generado también lecturas e interpretaciones heterogéneas y contradictorias en todo el mundo.

La razón es, en primer lugar, la propia modernidad del conflicto, que deriva de las interacciones y distintos intereses entre sus actores: Alemania, Austria-Hungría, Francia, Rusia, Gran Bretaña y después Italia, implicados en una cultura política común. En segundo lugar, el motivo de la disparidad de lecturas se explica por el hecho de que las políticas del momento fueran poco transparentes, a causa de que podían proceder de la periferia del aparato diplomático, de mandos militares, de funcionarios ministeriales, e incluso de embajadores con plenos poderes. El caos documental legado por los supervivientes situados en las altas instancias se ha prestado, en consecuencia, a «una variedad apabullante de interpretaciones» (Clark 2014: 25). De ahí, por ejemplo, que las teorías sobre la culpabilidad de Alemania hayan sido matizadas en la actualidad, al entender que no fue la única potencia imperialista que sucumbió al desenlace de la guerra; o que se ponga de nuevo en el centro de la historia a los Balcanes; o que un acto único como los atentados que el 28 de junio de 1914, que dieron muerte al archiduque Francisco Fernando y a su esposa Sofia Chotek, cobren mayor o menor repercusión simbólica en las posteriores escrituras de la historia. Al igual que ocurrirá dentro de cien años con los atentados de las Torres Gemelas en el 11S.

Esta guerra fue, para historiadores como Cristopher Clark, el conflicto más moderno de todos hasta la actualidad, como lo demuestran hechos tan aparentemente insignificantes como que, ya en 1914, se proyectara en Viena el plan de un Grupo de Guías de Campos de Batalla, integrante del Archivo de Guerra, en formato de quince guías turísticas, escritas en alemán y en húngaro, que permitieran una visita detenida de los escenarios bélicos, destinados a convertirse en atracciones turísticas del futuro (Kovacscics 2007: 103). Tampoco los escritores españoles se resistieron a acudir al territorio del conflicto. Sus plumas fueron requeridas para proclamar las glorias de la causa aliada, o más bien de la causa francesa, sobre la que escribieron Azorín, Armando Palacio Valdés, Ramón María del Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala, Vicente Blasco Ibáñez, Sofía Casanova, Gaziel o Eugeni d’Ors, el más ambivalente de todo ellos en cuanto al uso de tácticas de propaganda. Así pues, todas las facetas del binomio «guerra y literatura» se explican al poner el foco en el acontecimiento de la Gran Guerra. Incluso, forzando el juego de palabras, conducen a plantear paralelismos con la batalla literaria, una coyuntura propia de la industria del libro que enfrenta a escritores por la fama, a editoriales por las ventas y a nombres, escuelas y títulos por ocupar un lugar en los cánones y los manuales. La vida literaria durante la Gran Guerra adquirió también una dimensión combativa; las polémicas del premio Goncourt, en Francia, intensificaron la competitividad entre los finalistas, cuando no la lucha entre visiones incompatibles del conflicto armado y, sobre todo, del compromiso intelectual con la República.

Esta pugna se aprecia en la literatura más íntima y sincera, más espontánea y en bruto de los escritores: su correspondencia. Uno de los autores que mejor trasladaron al público el relato de la guerra, Vicente Blasco Ibáñez, mantuvo una encendida comunicación, durante la contienda, con sus editores Francisco Sempere y Fernando Llorca a propósito de su Historia de la Guerra Europea de 1914. En este testimonio poco ortodoxo de su estancia en Francia, no solo rebasa el decoro profesional al cuestionar la gestión que estos hacían de su obra, sino que permite a los lectores actuales entender las características de la batalla editorial, a escala mundial, por acaparar el interés del público desde 1914, en una guerra que «durará mucho. Tal vez dos años» (Blasco 1999: 107), y lograr beneficios ideológicos y pecuniarios. Consciente de las posibilidades comerciales, animaba a Sempere a dedicarle a la Historia de la Guerra Europea de 1914, que estaba preparando, la atención que merecía, pues «ninguna obra en nuestra vida intelectual puede dejarnos tanto», y ya no encontrarían en su vida una guerra como aquella (Blasco 1999: 107). Según las políticas editoriales llevadas a cabo en los más de cuatro años de beligerancia, esta fue también una batalla encarnizada por copar los medios, por lanzar los artículos y folletines más atractivos, más ricos en ilustraciones y fotografías, y por crear un producto ideológicamente afín a la potencia en guerra que se defendiera. En el caso de los españoles, mayoritariamente Francia, a pesar de la «estricta neutralidad a los súbditos españoles» dictadapor Alfonso XIII en la Gaceta de Madrid el 7 de agosto de 1914.

Fue la Francia, sobre todo, de Blasco Ibáñez; la Alsacia a vista de pájaro de Ramón María del Valle Inclán, acerca de la que escribió en Los Lunes del Imparcial en el otoño de 1916, después de haber sido invitado como reportero por el cónsul francés Jacques Chaumié, traductor y admirador del escritor. De la experiencia aérea de la contienda surgió una personal representación de la lucha entre trincheras titulada La media noche. Visión estelar de un momento de guerra (1917). La Francia de los españoles fue también la del derrumbe de la infraestructura urbana y humana de una capital, recorrida en sus íntimos y domésticos rincones en el París bombardeado de Azorín y a lo largo de las vivas páginas del Diario de un estudiante en París, del periodista catalán Gaziel, reportero allí de La Vanguardia. Sus crónicas son uno de los más singulares análisis de la antesala de la guerra, aquel mes de agosto de 1914 en el que se desencadenaron acontecimientos trascendentales para la nación, en medio del descontrol, la falta de transparencia política de los dirigentes y la desinformación ciudadana sobre el asedio de la ciudad por las tropas enemigas y la final huida del gobierno después de que Alemania le declarara la guerra al país el 3 de agosto.

EL DEBATE SOBRE LA FICCIÓN TESTIMONIAL

En líneas generales, el relato literario de la Gran Guerra en Europa de aquellos años se ha clasificado, desde el tiempo de la guerra misma, en dos bloques operativos.

Por una parte, se consideran las obras escritas por autores alistados como voluntarios, cuyas novelas trasladaron a la ficción, con mayor o menor convencionalismo, el shock de una experiencia compartida por los soldados de todas las naciones en disputa. Por otra parte, las de la generación de escritores nacidos alrededor de 1870, que ni se movilizaron ni se contagiaron de la excitación colectiva. Escasas son las novelas europeas sobre la Gran Guerra firmadas por autores enrolados que hayan traspasado fronteras y, mucho menos, que se consideren clásicos modernos. Simplificando la estadística, hay cinco novelas excepcionales. La primera es Le feu (1916) de Henri Barbusse, presentada como folletín en el diario L’Œuvre à partir del 3 de agosto de 1916. Su impacto la condujo directamente al premio Goncourt un año después y a un éxito de ventas de 250.000 ejemplares hasta el final de la guerra. Otras novelas destacables son Sous Verdun de Maurice Genevoix (1916), Le guerrier appliqué de Jean Paulhan (1917) y Les Croix des bois de Roland Dorgelès (1919).

El siguiente hito literario en Francia fue el más tardío Voyage au bout de la nuit (1932), la primera novela del polémico escritor y por entones brigadier, Ferdinand Céline. Su propuesta se desmarcó de la tónica testimonial difundida hasta el final de la contienda, y discurrió por un camino experimental y lírico, más arriesgado de lo que había sido hasta el momento la ficción de la guerra, lo cual le ha valido su inclusión en el canon de la literatura universal del siglo XX más allá de la coyuntura. El tiempo de entreguerras fue una época de reconocimientos y de críticas, tanto recibidas como emitidas por Céline, a propósito de la huella de la guerra en las letras y las artes francesas. Especialmente notoria fue la animadversión pública que el escritor profesaba a La Grande Illusion (1937) de Jean Renoir, a quien dedica un capítulo demoledor en uno de sus panfletos contra lo que consideraba propaganda judía del cine hollywoodiense (Bagatelles pour un massacre 1937: 154-155).

En el bando político opuesto, el de la Triple Alianza, se produjeron dos grandes fenómenos de masas: la publicación de Im Westennichts Neues (1929), del alemán Erich Maria Remarque, que inmediatamente se tradujo a casi treinta idiomas y fue llevada al cine, y la de Osudy dobrého vojáka Švejka zas větové války (1922-1923), obra mundialmente famosa del checo Jaroslav Hasek, quien adopta la fórmula humorística de la picaresca para satirizarlas absurdas y crueles entretelas de la guerra. Todos ellos se consideran los primeros best sellers del siglo XX, junto a Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) de Blasco Ibáñez. La Gran Guerra, que tantos estragos causó, impulsó en contrapartida los primeros éxitos de ventas globales y también las obras clásicas del pacifismo moderno, puesto que los escritores se polarizaron de inmediato.

En la posguerra, los autores nacionales y extranjeros incorporaron la materia bélica francesa a sus argumentos de un modo progresivamente más libre, sirviéndose de las técnicas del expresionismo, o valiéndose del hallazgo del flujo de conciencia, que llevaron al extremo en los primeros años veinte Joyce en su Ulysses (1922), T. S. Eliot en The Waste Land (1922) y Virginia Woolf en Mrs. Dalloway (1924).

Del lado de los escritores franceses no engagés se colocaron los que, curiosamente, ocuparon un lugar central en la postguerra, y obtuvieron la fama con retraso. André Gide, Paul Claudel, Marcel Proust y Colette evitaron la disputa dialéctica que había apasionado a toda la intelectualidad desde el «Affair Dreyfus» hasta la declaración de la Guerra. Dicho sea de paso, estos últimos, si no lucharon en el frente, sí ganaron la batalla de la posteridad y se convirtieron en los faros de la cultura.

El éxito de las novelas sobre la guerra escritas por quienes no fueron reclutados conduce a sopesar, entre otros muchos factores, el influjo ejercido por la prensa gráfica en escritores como Proust o Blasco Ibáñez, ávidos lectores de periódicos, que no habían sentido el roce de la metralla, pero para quienes la guerra dejó una marcada señal en su escritura. Por otro lado, sobresale la figura del escritor y militar Ernest Psichari, por lo que supuso para los presupuestos de Action Française y el ideario protofascita. Del autor destacan Terres de soleil et de sommeil (1908), L’appel des armes (1913) y la póstuma Le voyage du Centurion (1916). En todas estas obras, el nieto del filósofo Renan abogó por el misticismo guerrero y la necesidad del combate y la guerra colonial como vía de superación elitista del yo, postura que se entreverá de manera intermitente en algunas novelas posteriores, incluso en las llamadas pacifistas. La obra de Psichari ejemplifica la apología de orden encarnado en la armada mediante una apropiación libre de las influyentes teorías de Bergson y de Maurras.

Esta fue también, pues, una de las respuestas al conflicto, generalmente denostado por quienes participaron en él y lo documentaron literariamente en las novelas que, insisto, han quedado fijadas en el canon. En todo caso, el ambiente previo al desarrollo de una guerra improbable colisionó con el descubrimiento de sus terribles consecuencias, rápidamente transferidas al universo literario por los escritores movilizados. Desde el punto de vista de un extranjero, el periodista catalán Gaziel percibía en aquellos primeros días de incertidumbre en París que «la guerra actual ha sido considerada en Francia, desde un principio, como una guerra santa en la cual se confunden para el pueblo francés, el instinto de libertar al mundo de un poder opresor, bárbaro, despótico y feudal, representado por el militarismo prusiano» (Gaziel 1915: 56).

A pesar de que, en los momentos iniciales, el discurso oficial de la República no llamara a la cruzada, sino a un pretendido deseo de paz. Con lo cual, el lenguaje de la guerra, especialmente el lenguaje de Francia sobre la guerra, mostraba fisuras ostensibles hasta para un observador externo, cuando no un gran grado de manipulación interesada, como es propio del lenguaje bélico.

La diversidad de matices sobre la respuesta de Francia a la falta de entendimiento con las grandes potencias contrarias tuvo necesariamente su efecto en la práctica artística, además de en la crítica literaria. En este sentido adquirieron una presencia notable en la sociedad francesa dos de los mejores observadores de la cultura nacional de entreguerras: el autor de la novela-río Chronique des Pasquier, Georges Duhamel, y el crítico Albert Thibaudet, discípulo de Bergson. El primero practica y teoriza sobre la literatura de temoignage muy pronto, en 1917, en su novela Vie des Martyrs. 1914-1916, desde una perspectiva nueva, ya que sirvió como cirujano de campaña. Su testimonio directo de la destrucción física y mental de las víctimas fue llevado a la ficción y ocupó una conferencia de 1920 titulada «Guerre et litterature», respuesta al debate intelectual sobre la proliferación editorial. En este conocido texto, el crítico incidía en aspectos controvertidos de la situación literaria de la postguerra relativos, especialmente, al indisoluble vínculo entre autobiografía y ficción. Al revisar lo publicado hasta 1920, Duhamel se planteó hasta qué punto podía afirmarse que la literatura hubiera salido renovada de la Guerra, si la mayoría de los escritores que testimoniaron sobre ella no eran grandes autores. ¿Por qué regla no escrita la materia bélica exigía un componente vivencial, si quienes mejor disposición tenían para explicarla eran los grandes escritores franceses, como Proust, que se encontraban lejos de los obuses? La obra de arte, para Proust, surge del mundo interior, no de la observación realista. Duhamel concluye que la guerra no habría significado un punto de inflexión del que surgió una nueva generación de narradores, y, por tanto, no habría conllevado una ruptura, sino un enorme vacío de obras que vino a llenar la generación de los mayores en tiempo de paz.

Este debate conduce a la lectura de algunos pasajes muy citados de Le temps retrouvé, donde el narrador teoriza sobre la génesis literaria: lo que modifica profundamente el pensamiento del escritor es justamente aquello que parece insignificante, pero es capaz de retrotraer al escritor a otro tiempo de la vida. El canto de un pájaro o la brisa son sucesos con menos transcendencia que las fechas importantes de la Revolución o del Imperio, pero sin embargo han inspirado a Chateaubriand, en las Mémoires d’Outre-tombe, páginas de un valor infinitamente más grande. Desde este prisma, Duhamel cuestiona la supuesta depuración literaria de la guerra, puesto que 1913 había significado el apogeo de la modernidad internacional. Aquel año fue el de Der Tod in Venedig, de Thomas Mann, el de Dubliners, de Joyce, el del apogeo del futurismo y la aparición de Alcohol de Apollinaire; fue el año también de «Vaso, guitarra, botella» de Picasso, y el año de la ensoñación viajera del libro de artista La Prose du Transsibérian de Blaise Cendrars, que anunció la deriva de la nueva poesía. El año en que se publicaron La Columne aspiré de Barrès, de Le Grand Meaulnes, de Alain-Fournier, De côté de Chez Swan, de Marcel Proust.

LA RESPONSABILIDAD DEL LENGUAJE EN LA GRAN GUERRA

De la antigua pugna entre las armas y las letras actualizada en la conferencia de Duhamelse concluye que, por ende, poco se había aportado al arte de la escritura desde esa experiencia, puesto que la llamada a filas de tropa sin cultura no contribuyó necesariamente a la brillantez narrativa ni al desarrollo natural de la modernidad anunciada en 1913, sino que supuso un retorno al realismo y al repliegue nacionalista. En resumidas cuentas, Duhamel ponía al día un conflicto literario subyacente al conflicto bélico, que era la esencia misma de movimientos como dadá y el surrealismo. Ambos manifestaron la crisis del lenguaje que desencadena el siglo XX y catapulta la guerra: una «maldita lengua pegada a la suciedad como en manos de cambistas que han sobado las monedas», según se expresa en 1916 Hugo Ball, uno de los fundadores del movimiento dadá (Kovacsics 2007: 20).

Mientras que la literatura fundada en la guerra, tanto en formato novela como en artículo periodístico, retrató hasta los mínimos detalles de su vida cotidiana, es decir, lo más oscuro de la lucha de trincheras, los estragos del gas, la desolación del paisaje, el saqueo del patrimonio, la saturación de los hospitales de campaña, los piojos, la sarna, la gangrena, la ceguera, el ocultamiento de los obuses, la metralla, el hacinamiento de muertos y vivos, los cementerios reventados con sus muertos, «matados por segunda vez» (Remarque 2012: 66), las costumbres higiénicas forzadas por la coyuntura, la vivencia inédita de los animales destrozados literalmente por las bombas, los lanzallamas, las granadas de gas Turpin, los primeros minutos decisivos con las máscaras, las minas explosivas o la presencia y los efectos de la aviación.

La cultura visual de la época contribuyó, paralelamente, a inmortalizar la visión devastadora de estas imágenes, recogidas en los cuadros y acuarelas de la carpeta Der Krieg, de Otto Dix, quien documenta, en clara vinculación con Los desastres de la Guerra de Goya, plásticamente las innovaciones más aniquiladoras de la Gran Guerra: las posiciones y trincheras con frentes permanentes, los embudos de los obuses, la tierra perforada de cráteres, la iluminación en el frente durante la noche o las alambradas electrificadas, que también hacen acto de presencia en la esencial y monumental Historia de la Guerra de 1914 de Blasco Ibáñez. Complementariamente a lo visual, son recurrentes en la ficción las descripciones de sonidos nuevos, especialmente el grito insoportable de los caballos moribundos.

Frente a este uso literario, naturalista, de la realidad --pues los protagonistas de las novelas están determinados por un medio y una fatalidad inevitables--, el dadaísta coetáneo se bate «contra la agonía y el delirio de muerte de esta época», pero también contra la lengua «que el periodismo ha vuelto corrupta e imposible», según reza el manifiesto leído el 14 de julio de 1916 (Kovacsics 2007: 21). Por eso los dadaístas, refugiados en Zúrich, deciden abandonar el lenguaje. Por este motivo, uno de sus blancos es el periodismo partidista, «que ha servido para atizar la conflagración mundial», según afirmó el polémico escritor austríaco Karl Kraus en Los últimos días de la humanidad, drama compuesto en su mayoría de citas de cuanto oyó y leyó durante la contienda (Kovacsics 2007: 23). Sin duda, el género periodístico en sus múltiples vertientes sirvió para afianzar posturas y crear corrientes de pensamiento ante el enemigo, el otro, el del «odio al mundo clásico», «odio de incluseros a los que tienen abolengo» (Valle-Inclán 1917: 55), sobre el que se conforma un conjunto de connotaciones que poco a poco fueron calando en la mentalidad popular: el enemigo, para Francia o España, era el alemán: con su «barbarie atávica que se impone... Todavía esos hombres tienen muy próximo el abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos» (54).

Esta contribución desde el mundo de la cultura en España al imaginario colectivo en torno al enemigo-otro se colige no solo de la prensa española en Francia sino, como se ha comentado ya, de la correspondencia editorial de autores como Blasco, que vive con efervescencia la necesidad de mostrar en su Historia las «atrocidades alemanas», apoyadas en fotografías, para dar a conocer al público el lado más brutal de los soldados alemanes «de tipo feroz» (71). Un tipo de «bárbaro germano espurio de toda tradición», según las tendenciosas palabras de Valle-Inclán (12).

Mientras tanto, algunos intelectuales españoles ganan el aprecio del entorno de Poincaré. La labor de ataque dialéctico alemán era contrarrestada, por tanto, por la militancia espiritual en el bando opuesto, de ahí que en sus encuentros con el presidente de la República, Blasco hiciera gala de la gran fuerza e importancia de su» casa editorial como instrumento de difusión y propaganda» y de que estaban «a las órdenes de la República Francesa, para trabajar por la causa de la libertad y la civilización» (114-115).

La guerra en la literatura fue, también, la guerra del lenguaje utilizado con entusiasmo por los diferentes sectores sociales tras el estallido del enfrentamiento bélico: de un modo violentamente crudo en el caso de los políticos alemanes, en cuyas palabras se reflejó el impacto de Clausewitz –o más bien su apropiación intencionada por parte de la política alemana–, que darían sustento a los escritos y al pensamiento filosófico de Ernst Jünger, que se alistó voluntariamente con diecinueve años en el 73º Regimiento de Fusileros.

En el polo retórico opuesto, al menos aparentemente, se estableció una disimulada agresividad en las declaraciones públicas y privadas de los mandatarios rusos y franceses, para quienes la guerra y la paz suponían una drástica alternativa existencial (Clark 2014: 558-559). Así lo confirman los españoles que fueron testigos de las proclamas de ambos bandos. Gaziel, que se encontraba en París en agosto de 1914, relata su interpretación de ambas posturas publicadas en los periódicos:

La del presidente de la República revela, a las claras, el espíritu del pueblo francés. Nadie quiere la guerra en Francia, y la nación está dispuesta a todos los intentos decorosos para conjugarla. El estilo de la proclama del Presidente es natural y reposado; los sentimientos que la inspiran son absolutamente pacíficos. La corta arenga que el Emperador ha dirigido a la multitud [...] es, por el contrario, vibrante y amenazadora. Su estilo lacónico y rudo no deja de tener un sello de grandeza (Gaziel 1915: 11).

Más allá de los tratados y pactos diplomáticos, la euforia belicista o antimilitarista se expresó simultáneamente a voces por las calles, en manifestaciones populares y, por supuesto, en los periódicos.

En España y en Francia, los intelectuales, los escritores, los científicos no solo lideraron en la prensa diaria debates humanitaristas o belicistas, aliadófilos o neutrales, sino que introdujeron la cotidianidad de la contienda en los hogares mediante una manipulación estetizante y una idealización del militar que permitiera involucrar a la población en enfrentamientos que transcurrían en frentes alejados. Los periodistas, cuando no eran ellos mismos escritores, asimilaron el lenguaje literario y practicaron el oficio de distinto modo que en el XIX, pues ahora era necesario aderezar y decorar la información con opiniones, tópicos e impresiones, según se lamentaba Krausen 1912 en «El ocaso del mundo por la magia negra» (Kovacscics 2007: 74).

Los escritores emplearon sistemáticamente mecanismos de propaganda para publicitar el conflicto como si fuera un producto, mediante la trasmisión de hazañas militares, de discursos dirigidos al refuerzo moral de la tropa y de la población o mediante el recurso a la tan criticada difusión de la «ilusión de una guerra breve» (Clark 2014: 644). De hecho, esta se mostraba como una guerra breve entre príncipes, al estilo del XVIII, en la que se estaría en casa antes de Navidad, como solía decirse (ibíd.). Desde el otoño de 1915 la percepción generalizada empezó a cambiar.

Pero antes, desde el principio, la maquinaria propagandística en Francia, en Alemania, en Austria, en Inglaterra, ya se había puesto en marcha para instrumentalizar la cultura a su favor. En casos ilustrativos como los de Viena, en lugar de alistarse, escritores como Rilke ponen su firma al servicio de la propaganda nacional en instituciones creadas ex profeso. Se trataba del Grupo Literario del Archivo de Guerra, del que el gran poeta consigue ser liberado y apartado en un despacho independiente, lejos de otros reclutados como Stefan Zweig.

La campaña militar necesitó exaltadores, divulgadores y portavoces. Requería más que nunca a los escritores (Kovacscics 2014: 80), por eso en Alemania se emitió una declaración oficial de sus catedráticos el 16 de agosto de 1914, en pro de la libertad no solo de Alemania sino de la salvación de la cultura europea (Kovacsics 2014: 67). Paralelamente, en Francia, Henri Bergson, presidente de la Académie des Sciences Morales, manifestó que la lucha engagée contra Alemania era la lucha misma de la civilización contra la barbarie (Rolland 1915); se iniciaba una fiebre patriótica y combativa alentada por los artículos de Barrès de El alma francesa y la guerra, entre otros. Mientras, intelectuales de la talla de Romain Rolland o André Spire en J’ai voulu la paix lanzaban proclamas humanitarias que posteriormente han acabado formando parte del corpus contemporáneo de discursos antibelicistas.

Uno de los textos emblemáticos es todavía hoy «Au-dessus de la mêlée», escrito el 15 de septiembre de 1914. En él, Rolland realiza una laudatio funebris de «la juventud heroica del mundo», de los «hermanos enemigos» (21) que iban a morir, expresando la necesidad de altura moral para afrontar el conflicto; un conflicto, también, contra las ideologías que exaltaban los beneficios catárticos de la guerra, innecesaria, según Rolland, para fomentar el patriotismo nacional. Un patriotismo impostado que pocas novelas han criticado de un modo tan corrosivo como La peur de Gabriel Chevallier, centrada en el miedo atroz que acosa al soldado, cuyo deseo más imperioso es huir. Puesto que la palabra deserción fue tabú en la vida y la literatura francesa, La peur de Chevallier se convirtió en un libro tildado de antipatriótico hasta la segunda guerra mundial; causó tanto revuelo por su enfoque como la enorme producción fotográfica sobre las trincheras aparecida tras la guerra. De este ingente legado visual, complemento imprescindible para el estudio de las imágenes literarias y del campo semántico y retórico del lenguaje belicista, el más impactante fue por el fotolibro de Ernst Friedrich Kriegdem Kriege (Guerra a la guerra, 1924), en el que el fotógrafo recopiló imágenes de soldados mutilados acompañadas sarcásticamente con pies de fotos propios del lenguaje de la propaganda de guerra: citas como «Campo de honor», para referirse al cadáver mutilado de un combatiente, o «La tumba del héroe», a modo de indicación de una fosa común, etc.

Al emplear un método comparativo, se comprueba cómo el lenguaje militar se fue apoderando del lenguaje de la literatura y del periodismo. Los propios escritores de la vanguardia de entreguerras hicieron partícipes del fenómeno a sus personajes. En La fin de Chéri, de Colette, incluso Charlotte Peloux, la antigua amante del protagonista, Chéri, actúa con «furor guerrero» (13) en su repentino lanzamiento al mundo de los negocios; y el mismo Chéri, que ha ocupado un lugar protagonista en el nutrido grupo de personajes de la ficción de los años veinte, se conduce instintivamente como en la pasada guerra al hablar, al saludar, al pensar. Vemos, hasta aquí, cómo el lenguaje de la guerra propició modelos de literatura que se han mantenido como el paradigma en diferentes tradiciones literarias, en forma de novelas episódicas distribuidas a través de cuadros presentados al lector como fragmentos de vida. Junto a estos esquemas, el prototipo literario durante la guerra y la postguerra es el del escritor total, como Vicente Blasco Ibáñez, Eugeni d’Ors o Gaziel, es decir, mitad periodista, pero sobre todo intelectual comprometido públicamente, en la línea del «J’accuse» de Zola, que conquista las estrategias de la opinión sociopolítica del tiempo presente, y que se vale de las armas literarias para ganar la batalla de los lectores, los suscriptores, los editores y los premios Goncourt.

CONCLUSIONES

A menudo se ha considerado la fecha de 1914 como el fin del siglo XIX. Tras lo visto hasta aquí, quizás se pueda calibrar más justamente hasta qué punto lo fue, ya que el siglo XX amanecía rebosante de optimismo científico, de modernidad. También podría valorarse hasta qué punto ha sido rentable la Gran Guerra para la literatura, lo cual nos conduce a una paradoja, puesto que el internacionalismo cultural previo al conflicto se transformó con él en una convergencia al repliegue de los nacionalismos en cada país.

La eclosión vanguardista de 1913 se vio brutalmente suspendida en agosto de 1914. La modernidad, frustrada por la movilización: los intelectuales en París vuelven, impelidos por las disposiciones del Gobierno alemán relativas a los extranjeros, cada uno a Alemania y Hungría el primer día de la movilización, el 2 de agosto, mientras que el resto de extranjeros se va presentando en las comisarías de sus distritos durante el tercer y cuarto día. Las decisiones políticas a gran escala adquieren dimensión humana, privada, gracias a la escritura centrada en aquellos días previos, como la de Gaziel, que se hospeda en una casa internacional donde se presencia la purga diaria de huéspedes, artistas en buena medida. Con la salida de los europeos de Francia, la literatura, a partir de este momento, es llamada al orden. En cambio, aventureros como Apollinaire se embarcan en causas ajenas, y no deja de sorprender que el poeta francés de aquella época que mejor se lea hoy en día fuera de origen italiano. O que Blaise Cendrars, un suizo, fuera quien que más originalidad aportó a las letras francesas.

La depuración forzosa de la intelectualidad y del mundo del arte en Francia se suma a la pertinencia de hacer gala de patriotismo nacional. Al respecto, hay opiniones cruzadas. Los dadaístas y surrealistas son señalados por la negación literaria que hacen del conflicto, mientras que escritores como Proust mantienen la postura de los que creían que no son los acontecimientos los que condicionan la escritura, pues al hombre con mundo interior le inspira más la memoria involuntaria que los hechos históricos. Al mismo tiempo, también la guerra tuvo en Francia sus animadores, como Psichari, por mucho que las novelas que hoy se leen hayan llegado a nosotros con la etiqueta de «literatura pacifista». Un término no identificable con el concepto actual de pacifismo, ya que fueron escritas por muchos de los que se alistaron voluntariamente como patriotas, desde Pierre Loti a Henri Barbusse y Louis-Ferdinand Céline.

Hoy, las últimas novelas de temática bélica, como Au revoir là-haut, de Pierre Lemaitre (2014), sin nada que justificar ideológicamente por parte de sus autores, ni nada que deber nada a la autobiografía, recogen el monumental trabajo de archivo realizado por iniciativas individuales y gubernamentales en todo el país, y se permiten introducir más de un género y de un registro en sus ficciones, incluyendo la comicidad en nuevos argumentos acerca de sucesos como el escándalo de 1922 sobre la exhumaciones militares clandestinas, la estafa de monumentos a los caídos y la lucrativa reconstitución, para muchos, de la Europa postbélica.

BIBLIOGRAFÍA

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