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ОглавлениеEL RECUERDO INDELEBLE
Margarita Martínez Marzá
Es tópico afirmar que debemos hacer un esfuerzo por olvidar todo aquello que nos hace daño. Incluso, se afirma, sin más reflexión, que no se perdona desde el fondo del corazón si no olvidamos. Sin embargo, somos quienes somos, nos definimos, manifestamos nuestros valores y los transmitimos, sencillamente porque somos memoria. El alzhéimer, esa enfermedad maldita que licua nuestros recuerdos, es ya una muerte en vida, por eso luchamos contra ella, por eso nos da miedo. ¿Por qué, pues, ese afán de tantos para lograr una especie de alzhéimer histórico en aras de la reconciliación del consenso, que sólo desmemoriado, dicen, estará ausente de rencores?
¿Quizá, la transmisión oral, vigente desde el comienzo de los tiempos, no nos ha venido a decir lo contrario? ¿Quizá, la escritura, que marca la línea de abandono de la prehistoria, no lo corrobora? Sólo nos salva saber y recordar, ya que sólo así podremos discernir y decidir con plena conciencia: ¡Libres! Muchos lo saben y quieren que esa llama del recuerdo esté siempre encendida, aunque sea para iluminar tenuemente; es la llama que da luz a la memoria más indeleble: la memoria experiencial, la que impregna cada poro del ser, la que marca la vida toda, porque deja implicada la inteligencia racional y la inteligencia emocional, incluso la intuición, el impulso, la consciencia plena.
Los dos amigos, viajeros, que decidimos a finales de noviembre de 2014 visitar los lugares del frente occidental, teníamos algunos conocimientos, básicamente por los libros, datos y secuencias de la Gran Guerra, pero de forma conceptual, como cualquier otro conocimiento que se haya estudiado. En este caso, sobre todo por el horror de la guerra de posiciones, teníamos idea y habíamos experimentado el impacto emocional. Pero no lo supimos desde dentro, desde el fondo de nuestra alma, hasta poner los pies en Francia y contemplar desde la altura, en Verdún, la tierra, tantas veces disputada y que a tantos hijos se llevó, muchos de ellos, como si no tuvieran entidad personal, literalmente carne de cañón, y que fueron objeto de innombrables horrores, fruto en gran parte de inmensos errores. Verdún, tierra en la que no se distingue qué es Francia ni qué es Alemania, porque el paisaje es más sabio que nosotros. Tierra en la que el comandante francés Robert Nivelle acuñó para siempre la frase «no pasarán», aunque con ello ahogara deliberada e inútilmente la vida de muchos compatriotas suyos. Verdún, hoy reconstruida, pero solitaria y callada, con una tristeza que se palpa y atravesada por el Mosa que sigue su curso guardando para siempre y hasta el fondo el infierno de que fue testigo.
Pero la conmoción visceral sucedió al entrar, al fuerte Douaumont, importantísimo en el cinturón de fortificaciones que debían haber defendido Verdún. Al llegar ante él, se antoja un elefante inmenso tumbado, que surge en medio de la niebla y rodeado por restos de auténticas trincheras, que hoy silenciosas fueron testigos del gran error y la gran catástrofe. Porque el fuerte estaba desguarnecido, sin defensa en sus fosos, sin artilleros, sin oficiales y fue tomado fácilmente por los alemanes que no daban crédito. Subsanar el error, capturarlo de nuevo por parte de Francia (al igual que los otros fuertes del cinturón de Verdún), supuso una durísima batalla, en medio de una horrenda climatología. Además, La actuación de la artillería dejando caer proyectiles, que impactaron en un almacén de bombas incendiarias, produjo tal carnicería que tan sólo unos pocos, pudieron considerarse «muertos» y tener una tumba, dentro del propio fuerte. Los demás, irreconocibles, pertenecientes a la categoría de desaparecidos fueron situados tras un muro, que hoy es como el retablo de en un templo. Es el lugar de respeto, de homenajes, de rezar, si tienes fe. Allí en una esquina, se pude ver una pequeña escultura de arcilla, que representa una familia: padre, madre, dos hijos pequeños .Y una pregunta: ¿por qué?, si lo único que nos iguala a todos es que somos hijos de un padre y una madre –la cadena de la vida–, lo único que al final importa. Por eso vemos coronas de flores que llevan entrelazadas las cintas con los colores de Francia y Alemania. Pero para llegar a esa imagen, antes hubo que pasar por millones de muertos y que unos pocos allí, en una húmeda sala de la fortificación, en sus pobres tumbas, nos digan, nos supliquen: ¡Dejadnos dormir en silencio!, como si el estruendo del bombardeo pudiera llegar más allá de la vida y la muerte, impidiendo gozar del silencio y la paz, siquiera después de muerto.
¡Douaumont!, el fuerte, símbolo de más de 700.000 muertos y/o desaparecidos (ambos bandos) de la batalla de Verdún, muchos yacentes allí, y que aún nos piden que no hagamos ruido, que sólo se oigan las gotas de agua filtradas y que, con el tiempo han llenado el techo de estalactitas y el suelo de estalagmitas. Hoy, al recorrerlo, se siente que el frío y la humedad traspasa mucho más hondo que los huesos, y para eso no hay abrigo, no se ha inventado todavía la prenda que dé calor.
Se sabe, también, al detenerse a descansar un instante en el bosque, como puede ser Le Boix des Caures o, cuando, muy próximo, se visita La trinchera de las bayonetas, que estamos en un inmenso camposanto. Se sabe, incluso, antes de leer los carteles en los que se advierte que allí está prohibido todo: comer, oír música, que los niños jueguen a la pelota, cantar… Todo es sagrado. En cada recodo, ante la iglesia de los pequeños pueblos, está el monumento a sus gloriosos muertos, pero también los bosques están llenos de soldados que nunca volvieron, casi todos desaparecidos, irreconocibles y por tanto imposibles de tener una digna tumba. Por eso son bosques vallados e intocados, creciendo a su albur. En realidad, son templos, templos llenos de la vida, que es la muerte transformada desde su subsuelo en vegetación; en el eterno retorno.
Y los viajeros que llegaron y que tan sólo en unos días han empezado a sufrir la gran metamorfosis de su mente, están fijando en la memoria, que impregna hasta los poros de su piel, todo lo que ve sin haberlo visto en verdad, porque hace entre 98 y 100 años de esa gran tragedia. Tragedia, que comenzó con alegría incluso, de una guerra breve, que pondría las cosas en su sitio y que sería, para bien, el fin de una época y el comienzo de otra mejor. Pero los viajeros saben, que en 1916, dos años después de comenzar la contienda, cuando despedían con flores a los que habían acudido al llamado de la movilización, no sólo han cambiado los uniformes y los procedimientos bélicos, también han cambiado ya las mentes. Y se dirigen a Bélgica al otro Circuito del recuerdo. Circuito enorme, pero que sólo visitarán en los lugares clave, donde la Guerra finalmente fue Mundial, pues allí se dejaron la flor de su vida, de su juventud, de su salud mental, no sólo los valientes belgas, que defendieron su tierra hasta las últimas consecuencias, sino sudafricanos, canadienses, ingleses, y todas las colonias de la Commonwealth, junto con todos los alemanes movilizados.
Los viajeros entran en la línea belga del Somme, donde a toda costa había que impedir que los alemanes llegaran a Dunkerque, lugar donde se hallaba la flota inglesa.
En este viaje de remembranza, realizado en el centenario del comienzo del gran absurdo, es diciembre y las ciudades están ya iluminadas adelantándonos la Navidad. Pero las carreteras que transitamos aparecen sin tráfico y los pueblos vacíos. Un día, tan sólo nos encontramos un ciclista que iba de paso y dos perros tras una valla. Ninguna señal de vida. Muchos pueblos no nos pueden ofrecer información o algo tan simple como es sentarse a tomar un café, Parece como si deliberadamente los hubieran dejado sin edificar, sin revitalizar. Pero en la puerta de cada Iglesia está el monumento y está cuidado, con las pequeñas cruces coronadas con la amapola, símbolo de Flandes y que nos va a acompañar en todo el trayecto. Son las mismas amapolas que, en su poema, «In Flanders Fields», que hiela el corazón, nos mencionó John Mc.Crae y que ya, desde las guerras napoleónicas, se asociaban con los muertos, que alimentan la vida.
Flanders fields the poppies blow
Between the crosses, row on row,
That mark our place; and in the sky
The larks, still bravely singing, fly
Scarce heard amid the guns below.
We are the Dead. Short days ago
We lived, felt dawn, saw sunset glow,
Loved and were loved, and now we lie,
In Flanders fields.
Take up our quarrel with the foe:
To you from failing hands we throw
The torch; be yours to hold it high.
If ye break faith with us who die
We shall not sleep, though poppies grow
In Flanders fields.
Mc.Crae escribió el poema tras enterrar, sin que sus cuidados médicos tuvieran la más mínima eficacia, a su mejor amigo, en la batalla de Ieper (Ypres).
Ypres, Passchendaele… Conforme nos acercamos se nos va encogiendo el corazón, aunque no sean los únicos lugares; fueron muchos los sitios de la llamada «Gran Carnicería». Por toda la ruta hay señales de tráfico que indican el camino a recorrer en el Circuito del recuerdo: el memorial sudafricano y el australiano, el osario de estos o los otros, cementerios de todos los tamaños, que llenan el paisaje, intercalados por pueblos que fueron frente directo, hasta que se instaló la absurda guerra de posiciones: Albert, Bazentín, Fromelles, Pozièrs, Mouquet Form, Guillemont, Guinchí, Fiers- Courcelette, Ancre Heights…
Todo quedará perfectamente explicado finalmente en el Museo de Passchendaele en Zonnebeke, cerca de la preciosa ciudad de Ypres (famosa por su lonja de paños, que fue destruida) y que hoy tiene un obús colgando del techo de su reconstruida catedral. El otro museo es el Castillo-Museo de Pèronne, donde se puede ver la evolución de la guerra, desde los uniformes, hasta las ilusiones.
¡Somme… la gran carnicería! El mundo en destrucción, desde el 1 de julio hasta el 11 de noviembre de 1916. Y todo, para no conseguir ningún objetivo, para una partida de tablas, en la que cayeron casi todas las piezas, que eran casi dos millones de jóvenes que todavía a los viajeros se le antojan enloquecidos antes de morir: nadie salió indemne de ahí.
Tan sólo con rememorar el primer día tenemos para pensar, si es que sabemos, una vida entera. Precedido por una semana de bombardeos británicos con 1,5 millones de granadas se intentó destruir la línea de galerías que se hallaba bajo las trincheras. Había lugares subterráneos alemanes con 20 tm de explosivos por punto.
El primer día de combate, 1 de julio de 1916 se detonó la carga explosiva de la primera galería, aquella que causó un movimiento sísmico y el gran cráter. Luego, el silencio sepulcral. El poeta John Mansfield lo describió: «La mano del tiempo descansó sobre la marca de la media hora, y a lo largo de toda la vieja línea del frente de los ingleses vino un silbido y un llanto. Los hombres de la primera oleada escalaron los parapetos, el tumulto, la oscuridad, la presencia de la muerte, y habiéndose hecho con todas las cosas agradables avanzaron sobre tierra de nadie para comenzar la batalla del Somme».
Todos los alrededores del Museo Memorial de Passchendaele tienen sus zonas de recuerdo de cada nacionalidad: en círculos, que quieren ser amapolas –símbolo de Flandes– y con pilones rojos, que serían los pétalos. Allí ondea cada bandera. No vemos visitantes particulares, pero sí colegios, al menos tres o cuatro. El guía explica con esmero lo que sucedió, recorren las trincheras y galerías subterráneas reconstruidas, manipulan los mapas digitales interactivos. No hay nada truculento, todo tiene sentido y nada está hecho para herir la sensibilidad, sino para saber y no olvidar. Los niños escuchan con respeto; sus hijos también irán algún día. El museo nos ofrece al terminar su recorrido una sala de reflexión. Frente a una pantalla que muestra un bosque destruido, espectral, se alza la gran obra de arte del H. Pollack: Cae la sombra, elaborado en Nueva Zelanda, pero con arcilla del lugar. Es un nuevo bosque, cuyos árboles son brazos que terminan en copas que son manos, las manos de los muertos, que ya no volverán a vivir, pero que nutren el nuevo bosque y cuyas palmas, hacia el cielo, claman al unísono.
Fuera, caminando despacio, nos acercamos al cementerio. Es el mayor de Bélgica. Como todos, cuidado con esmero y lleno de lápidas blancas iguales. Aquí no hay «Soldado desconocido», sino muchas lápidas con la inscripción Known unto God. Es punzante y, pese a la polémica actual en Australia, por la connotación religiosa, las inscripciones están intactas. En tanto, una voz femenina, suave, recita como una letanía, cada nombre y la edad: 19, 21, 23, 20… años de edad: ¡Cielo Santo, eran unos niños! Lo recorremos en silencio. Mientras, cae la tarde.
Al día siguiente, encontramos un cementerio alemán. Ellos prefieren cruces de hierro. Pero intercaladas están las lápidas de granito gris con nombres igualmente alemanes, de jóvenes que dejaron su vida por Alemania en tierra extranjera, pero con la estrella de David en la lápida. Esas tumbas juntas, de hermanos que duermen juntos eternamente, debió haber sido un clamor ante los pogromos y el Holocausto: Hitler bien lo sabía; luchó en esas trincheras.
Los viajeros, cansados, en su regreso, antes de entrar en Amiens y visitar su magnífica y etérea catedral, que fue intocada, se sientan un momento frente al río Somme, cuyo nombre trae remembranzas en español de la palabra ¡Somos!…. somos, somos, somos…, incluso nos hace pensar en el sueño, sin saber bien si es el de quienes duermen desde entonces para siempre o el de quienes soñamos con que el río no vuelva a ser testigo de tanto horror.
El río se desliza tranquilo, quizá igual que en tiempos de Heráclito, siendo el mismo de entonces, el mismo de la Guerra y de ahora, pero distinto: Siempre igual y siempre diferente. Lo miramos. Está a punto de entrar en la ciudad, que ya luce en la alegría de la Navidad. Pero guarda silencio. El anhelado silencio de los defensores del fuerte Douaumont y el silencioso clamor del más de millón de jóvenes que dejaron ahí sus vidas o sus esperanzas en la alborada de su juventud. Es el río de las lágrimas, vertidas por los ojos que ya no están, por los que debieron haber existido y nunca vieron la Luz, porque no nacieron, por nuestras propias lágrimas ocultas. Y comentamos al oír el murmullo del río, que parece hablarnos: ¿Por qué la Humanidad honra y glorifica tanto a sus muertos y valora y respeta tan poco a sus vivos?
Esa lección, cuyo enunciado grabamos en la memoria, es un trabajo que ambos sabemos que hemos de realizar en los años que todavía nos quedan por delante.
EL RECUERDO INDELEBLE EN IMÁGENES
Margarita Martínez Marzá Carlos Ortiz Mayordomo