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Una UE con miedo
ОглавлениеTribuna
13 de julio de 2011
Miedo, incertidumbre, pavor. También al otro lado del Atlántico. Los mercados, esa construcción abstracta pero necesaria, convulsionan. Hoy todo bascula hacia los mercados financieros, no hay mayor productividad en sector económico alguno que no sea el atraído por la especulación. Grecia, Irlanda y Portugal han caído. Bélgica está en el alero, Italia, a punto, pero demasiado grande para caer tal vez, y España contiene el aliento. La prima de riesgo de nuestra deuda ha marcado un techo impensable pero posible. Todo puede pasar a partir de ahora.
¿Y Europa? Simplemente sigue queriendo no estar presente. Va a ser esta una semana negra para Europa, para bien o para mal. La Europa que ha corrido demasiado sin cohesión ni unión política. La Europa que quiso el capricho de una moneda única sin antes alcanzar una unión económica, una política presupuestaria, fiscal y macroeconómica bajo mimbres rigurosos, serios, eficientes.
Hemos defenestrado el Estado del bienestar, nunca volverá a ser el mismo, y nunca volveremos a vivir tan bien como lo hemos hecho hasta ahora, o como hace varias décadas ya lo reconocía el premier Harold MacMillan. Hemos creado fondos de rescate, organismos de control, aunque demasiado tarde, auspiciados por un liberalismo asociado a un capitalismo escasamente regulatorio y autonormado.
La crisis va en serio, demasiado seria y fuerte. Es una crisis ya europea y que acorrala a los Gobiernos europeos, uno tras otro. Son incapaces de gestionar la crisis, también el euro. No lo quisieron ver cuando lo debían haber visto, incluso no permitiendo que países con realidades y perspectivas débiles e ineficientes se sumaran a ese barco monetario tan precipitadamente.
Europa sigue inmersa en su impenitente crisis de liderazgo, de saber hacia dónde va, cómo va. El artificio es económico, monetario, pero construido sobre una premisa falsa, esquiva, primero lo monetario, aunque no todos los países están o querían estar en la órbita del euro, luego, a mayores, la premisa económica, una unión que no llega y sería el detonante último de la unión política. Ni esta ni aquella son viables y están a años luz de materializarse. Hemos retrocedido, lo hemos hecho en confianza, en solidez, en credibilidad y convicción.
Grecia es el drama real de las imperfecciones que existen en el sistema. La volatilidad de los capitales, los depósitos fluctuantes de país a país y la especulación, amén de una deuda disparatada, solo se habían aplacado hasta el momento gracias al Banco Central Europeo. Berlín no ha estado a la altura, sus exigencias son vaivenes políticos propios y electorales, pero no actúa, solo exige reformas, lealtad, corresponsabilidad, rigor presupuestario y contención del gasto. Pero ha dudado, ha amagado y con ello arrastrado a la ciénaga de la desconfianza al resto.
La Unión Europea sigue atrapada en sus propias contradicciones, y una manifiesta y terrible ausencia de liderazgo. Hemos vuelto hacia un soberanismo incompatible con la esencia de la propia Unión. Se busca primero el bilateralismo, la relación de tú a tú entre cualquiera de los países de la Unión, sobre todo los tres grandes con el resto, y solo formalmente y procurando un cierto maquillaje, la Unión. Europa sigue aletargada y rezagada, sin una agenda clara, rehén de sí misma y las inercias pasadas. Vuelve a fallar el sistema institucional. Falta engranaje y chirrían una y otra vez las estructuras de siempre. Ni Lisboa ni Niza ni nada. Europa sigue renunciando a sumir el papel que le corresponde, si es que le corresponde, en el concierto internacional. Hoy basculan los intereses a ambos lados de Europa. También en lo económico y monetario.
La losa y la inercia burocrática, así como un endeble perfil político, han terminado por empedrar el camino de la construcción europea. A los efectos de la crisis económica y social se suma una crisis más latente y más antigua, la política. La política del impasse, de la indefinición, de la contradicción. El gigante económico ya no lo es tanto, no tiene el dinamismo de otrora, no tiene mucho que ofrecer, y sigue siendo el mismo enano político que siempre ha sido. Ha llegado el momento de preguntar a los europeos qué Europa quieren y hasta dónde quieren llegar. Basta de maquillajes y figuras rimbombantes y a la vez grisáceas. Si no es capaz de dar una imagen única hacia el exterior, pero sobre todo ad intra, el gigante enmudecerá de inanición. La voluntad política hay que forjarla a diario. Han de concluir de una vez por todas las letanías de lo artificioso y los panegíricos de una Europa desabrida y mal cohesionada.
Muchos países, entre ellos el nuestro, deben sin duda su prosperidad y bienestar de las dos últimas décadas a Bruselas y sobre todo al motor y empuje de los principales países de la Unión que han sido financiadores natos del progreso del resto. Pero el descreimiento también llega de los países receptores y unas sociedades que pronto se han acomodado y olvidado de lo que es y ha de significar construir Europa, máxime cuando a puerto arriban países con rentas y niveles de vida exhaustos y lánguidos.
Ha llegado el momento de reflexionar en serio sobre el futuro y el entramado político-económico e institucional de una Unión que empieza a ser víctima de su propio éxito, así como de una extraordinaria ceguera política. Ha llegado el momento del realismo y la incertidumbre. Italia y España son demasiado grandes para caer sin que también lo haga el euro. Ha llegado la hora de una Europa de verdad.