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MI TRAGEDIA

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Recuerdo la oscuridad, el frío y la humedad. Esos fueron mis compañeros durante interminables minutos. En mi fuero interno los viví como horas, horas de soledad, de amargura, de inmovilidad.

Algo impedía que viera, y cuando mi cuerpo empezó a responder, con las manos buscaba desesperadamente su cuerpo. Solo hierro, amasijos de hierro a mi alrededor, no reconocía el chasis del coche, no palpaba nada reconocido y la desesperación me corroía durante minutos hasta que nuevamente perdía el conocimiento.

Trataba de gritar, pero de mi garganta no salía sonido ninguno, me aferraba a todo lo que estuviera a mi alcance, me destrocé las uñas en el intento y volví a caer en la oscuridad.

Después, las sirenas, el ruido, los gritos.

—¡Aquí están! —gritó alguien.

Más gritos, correr de gente, sirenas, más sirenas.

Unas manos cogieron mi muñeca. «Ya está», pensé.

—¡Vive!

Y de nuevo la oscuridad, la humedad, el frío. Mucho frío… Y la negra oscuridad.

De pronto, la luz, esa luz cegadora que me caldeaba y me renovaba por dentro, esa luz cálida y acogedora. Abrí los ojos y allí, a lo lejos, estaba él, radiante, sonriente.

Su mirada cálida, su sonrisa, esa sonrisa que él tenía solo para mí. Con un ligero movimiento de mano, me anunciaba su despedida.

Pedro se despedía de mí. ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba ocurriendo?

Al final, con mucho esfuerzo, pude abrir los ojos, y allí estaba la luz, y yo en el suelo sobre una especie de camilla.

—¡Vámonos, está estabilizado!

Carreras, ruidos, a lo lejos una herramienta chirriaba cortando hierros. Una puertas cerrándose, más sirenas, me muevo y de nuevo la oscuridad. Tengo miedo, la oscuridad cada vez me asusta más, pero ahora ya no siento ese frío gélido que la acompañaba antes. Algo está entrando en mi cuerpo que me relaja, que me va dejando en paz según me invade, y un sueño profundo me va venciendo. Me siento muy cansado y los parpados se me cierran.

Por fin algo conocido, la voz de Richard. La escucho muy bajita, como muy lejana, trato de moverme, pero mi cuerpo no responde. Concentro mi esfuerzo en mis manos, pero apenas consigo que mis dedos se tambaleen ligeramente. ¿Estaré muerto?

—¿Raúl? ¿Raúl, me oyes?

Nuevamente es la voz de Riki, es su voz, ahora sí, más fuerte.

Su mano sobre la mía, hago un esfuerzo supremo, trato de aferrarme a ella, pero es él, como siempre, quien me rodea la mía con las suyas, mientras una voz casi imperceptible, emocionada, empieza en la puerta a llamar a gritos a la enfermera.

Sí, también la reconozco, es la voz de Lucía, la hermana pequeña de Pedro, mi cuñada.

Oigo unos sollozos, es Riki, se los enjuga y, aclarándose la voz, le oigo que tímidamente, pero cada vez de forma más nítida, empieza la melodía y canta en voz muy baja.

Tú eres mi hermano del alma,

realmente un amigo,

que en todo camino y jornada

está siempre conmigo.

Y aunque eres un hombre

aún tienes alma de niño,

aquel que me da su amistad,

respeto y cariño.

Recuerdo que juntos pasamos

muy duros momentos,

que tú no cambiaste por fuertes

que fueran los vientos.

Es tu corazón la casa

de puertas abiertas.

Tu eres realmente lo más cierto

en horas inciertas.

En ciertos momentos difíciles

que hay en la vida

buscamos a quien nos ayude

a encontrar la salida

Y aquella palabra de aliento

y de fe que me has dado

me da la certeza de que siempre

estuviste a mi lado.

Tú eres mi amigo del alma

en toda jornada,

sonrisa y abrazo festivo

en cada llegada.

Me dices verdades tan grandes

con frases abiertas.

Tu eres realmente lo más cierto

en horas inciertas.

Yo no preciso ni decir

todo eso que te digo

pero sí es bueno sentir

que eres tú mi hermano amigo.

Yo no preciso ni decir

todo eso que te digo

pero sí es bueno sentir

que eres tú mi hermano amigo.

Mis ojos se llenaron de líquido acuoso, que corrió por mis mejillas. Me hubiera gustado cantarla con él, como tantas veces desde niños habíamos hecho. Era el himno de nuestro juramento de sangre, era nuestro himno, nuestra canción de hermandad.

Al terminar sentí su cuerpo cálido encima del mío, abrazándome y, ahora sí, ahora pude mover mis brazos, pude darle ese abrazo y abrir los ojos.

Estaba en una fría sala de hospital, con montones de aparatos a mi alrededor, y allí estaba Richard y también Lucía. Instantes después, llegaron enfermeras, médicos y los echaron, y para mí… Y para mí comenzó la tortura.


El accidente

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