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LUÍS

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Mi nombre es Luís, me colé en esta historia de rondón, y por esas carambolas de la vida, terminé siendo uno de los protagonistas.

Soy un chico de provincias, y en mis 27 años de existencia apenas he salido del pueblo, un pequeño pueblo costero de Murcia.

Allí estudié hasta los catorce años y después he ido trabajando en lo que he podido. En principio, en los veranos aprovechando el tirón turístico, y después, buscando una mayor estabilidad, pero casi siempre en el sector turístico. Hace algunos meses pasé una mala racha y al final me fui a trabajar a la construcción con mi hermano Jorge.

Jorge es mi hermano mayor, tiene casi tres años más que yo, y para mí es lo único que tengo en la vida. Vivimos con mi padre, y cómo será nuestra relación con él que ni mencionar su nombre merece.

Jorge siempre ha sido mi protector, mi defensor, y muchas veces, por defenderme y sacar la cara por mí, se ha llevado las brocas y los palos que me tocaban.

Nuestra madre murió cuando apenas tenía diez años. Un maldito cáncer la alejó de nosotros. Bueno, la fatídica enfermedad y la mala vida que el malnacido de nuestro padre le daba.

Desde aquel momento, nuestra casa fue a la deriva durante meses. La falta de comida, de limpieza, de orden nos abarcó por completo.

El caos reinaba en nuestro hogar pero Jorge fue capaz de establecer un plan de acción y fue corrigiendo esta situación tan caótica.

Empezó a trabajar los fines de semana como reponedor en un supermercado de la zona, y así, con el poco dinero que cobraba, estableció un mínimo orden, organizó la casa y las comidas.

Eso nos dio una cierta estabilidad, pero los maltratos psíquicos y físicos no cesaron por ello. Afortunadamente, la casa era de la familia de mi madre, y tan pronto Jorge pudo, controló los gastos de la casa y desde entonces lo llevamos todo al día.

Aunque seamos tres, a la hora de organizar las cosas solo somos dos. Mi padre, con el tiempo, se fue distanciando y desapareciendo por temporadas, para volver cuando menos lo esperábamos en unas condiciones nada optimas, ni de salud ni por supuesto de higiene.

Cuando terminé el colegio, empecé a ocuparme en pequeñas cosas. Fui cajero en el mismo supermercado donde mi hermano trabajaba de reponedor, y esto nos permitió empezar a controlar nuestras vidas y permitirnos ciertos caprichos en la casa.

Con el tiempo, nos dimos cuenta del error, y esto nos llevó a la ruptura total con mi padre, a pesar de seguir viviendo bajo el mismo techo, salvo en sus escapadas.

Mi padre nunca ha tenido un trabajo fijo. Su sueldo siempre ha sido inestable y, de no ser por mi madre y el sueldecito que se sacaba matándose a trabajar limpiando casas de otros, hubiéramos carecido de lo más imprescindible.

En este momento nos encontramos solos los dos. Mi padre, a pesar de los meses que llevamos en el hospital, no ha dado señales de vida y, por instrucciones de Jorge, he cambiado las cerraduras de nuestra casa para que no vuelva a entrar allí mientras no estamos.

Nos consta que es conocedor del accidente de Jorge, pero es tan malnacido que ni siquiera hemos tenido una llamada telefónica de él. Aunque en el fondo creo que estábamos deseando algo así, para romper definitivamente y vivir nuestra vida.

Mientras vivía mi madre, Susana, la relación con la familia de mi padre era buena. No soportaban a mi padre y casi ninguno de sus hermanos se hablaba con él.

Al morir ella, trataron de cuidarnos, de hacerse cargo de nosotros, pero el cabronazo les cerró las puertas y poco a poco desistieron. En estos meses los hemos recuperado. Sus llamadas de apoyo no nos faltan, y mis tíos y algún primo se han desplazado desde Murcia hasta aquí, para animarnos.

Para Jorge ha sido la mejor terapia, y para mí ha sido toda una explosión de energía, que me ha dado las fuerzas necesarias para superar esto y poder arropar y ayudar a mi hermano.

Por mi tío Luís nos enteramos de que había sido mi propio padre el que lo había contado en un bar. En cuanto le informaron a mi tío del accidente, hicieron lo imposible por encontrar mi número de teléfono y el de Jorge y reanudar una comunicación rota años atrás.

Desde ese momento, no nos faltaron llamadas casi a diario. Daba la impresión de que se habían organizado tíos y primos para que no nos faltara su apoyo a diario, y aquel sábado que me avisaron desde recepción de que tenía allí a un familiar. Mis lágrimas rodaron por mis mejillas. Jorge me cogió de la mano, me la apretó y, a media voz, me dijo:

—Anda, baja. No le hagas esperar.

Mientras salía de la habitación, giré la cabeza y pude ver la emoción que atenazaba la garganta a mi hermano en la expresión de su cara, y en mi mente, solo una idea: «Después de todo, no estamos solos».

A pesar de los años, pude reconocer al tío Luís, jovial, simpático y dicharachero como siempre, e imaginé que la señora que estaba a su lado sería la tía Pepi, su mujer, tan callada y prudente como siempre.

Por primera vez, entre sus brazos, al calor de su cuerpo y su protección, se esfumaron mis temores y, a pesar de sentirme desvalido en ese momento, fue la recarga necesaria para que el hombre que soy saliera a flote y, desde ese momento, por el simple hecho de no estar solo, de reencontrarme con mi familia y de ser más consciente que nunca de que ahora era yo el que tendría que proteger a Jorge, me sentí maduro, me sentí un hombre total.

Camino de la habitación, la tía no dejó de acariciarme la cara, de mirarme a los ojos, de besarme una y otra vez. Las lagrima no afloraron a sus ojos, pero la emoción se notaba en su voz, en el brillo de sus ojos, en el temblor de sus manos.

Hablamos y hablamos, no como unos desconocidos, que en realidad es lo que éramos, sino como seres humanos obligados a la distancia y ansiosos por decirse todo lo que estos años nos habían negado. El carácter tranquilo y bonachón del tío me dio la tranquilidad que me faltaba, la sensación de que una persona mayor controlaba la situación, y me daba confianza.

Al entrar en la habitación, los tíos mantuvieron en un principio las distancias con Jorge, como tratando de evaluar la situación.

Fueron unos segundos, instantes vividos con intensidad, pero al acercarse a mi hermano y besarlo, todas la barreras cayeron, al fundirse en un generoso abrazo Jorge y el tío Luís. Fue como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si ese instante fuera el siguiente al último abrazo en el entierro de mi madre. Y sí, de los ojos del tío brotaron grandes goterones, que corrieron abundantemente por su cara. La tía Pepi estuvo presta a sacar el Kleenex y limpiarle mientras ella cogía la mano de Jorge y la acariciaba.

Después de las frases de rigor, y una vez vencida la cortesía, la tía casi me arrastró a la cafetería con ella, con la excusa de necesitar tomar una infusión.

Yo me dejé llevar inconscientemente. Después Jorge me contaría la conversación con el tío Luís.

Con la tía Pepi, en tan solo unos segundos, la nostalgia de mi madre me sobrecogió. Sentí tan profundamente su carácter protector, lo que la añoranza a la madre, a pesar de los años, llenó mi corazón.

Después, el temido interrogatorio.

—¿Cómo estáis, Luisito?

—Bueno, al menos nos tenemos el uno al otro. Ha sido un palo, ya te lo comenté por teléfono, pero pude alquilar una habitación aquí en un piso cercano, y en el hospital apenas gasto nada. En cuanto nos queremos dar cuenta, nos han dejado un par de bandejas de comida, en lugar de la de Jorge solo, sobre todo al mediodía. Flori siempre lo hace, y alguna otra compañera, también con la merienda. Después de la cena, con el cambio de turno, una de las enfermeras me acerca con el coche al piso, donde apenas voy a dormir y a asearme un poco. A primera hora de la mañana cojo el autobús y, después de desayunar aquí, en la cafetería, me paso todo el día en el hospital.

—¿Se te hará tremendo, tantas horas aquí encerrado?

—Sí, cuesta un poco, pero me gusta leer, y no me faltan revistas y libros que me dejan las enfermeras. Además, conozco a casi todo el mundo por aquí, y a veces, cuando se llevan a Jorge al gimnasio o a realizar pruebas, me dedico a visitar a otros enfermos y así se va matando el tiempo.

—¿Cómo andáis de dinero?

—Bueno, sin grandes alegrías, porque hasta que el seguro no pague, las cosas apenas se cubren con el sueldo de Jorge, ya que yo dejé el supermercado para venirme con él, y claro, tampoco es para desparramar mucho.

—¿Sabéis algo de tu padre?

Desde el principio estaba temiendo esa pregunta y, por más que me había tratado de concentrar para dar un tipo de respuesta coherente, fue imposible.

Un fuerte nudo atenazó mi garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas.

La tía me abrazó y nos levantamos para pagar las consumiciones y volver a la habitación.

Antes de guardarse el monedero, saco un billete de cien euros y me lo dio.

—No estáis solos y no quiero que te prives de un simple café, que te haga el tiempo más llevadero. El primo Luís vendrá a estudiar a Madrid, y vendrá a verte. Cualquier cosa que necesites, no dudes en decírselo, o comentármelo cuando hablemos por teléfono. Hemos estado muy alejados, pero somos familia y para tu tío sois su propia sangre y ya sabes lo que esto significa para él.

Un par de horas después, los tíos abandonaban el hospital. Yo los acompañé hasta el parking del hospital y les indiqué hacia dónde debían ir hasta salir de Toledo y coger la carretera, que les llevaría hasta el cruce de la nacional IV cerca de Ocaña.

Al volver a la habitación, nos acogió un gran silencio. Apenas teníamos ganas de hablar y, al coger a Jorge de la mano, nos fundimos en un fuerte abrazo y lloramos.

Lloramos de felicidad, lloramos al sentirnos arropados, lloramos por el tiempo perdido, por sentirnos queridos, por contar el uno con el otro y por saber que hay otras personas que nos quieren y que nos echan de menos.

Perdimos la noción del tiempo, y tan solo la camarera con la cena nos despertó de nuestro letargo.

El accidente

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