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LA ENTREVISTA

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—¿Margarita?

—Sí, soy yo, dígame.

—Buenos días, espero que te acuerdes de mí. Soy Ricardo Ortiz, el amigo de Raúl Fernández.

—Hola Richard, ¿cómo va todo? ¿Cómo esta Raúl? Hace tiempo que no sabemos nada de él por aquí.

—Bueno, tirando, ese es el motivo de mi llamada.

—Cuéntame, ¿qué pasa?

—Está pasando un pequeña crisis, esta todo el día malhumorado, encerrado en sí mismo, hasta que ayer se me abrió un poco.

—Bueno que empiece a hablar ya es un avance, y que lo comparta con las personas que le queréis, más aún.

—Sí, pero la situación es algo más complicada. En los últimos meses se está planteando la alternativa que le ofrecisteis en su día y que descartó de plano. Creo que está decidido a explorar todas sus posibilidades y arriesgarse. Quiere mucho a Luís y le quiere ofrecer el máximo de sí mismo, y para ello está dispuesto a sufrir, a esforzarse y lo que sea necesario.

—Pero lo que me estás contando es muy positivo. Después de la crisis que pasó estando aquí con nosotros, esperábamos más recaídas y hace ya casi dos años que, todo va sobre ruedas y viene solo a las revisiones.

—Sí, ya sabes, Luís ha sido todo un revulsivo. Le ha dado las ganas de vivir necesarias, y ahora parece ser que esto es lo que le ha provocado la crisis actual, y el nuevo impulso que le quiere dar a su vida.

—Richard, no sabes lo que me alegro de oírte decir esto. Muy pocos casos se dan en estas circunstancias que reconsideren la situación. Déjame hablar con Fernando Chozas. Miraremos bien todo el expediente, lo estudiaremos y, cuando tengamos algo claro, yo te llamo.

—Marga, ¿realmente crees que hay posibilidades de que mejore?

—En todo esto Richard, nuestro trabajo es muy importante, pero la situación anímica del paciente y las ganas de colaborar tienen mucho más peso a la hora de llevarlo a buen término.


Llevaba algunos días esquivando a Raúl cuando trataba de sacar el tema. Hablábamos prácticamente todos los días, pero siempre dejaba la conversación para el domingo, confiando en que se lo pensara un poco más.

Estoy en la cafetería del hospital de Toledo. El miércoles me llamó Marga y quedamos para comer junto con el doctor Chozas y así poder tener información de primera mano antes de ir a ver a Raúl el domingo.

Al pasar por la galería, me ha sorprendido la alegría y el dinamismo de unos chicos en su silla jugando al baloncesto. Sus energías son inagotables, sus ganas de vivir, su alegría contagiosa me hace sentirme mezquino, mezquino por tener tanto, por ser un privilegiado al que, sin embargo, cualquier cosa le deprime. Me hace sentirme un desgraciado y no soy capaz de valorar todo aquello que tengo, todo aquello que soy, lo material, lo físico, lo espiritual.

Al pasar por la cristalera que da paso a esa especie de gran gimnasio, esa sala de tortura y esperanza, de esfuerzo y sacrifico para tantos, me siento equilibrado. La esperanza y la alegría, el esfuerzo y el sacrificio, y todo junto por una mayor calidad de vida, por una cierta independencia, por una mayor autonomía.

Durante la comida, el doctor Chozas y Margarita me dejan muy claro las ventajas y los riesgos. Habría que empezar con muchas pruebas, y esto nos llevaría muy probablemente a un trasplante de medula, y después, el postoperatorio y la temida rehabilitación, dura, disciplinada, cargada de esfuerzos y sacrificios. El final, si todo es positivo, defenderse sin silla de ruedas, con unas muletas e incluso, con suerte, se podría mover por la casa apoyándose simplemente en paredes y muebles.

En la parte negativa estaba lo del donante. Al no tener familiares directos, la cosa se complica. Yo me ofrezco para hacer las pruebas de compatibilidad. Por lo demás, el temor al rechazo. También, en nuestra contra, estos cuatro años largos, que le han debilitado el organismo, con lo que quizá no esté en las mismas circunstancias que cuando pasó todo, pero esto es una dificultad menor.

En el coche de vuelta a casa, alejándome de estos edificios modernos que conforman el hospital, tras cruzar el río y meterme en la circunvalación hacia la carretera de Madrid, empiezo a soñar, a dejarme llevar por mis ilusiones y ya veo a Raúl de pie en la cocina, mientras preparo la cena, hablando de nuestras cosas, y noto como la vista se me nubla. Me restriego con la mano para poder ver bien y pongo algo de música, mi viejo y muy usado CD de Café del Mar, me concentro en el tráfico y me dejo llevar, siento la carretera como una pista de patinaje y el coche se desliza por ella como su cauce natural, con toda suavidad.

Sin darme cuenta, estoy llegando a casa. Había un poco de tráfico pero, como no llego a meterme en Madrid, apenas lo he notado. Al entrar en casa, según dejo las llaves encima de mueblecito de la entrada, siento un cansancio agotador.

Una luz muy tamizada inunda el salón. Me descalzo y me dejo caer en el sofá. Un profundo sueño me impide incluso encender el televisor y noto como el mundo se me aleja, como se va poniendo sordina a todos los ruidos que me rodean y caigo en un profundo sueño.

Al despertarme, me encuentro relajado, feliz. Una sonrisa me cruza la cara y un regustillo me llena el alma. He descansado y he soñado, y ese es el motivo de mi relax, de mi dicha.

En mi sueño, retrocedíamos unos cuantos años. Las imágenes del partido de baloncesto en el hospital fueron el comienzo de este sueño. Después, las imágenes se difuminaban y allí estábamos los dos, jugando, sudando, dándolo todo en el campo. Después, Raúl me miraba y sonreía. Era un guiño de complicidad, como diciéndome:

—¡Mira! ¿Ves como puedo?

No soy supersticioso, pero esto me hace pensar que tal vez la idea de Raúl sea coherente, y la operación y el nuevo tratamiento le darán mejor calidad de vida.

El accidente

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