Читать книгу Entramados vinculares y subjetividad - Adrián Grassi - Страница 11
ОглавлениеEl método Ludovico o el fundamentalismo conductista
Mario Waserman
Este trabajo se interroga sobre los métodos usados para curar a los jóvenes de sus conductas violentas. Toma como ejemplo un método inventando por Anthony Burgess en su famosa novela La naranja mecánica. Es el método Ludovico que pone en juego los principios del conductismo que aparentemente se consideraba una técnica confiable avalada por la ciencia, a diferencia del psicoanálisis que nunca tuvo esa validación. Hoy en día, ese prestigioso aval científico que se le niega al psicoanálisis, lo tienen los métodos cognitivos de las terapias sistémicas. Este texto también se interroga sobre la psicopatología descriptiva de inspiración psicoanalítica y sus limitaciones para comprender esas conductas y abordarlas.
Si bien, como sostuve en otros trabajos, el vértice ético debe ser diferenciado del vértice psicoanalítico, el psicoanálisis desde el punto de vista de su concepción del psiquismo, no puede dejar de interrogarse sobre el mal. En La naranja mecánica el mal se manifiesta tanto en la conducta de un grupo adolescente que la porta como estandarte, como en los métodos que los adultos implantan para erradicarlo.
Los trastornos propios de la adolescencia tienen sus picos. En un pasado reciente trabajábamos sobre todo en los trastornos de la alimentación. Ahora nos ocupan trastornos vinculados a adicciones y trastornos vinculados a la ultra violencia juvenil. Esta ultraviolencia se expresa en conductas delictivas innecesariamente crueles, generalmente llevadas a cabo en pequeños grupos. Incluyen modos violentos de diversión con peleas a golpes, e incluso con armas de fuego. Estas fiestas se convocan con la consigna expresa de llevar armas blancas y armas de fuego, es decir, de ir a herir o matar. Se evidencian también conductas de bullying intensamente cruel que busca el suicidio de la víctima, y matanzas masivas que se ejecutan en su mayoría individualmente. Todas estas manifestaciones son muy diferentes entre sí, pero semejantes en hacer de la violencia extrema su objetivo, es decir su vector de satisfacción. En ese campo, no hay satisfacción sin violencia extrema. Introducimos el concepto de vector para designar el destino manifiesto de una conducta, aceptando, desde ya, que haya un vector de la conducta que permanezca inconsciente tanto para el que la ejecuta como para el que la observa y la califica. Así, el vector inconsciente de un asesinato puede ser la meta suicida: el sujeto busca, en última instancia, hacerse matar. A los analistas nos interesa encontrar algo así como el vector o vértice inconsciente o latente de una conducta consciente y manifiesta. Esto nos diferencia radicalmente de cualquier aproximación biológica o conductista. Estos tiempos ultraviolentos parecen mostrar que en el espacio social se gesta un “empuje a matar” que se ve muy favorecido por la tecnología del arma de fuego, que solo requiere de un pequeño “clic” para eliminar el obstáculo que representa el otro. Un ejemplo de este empuje que nos sorprende es el de los femicidios que, a pesar de todas las campañas en su contra, no parecen disminuir.
En este artículo nos interesa analizar uno de los modos en que estas manifestaciones violentas son tratadas para su cura. En algunos métodos se las trata con una crueldad tan intensa como la de los actos que les dieron inicio. El método de curación ultraviolento fue ejemplificado en la novela La naranja mecánica de Anthony Burgess, escrita en 1962, con la aplicación del método Ludovico, cuyo modelo fue el del conductismo. El método Ludovico es el tratamiento que le aplican a Alex, el protagonista de la novela, un joven ultraviolento, líder de una banda juvenil. Para el entorno que la aplica, la técnica es depositaria de un alto valor científico porque las respuestas de rechazo a los estímulos (imágenes de violencia) pueden ser medidas en una escala, y la medida es justo aquello que otorga prestigio científico (en tanto que el psicoanálisis es refractario a la cuantificación, por lo cual no es considerado una ciencia). La premisa epistemológica es que todo lo que se puede medir y tabular es científico, mientras que aquello “inmedible” queda por fuera (premisa que es una herencia indeseada del Positivismo). Este método se usa para abortar en el sujeto violento cualquier impulso agresivo. Funciona del mismo modo que la terapia conductista de estimulación aversiva que se le aplica al alcohólico para ayudarlo a abandonar su adicción: El paciente llega a considerar repugnante el alcohol y abandona su consumo gracias al uso de fármacos como el Disulfiram, que provoca fuertes y repentinas resacas siempre que se consuma alcohol. Así, Alex aprende a rehuir cualquiera de sus conductas violentas gracias a una medicación semejante al Disulfiram, administrada repetidamente y asociándola a imágenes de violencia. Esas imágenes asociadas al malestar físico harían que abandonase el querer deleitarse con conductas violentas. Se asemeja así al método usado por algunas terapias conductistas con bulímicas, a las que se hace tragar su propio vómito, con el objetivo de que, queriendo evitar esa consecuencia tan desagradable, dejen de provocárselo.
Que la psiquiatría conductista lleva buscando el modo de deshacer la mente del individuo para volver a reconstruirla a su antojo es evidente desde sus inicios. Quienes han desarrollado los actuales métodos de tortura empleados en múltiples cárceles con el objeto de despersonalizar al sujeto y conseguir información preciada, han sido psiquiatras conductistas. Su obsesión es desarmar la mente del enfermo (terrorista, violador, antisocial, etc.) y volver a reconstruirla sobre fundamentos más civilizados. Desgraciadamente, la psiquiatría conductista solo ha demostrado éxito en la primera parte del proyecto, es decir, en destruir la mente de sus pacientes. Para modificar la conducta es necesario antes “lavar el cerebro”. El conductismo es un intento de quitar el mal de la mente, sea esta la ideología, la perversión o la locura. Parece un método menos cruel que la lobotomía, pero el principio que lo sostiene es el mismo. Podríamos decir que el objetivo del conductismo es hacer tabula rasa y meter determinados contenidos, mientras que el del análisis no es que el sujeto se deshaga del mal, sino que lo asuma y lo transforme dejando que sea el mismo individuo el que decida sobre su deseo.
Veamos la vivencia que el método produce en Alex, nuestro sujeto de la experimentación curativa de la violencia. Esta escena ocurre después de administrarle la droga diciéndole que eran vitaminas:
“Y ahora un veco de chaqueta blanca me ató la golová a una especie de apoyo, y todo el tiempo vanosa y calosa canción pop -¿Para qué es esto? pregunté. Y el veco replicó… que era para mantenerme fija la golová y obligarme a mirar la pantalla. Pero dije -yo quiero mirar la pantalla. (…) Nunca se sabe. Oh! nunca se sabe. Confíe en nosotros, amigo, es mejor así. Y entonces descubrí que me estaban atando las rucas a los brazos del sillón y las nogas a una especie de apoyapiés. (…) Pero una cosa no me gustó, y fue cuando me aplicaron broches sobre la piel de la frente, levantándome los párpados y arriba, arriba cada vez más arriba, y yo no podía cerrar los glasos por mucho que quisiera: -Tiene que ser una película realmente joroshó si tanto les preocupa que la vea… Joroshó es la palabra amigo. Una joroshó de horrores…” (Burgess, 1962).
Las escenas que se le van mostrando a Alex son una recreación superrealista de los ataques sádicos que él y su banda realizaron en sus andanzas. Esto se acompaña de una música atronadora y un malestar físico producido por la droga aversiva. Estaba, como él lo cuenta, atado y sus párpados sujetos para mantener sus ojos abiertos. Él va experimentando en esas sesiones de tortura, un rechazo a la muestra de las escenas violentas. Se lo podría definir, en lenguaje psicoanalítico, como un intento de reintroyección violenta de contenidos intolerables. Hacerle asumir el mal a la fuerza, de manera similar a la que recuperamos cuando hablamos sobre cierto tratamiento para las bulímicas donde se las obligaba a comerse su propio vómito, a reintroyectar lo que querían expulsar, que era el atracón (el mal) precedente.
¿Qué hicieron previamente Alex y su banda? La novela elige cuidadosamente los objetivos de sus ataques. En primer lugar, los viejos. Especialmente uno que porta libros de estudio. Interpreto que atacan al viejo y sus libros de estudio porque ven en él lo que el mundo adulto desea para ellos: que dejen de lado la pulsión y se sometan al conocimiento. A esto responden con total rebeldía e invirtiendo la posición del débil (“¡¿Quiénes son estos viejos para imponernos ese modelo para vivir?! Nosotros mostraremos que con la fuerza de nuestras pulsiones podemos doblegarlos, que nuestras armas son más poderosas que sus palabras”). Otras víctimas son unas señoras mayores que se dejan seducir por los buenos muchachos que les invitan el café y las transforman en cómplices y estúpidas. Luego atacan a una pareja adulta: un escritor que está escribiendo una novela (La naranja mecánica), y a su esposa a la que violan en grupo. La determinación por la maldad y la crueldad es más fuerte que el mismo autor del libro. Aparece como un acierto que el autor se haya incorporado como personaje rompiendo la distancia con la novela y mostrando que perfectamente podría ser él una víctima de alguna de esas bandas. Esto lo aleja de cualquier tipo de “buenismo” progresista que discurre sobre la bondad de los jóvenes sin haber pasado nunca por una experiencia de terror. Luego Alex y su grupo agreden a otra banda juvenil para dirimir territorios. Y la misma violencia es sufrida por los integrantes de su propia pandilla cuando quieren disputarle el liderazgo. Luego muestra una actitud totalmente despreciativa hacia -como él los llama- su “Eme” y su “Pe” (sus padres). Ataca también a dos niñas adolescentes a las que trata como tontas y, en otros episodios, demuestra su total rechazo a todos los grupos sociales que lo rodean, a los que coloca en el lugar de la estupidez que es vencida fácilmente por la crueldad. Él y su grupo están convencidos del poder del Mal. Alex parece no creer en nada, más que en su propio goce… que incluye a Beethoven por el cual siente una admiración y un amor sin límites.
El misterio de Beethoven
¿Por qué incluye Burgess esa pasión por Beethoven en Alex? Zizek hace una observación interesante sobre este elemento y dice, con razón, que Beethoven ha sido usado por todos los gobiernos, sean estos demócratas o tiranos. Recurren siempre a la novena sinfonía para enaltecer sus proyectos. Evidentemente, no se debe ingenuamente valorar un estado por la música que elige. Muchos han señalado cómo la música es un instrumento muy eficaz para el engaño. Tanto es así que las marchas militares se usan para que los soldados vayan contentos a su propia muerte. Zizek piensa que Beethoven es tan grande que su música puede integrar a aquellos que en nombre del bien, queremos dejar fuera de lo que es ser un “ser humano”. Yo acuerdo en que el gran artista no expulsa sino que comprende, pero yo arriesgo otra respuesta: Burgess ve que el gran arte es capaz de contener la ultraviolencia o la agresividad en su interior, del mismo modo que Kant incorpora cierta dimensión positiva de lo terrible en lo sublime. Burgess o Alex, su protagonista malvado, encuentran en el arte la misma pulsión ultraviolenta, la misma potencia de la pulsión cuyo placer debe ser experimentado para sentir la vida en su plenitud. La diferencia, claro está, es que el artista transforma la violencia propia de la pulsión en creación. Del mismo modo que la santidad es una pasión por el bien del otro. Ahí podríamos acordar con Freud y decir que la cultura le exige al sujeto una renuncia pulsional, pero también diferir, sosteniendo que además le da los medios para que la satisfaga cuando la pone al servicio del otro. Tanto en el bien como en el arte no prima ningún sacrificio pulsional. No es una renuncia, sino una apuesta. El adolescente, como el artista, lo debe poner todo allí. Solo si lo pone todo, la vida estará lograda. A veces lo pone todo en la consumación del mal con los resultados catastróficos que conocemos: cárcel o muerte. El arte es un espacio donde no es necesario amenguar la fuerza de la pulsión. Hay una transmutación donde el éxtasis del goce puede alcanzar su cenit. Es por eso que se apuesta al arte para incluir a los jóvenes al espacio social.
Burgess nos está indicando que Alex reconoce en Beethoven la pasión que él mismo siente cuando se arroja a la intensidad de sus experiencias. Y al mismo tiempo nos está diciendo algo del arte que no pasa por el adaptacionismo: existe en el arte una revuelta que busca la autenticidad de la experiencia. Y eso es lo que está en el corazón de la auténtica adolescencia.
¿Por qué somos violentos?
Una buena pregunta para hacerse ahora es: ¿por qué tenemos hacia esos trastornos reacciones tan violentas?, ¿por qué pensamos que los vamos a ayudar infringiéndoles fuertes sufrimientos? La respuesta es simple: pensamos que debemos aplicar la misma fuerza que origina la satisfacción, hacia la repulsión para que sientan el miedo al castigo de tal forma que ese miedo sea superior a la gratificación que esperan conseguir. Se trata de instalar un miedo a un superyó externo que castigue con una violencia tanto o más cruel que la que el yo genera. Una policía siniestra con su ojo en nosotros: esa es nuestra terapia. Ese miedo funciona bastante bien y genera la impresión de que la mayoría de la gente es empática y pacífica. Por otra parte ese tratamiento cruel hacia los jóvenes nos hace gozar de nuestra propia agresividad. Al igual que ellos, no queremos limitarnos: “ojo por ojo, diente por diente”. Aunque nos pese, somos violentos porque nos gusta.
Llegar a entender la motivación que genera y guía esas manifestaciones ultraviolentas es algo muy complejo que preferimos no encarar. Debemos reconocer en la obra de Winnicott avances extraordinarios en esa comprensión. Además, concebir un acceso a las modificaciones que un sujeto necesita para cambiar el modo de expresar su sufrimiento es aún mucho más difícil. Es por eso que elegimos la respuesta simple que nos propone el conductismo. Hay un mal por cuyo origen no nos interrogamos demasiado, probablemente producto del aprendizaje de conductas incorrectas, y debemos eliminarlo e instalar nuevas conductas, esta vez, sí, correctas. El psicoanálisis que ha sido rechazado como inadecuado e inútil, conserva la potencia de poder llegar a entender qué fue lo que le pasó al joven que nos aterroriza, y evitar una sobresimplificación que idiotiza al paciente y a nosotros mismos. Freud observó que la compasión es un logro que adviene. No es algo natural. Se construye en la evolución psicosexual, en una lucha entre la agresión y la ternura. ¿Qué pasa en esa evolución con un sujeto o un grupo para que esa instancia empática no advenga? ¿Por qué que la compasión solo se aplica al propio bando? Esa pregunta el psicoanálisis se la hace a sí mismo aunque muchas veces no pueda responderla en su totalidad. El psicoanálisis debe ser valorado por las preguntas que se hace, no por las respuestas que consigue.
¿Qué papel juega el medio cultural?
Otra cosa que debemos preguntarnos es: ¿hay una incitación social-cultural para esas conductas? Sí, la hay. Les publicitamos a los niños y jóvenes gratificaciones superintensas muy difíciles de concretar y así los hacemos, a la larga, infelices. Cuando no alcanzan la gratificación que nuestras propias imágenes de la felicidad les proponen, los hacemos responsables de un fracaso personal. Son loosers. Todos los placeres intensos los concebimos para la adolescencia y la juventud. La adultez la concebimos como un dejar de lado los ideales y la pasión, en favor del realismo. No resulta muy atractivo llegar a la adultez. Ellos ven que esa felicidad se puede conseguir por distintos medios, de los cuales los violentos y los delictivos parecen asegurar mejor la conquista de las metas que los medidos y esforzados. No hay condena social alguna para los violentos exitosos. Importa el éxito, no los medios. Al mismo tiempo concebimos los tratamientos adolescentes como una forma de despojarlos de esa gratificación morbosa que quieren experimentar y que nosotros les proponemos. Está claro en nuestra propuesta publicitaria, que nosotros no priorizamos al otro: priorizamos el yo. Y cuando los ideales megalómanos no se realizan la depresión está cerca.
Esta desazón por el no éxito, causa de estados depresivos crónicos masivos, atraviesa todas las edades, desde los niños hasta los ancianos. En los niños, crea la vivencia de que nunca alcanzarán las metas que otros alcanzan. Los ancianos sienten su vida como un fracaso porque el éxito es un valor que aparece solo en el espacio público (diarios, radio, televisión), y en ese espacio ellos ven un desfile de honores y reconocimientos para unos pocos, mientras se quedan con la sensación de una vida pobre, que solo encuentra cierto consuelo social en el Facebook, donde desarrollan su propia prensa.
Dejando el psicoanálisis cada vez más en el fondo de la bolsa de residuos descartables, esperamos de métodos más cortos y pragmáticos la readaptación del sujeto extraviado a las filas del rebaño adecuadamente castigado y domesticado. Nuestra crítica no va solo contra el renacer del conductismo, sino también contra una psicopatología meramente descriptiva que se limita a enunciar rasgos sin importarle demasiado la dinámica del sujeto. Para ser claro, me refiero a los psicoanalistas que recorren los medios de difusión o escriben tratados para informarnos que tal o cual es un psicópata porque carece de empatía y superyó, y con eso dan por terminada la explicación del caso. El debate se centra en si se le puede implantar superyó y empatía a una persona que no la tiene, o si se trata de casos expuestos a una degeneración psíquica irrecuperable. El psicoanálisis pretende afinar el conocimiento hasta llegar a ese sujeto en particular, a entender sus síntomas en el entramado de su historia. Cada sujeto es único y sus actos se entienden en su propia historia. El diagnóstico en psicoanálisis es un comienzo, una primera impresión, no la impresión final. En la diferenciación entre una psicosis y una neurosis o una perversión recién empieza la cosa a definirse, no termina.
La naranja mecánica fue escrita pocos años antes de la revuelta del 68, una revuelta juvenil de proporciones gigantescas que ponía a los jóvenes al frente de un intento de revolución social que se inició en París y se extendió posteriormente a los jóvenes de todo el mundo. En la novela de Burgess se pueden ver los antecedentes de esa revuelta en el cuestionamiento que hacen estos jóvenes de toda la sociedad que los rodea. Una sociedad que propone el statu quo y la pulsión debilitada.
Al igual que la incidencia cultural es clara la incidencia económica: las estadísticas de la violencia juvenil dejan bastante en claro que la mayoría de los delincuentes juveniles se forman en los márgenes sociales. Lo llamativo es que es más común en los dos extremos: los más desvalidos y los más impunes. Para los más desvalidos la violencia es un modo de insertarse en la cultura, de ahí que hagan ostentación de su delincuencia. Los más poderosos están acostumbrados a disfrutar de la impunidad y ocultan sus crímenes. Para ello cuentan con jueces amigos.
La violencia y sus tipos
Slavoj Zizek (2009) distingue tres clases básicas de violencia: a) la violencia subjetiva, ejercida directamente por sujetos específicos fácilmente identificables. Esta se desenvuelve en las vivencias cotidianas y en el imaginario colectivo; b) la violencia simbólica, propia de la arbitrariedad del lenguaje y las significaciones sociales que construye e impone cierto campo simbólico; y c) la violencia sistémica, inherente al sistema y menos perceptible ya que construye el estado de cosas que se considera normal. Zizek hace hincapié en el sistema capitalista como causal de las violencias por la desigualdad que se establece debido a la explotación de una clase por otra. Para el filósofo esloveno, la violencia subjetiva, la que sentimos frente a un hecho violento, nos imposibilita el pensar: reaccionamos emocionalmente. Solo pensamos si tomamos en cuenta la violencia simbólica y sobre todo la sistémica. Evidentemente Zizek piensa inspirado en la división de Marx entre estructura y superestructura. La superestructura, el fenómeno cultural, las conductas violentas serían consecuencia de la estructura económica, por ejemplo.
Nos gustaría hacer algunas puntualizaciones sobre esta clasificación que hacen a nuestro tema. La violencia subjetiva, que como dijimos, es la escena violenta desplegada a nuestra vista, es lo que podríamos llamar en psicoanálisis el contenido manifiesto de la imagen del sueño. Es la crueldad a la vista. Es el victimario destruyendo a la víctima inocente. Pero allí no podemos leer su causa. No podemos pensar la violencia si no enfocamos en el sistema que la produce (la violencia sistémica). Sin embargo, estas reacciones emocionales son altamente interesantes porque son muy opuestas entre sí, aun ante un mismo fenómeno. En general reaccionamos ante la violencia con rechazo u horror, pero al mismo tiempo es muy cierto que somos capaces de gozar abiertamente de la violencia que vemos. No hay más que pensar en el Coliseo romano, donde el goce estaba en ver el tormento de los protagonistas, o en el interés por los videos que recorren las redes sociales y muestran las peleas de los jóvenes. Hay algo que se impone, hay un goce de la agresividad que nos atraviesa. Muchas veces los ejecutores del acto violento experimentan una exaltación. Disponer del otro de un modo omnipotente los embriaga. Por otra parte, gozamos secretamente con el mal. Los diarios se venden más por las malas noticias que por las buenas. Este goce es una materia en sí para ser pensada. Esa es la que toma a Alex y sus compañeros: mientras violentan, gozan de mirar lo que están haciendo. La violencia objetiva que afecta a los jóvenes y que genera su propia conducta violenta es la expulsión que se genera en una clase social integrada por adolescentes que quedan sin acceso a los lugares desde los cuales podrían adquirir todas las mercancías que representan el éxito personal y el logro de la felicidad. Si bien no es totalmente definitorio, es un hecho estadístico que la mayoría de los delincuentes juveniles provienen de clases bajas y sectores lumpen, que solo pueden acceder a determinados bienes a través de la violencia. Sabemos la causa social, pero no parecemos capaces de cambiarlo: tan fuerte es la estructura que sostiene ese orden social. ¿Por qué es tan fuerte? Porque no queremos abandonar los sueños que los lugares de goce nos proponen. El sueño del self made man es algo que nos atañe a todos: “hay uno que lo puede conseguir y ese puedo ser yo”. Por otra parte no adherimos al buenismo progresista. Hay algo atroz que está sucediendo allí y no debemos ocultarlo.
Zizek nota que entre la violencia sistémica, el régimen económico, y la violencia subjetiva está el lenguaje: el sistema simbólico. La infraestructura no produce sus efectos de manera directa sino que es el universo simbólico, su intermediario, el que arma la realidad que vivimos. Son las significaciones sociales, como las llamaba Castoriadis, las que organizan nuestra percepción de la realidad.
Detengámonos en la violencia simbólica. He ahí un enorme acierto de Burgess en su novela. Lo primero que impresiona del libro de Burgess es su lenguaje. Tomemos dos aristas de esta creatividad simbólica. Nos enfrenta de entrada con la intervención del adolescente y el joven en el lenguaje. El joven crea un lenguaje que no es el lenguaje de los adultos que lo precedieron y que, a los adultos, les resulta difícil de entender. Cuando aprenden sus modismos y, quedando en ridículo, los utilizan, los jóvenes ya están inventando otros. Toman el lenguaje como se toma una masa y la van modelando para expresar su mirada, su novedad. La modificación que el grupo de Alex le hace a las palabras, introduciendo una musicalidad eslava al inglés, es tan ultraviolento y poético como lo van a ser sus acciones. El lenguaje marca el cambio generacional. Se crea en las orillas, toma allí el nombre de argot, del cual el lenguaje tumbero es la expresión extrema. Con el tiempo se incorpora a la academia. En nuestra época esto ocurre con el lenguaje inclusivo. Burgess crea para la pandilla su propio lenguaje, que hemos conocido en la cita textual al comienzo del artículo. Y es a través de ese lenguaje que entramos y vivimos en su mundo. Vivimos sumergidos en un mundo de imágenes y de palabras que funcionan como imágenes. Estos símbolos crean gran parte de la realidad. Baste como ejemplo la misma novela que estamos utilizando: todos los personajes y lo que hacen, son solo el invento de una mente, la de Burgess. Pero para nosotros, lo que estos muchachos hacen es lo real. Al leerlos son para nosotros personas, no personajes. Del mismo modo, las imágenes publicitarias, tan cuidadosamente elaboradas, nos hacen creer que son personas las que se hacen felices a través de la posesión de un producto. Es tal el efecto de realidad de lo simbólico que tenemos que dejar la lectura o apartar la vista de la imagen cuando la violencia se presenta en ellas. Reaccionamos del modo que reaccionaríamos frente a un hecho real. El método Ludovico va a tratar de utilizar esa realidad de la imagen para provocar el rechazo a la violencia.
La violencia simbólica se deja ver, como dijimos, en ese universo de signos que nos envuelve, en el lenguaje, o en su falta, en la potencia expresiva del significante o en la potencia expresiva de su falta. Un buen ejemplo de esta violencia es la palabra Achtung (‘Atención’) escuchada o leída en cualquier cartel que un sujeto se encontrara en un campo de exterminio nazi. Auschwitz y Achtung tienen en tanto significante un efecto inmediato de devastación. Su impacto no pasa por el significado verbal sino por el terror emocional que despierta en el recluido en el campo y que aún hoy suena siniestro en nuestra mente. Del mismo modo el silencio sobre un abuso es un ejemplo fuerte de la violencia simbólica.
En la novela cada uno de los cambios que introduce el grupo del cual Alex es el líder, deforma el significante, creando así un significado novedoso que es imposible de precisar, al igual que no se puede precisar una música en términos verbales. Es la música del significante la que nos habla, la que porta la novedad. Así es en la novela y así lo es en el lenguaje adolescente. Es por eso que siempre nos suena raro cuando un niño o un adolescente, habla como un adulto y también nos da gracia cuando un adulto usa el lenguaje o la vestimenta adolescente. Cada momento tiene su ropa. Cada momento, su lenguaje. Es en los márgenes sociales, del cual el arte es un ejemplo, donde el nuevo lenguaje se crea.
El grupo de Alex disfruta del lenguaje. Aparecen ante nosotros: slovos, drugos, molchicos. Los nuevos nombres para designar a los amigos, a los viejos, a las mujeres, a los varones, en fin, a todo. Lo que la novela nos muestra es la aparición de una nueva generación que está ahí para destruirlo todo, violentamente. El grupo de Alex no pretende cubrirse vendiendo nuevos ideales, quiere la cosa sin nada que la disfrace.
Lo primero que el grupo juvenil violento quiere hacer es destruir a los viejos. Porque los viejos representan el conservadurismo más radical. Para los viejos todo tiempo pasado fue mejor y por ello los jóvenes no traen nada bueno. Para el grupo ultraviolento de Alex y sus drugos lo primero es mancillar a los viejos. Los ven como zombis: ejércitos de zombis, tan de moda en las series de televisión actuales. Imagen clara de lo muertos que estamos y de cómo perseguimos a los vivos para contagiarles la muerte. El asesinato simbólico del padre, que traspasa la adolescencia, se fortalece cuando lo dominante de una cultura es la supremacía de lo juvenil. Para aprender la violencia no hay que esperar mucho, se puede aprender rápido y cuanto más joven y más concreto, mejor.
El método Ludovico y la violencia subjetiva
El grupo de Alex deja claramente marcado su desprecio a las generaciones precedentes que solo han podido entrar en un ciclo cada vez más depravado de debilidad y desprotección. Está bastante claro cuando uno ve las condiciones de vida de los jubilados y el grado de desamparo al que son arrojados. Nada han hecho que los proteja de la crueldad del final.
La dimensión de este trabajo, que conlleva un límite de extensión, no nos permite pasearnos (no sin angustia) por todo el texto. Solo diremos que en sus andanzas no hacen más que empeorar las cosas y conducen a la clásica acción policial-judicial. Solo agregaremos que es muy importante la descripción de los padres de Alex que son, como es de suponer, débiles y culposos. El hijo se ha adueñado del hogar y los padres se sienten culpables de sus ataques y su desprecio hacia ellos. Es el momento de hacer una crítica del buenismo progresista tan magistralmente retratado por Woody Allen en su film Café Society donde la hija de una familia millonaria demócrata con ideas de izquierda trae a su hogar a un novio delincuente, que termina secuestrando a su novia para cobrar un rescate. Compartimos esa crítica a la ingenuidad progresista y el hecho de que estemos en contra de la crueldad en los enfoques de la conducta juvenil delictiva no nos lleva a negar la crueldad extrema del victimario. No son solo niños tristes. Han sustituido la tristeza por la crueldad.
No nos corresponde repetir la conducta de los padres de Alex que es la de “hacerse los boludos” o sentirse culpables por las cosas que le están pasando a su hijo. Se trata de enfrentar lo atroz. Lacan aconsejaba no retroceder ante el deseo: nosotros decimos lo mismo ante lo atroz. Se trata de enfrentarlo en tanto atroz. Lo atroz en tanto parte de lo que llamamos “ser humano”. Pero es tan atroz el crimen como algunos de los métodos de tratar lo atroz. Hay que volver a transformar la crueldad en tristeza y evitar que esa tristeza lleve al acto suicida. Cabe recordar a Freud cuando incluye al psicoanálisis como una de las tareas imposibles. Pero, ¿acaso no está ahí también su atractivo?