Читать книгу Tendencias organizacionales y democracia interna en los partidos políticos en México - Alberto Espejel Espinoza - Страница 9
1.1 Argumentos a favor y en contra de la democracia interna
ОглавлениеEl concepto democracia interna se encuentra inmerso en un debate más amplio vinculado con el modelo de democracia que asuma el defensor o crítico. Esto sucede al aclarar y precisar los diversos significados de la democracia interna (y como sistema de gobierno), y señalar los principios y valores que la constituyen es una actividad propia del pensamiento político, de la historia de las ideas y de la teoría política. Por tanto, se trata de un debate inacabado.
En ese orden de ideas, la dificultad de precisar el concepto de manera unívoca persiste. Si bien sobre la democracia existe un consenso en torno a su dimensión abstracta que remite al “gobierno del pueblo”, es posible identificar una multiplicidad de argumentos sobre lo que podría ser la mejor realización de esa idea.1 Algo similar ocurre con el término democracia interna.
Al respecto, existe un debate sobre los beneficios o perjuicios de la democracia interna, lo cual significa que su valor, las funciones que se espera cumplan los partidos, así como las consecuencias que encarna para el conjunto del sistema democrático y la sociedad son polémicas (Flores, 1999; Katz, 2001; Chambers y Croissant, 2008; Scarrow, Webb y Farrell, 2004).
Así pues, de un lado, los argumentos en contra de la democracia interna resaltan que ésta tiende a disminuir la eficiencia operativa, consume los recursos escasos, a la vez que restringe la autonomía de la dirigencia del partido para manejar los procesos internos, lo cual reduce la capacidad de las organizaciones partidistas para competir por los votos y/o cargos.
Junto a ello, se argumenta que profundiza los conflictos al interior de la organización y, por ende, debilita la cohesión de los partidos. De ahí que, en presencia de un partido conflictivo, puede ser más complicado tener un gobierno estable y eficaz (Niedermayer, citado en Chambers y Croissant, 2008: 10).
En ese orden de ideas, dichos autores consideran que el componente primordial de la democracia es la competición electoral, por tanto, una de las contribuciones más importantes de los partidos es ofrecer opciones claras a los votantes. En otras palabras, “la forma en que los partidos formulan las alternativas que ofrecen carece de importancia normativa, frente al hecho de que se propongan distintas opciones” (Scarrow, Webb y Farrell, 2004: 113). Se afirma que “la democracia no se encuentra en los partidos, sino entre los partidos” (Schattschneider, citado en Chambers y Croissant, 2008: 2). Ya que para estos autores la democracia a gran escala no es la suma de muchas pequeñas democracias, la democracia interna saldría sobrando.
En el otro extremo, algunos autores han argumentado la existencia de un vínculo armónico y complementario entre democracia intra e interpartidaria. Por lo cual, plantean que existe un efecto positivo de la democratización al interior de los partidos, pues se verían beneficiados, por un lado, la representación de las ideas del electorado en las políticas del partido, y, por el otro, la atracción de nuevos miembros. Por consiguiente, arguyen que la democracia interna mejora la vinculación del partido con la sociedad, ya que aumenta la capacidad de la organización para conectarse con diversos grupos sociales. En adición, brinda mejores oportunidades para que grupos sociales marginados, como minorías étnicas, jóvenes y mujeres, participen en la toma de decisiones internas. Por ello, algunos autores apuntan a la dificultad de entender cómo un régimen puede ser democrático si los partidos tienen estructuras que no dan pie a la participación interna (Billie, 2001).
Para este conjunto de autores, la democracia interna es apreciada como un fin en sí mismo, por tanto, “las estructuras partidistas de toma de decisión son importantes porque brindan a los militantes la oportunidad de influir en las opciones que son presentadas ante los votantes, así como de desarrollar sus habilidades cívicas” (Chambers y Croissant, 2008). De ahí que resalten conceptos como soberanía popular, mayorías concurrentes, democracia participativa y democracia interna; en tanto que una democracia no apoyada por instituciones democráticas, y confinada al gobierno central, crea un espíritu a la inversa.2
Así pues, el presente trabajo se adhiere al paradigma de la democracia interna, partiendo de la idea de que la democracia es algo más que la simple competencia entre partidos, y que los militantes son algo más que movilizadores o defensores del voto en favor de su organización partidista.
Vale la pena concluir este apartado argumentando que el debate no está cerrado. No obstante, en torno a si es deseable o no la democracia interna en México, se trata de una discusión estrechamente ligada al modelo de democracia que asuma el autor. Si bien por razones de congruencia, en tanto receptores de dinero público y fomentadores de la democracia en el sistema en su conjunto, es exigible a los partidos políticos encaminarse a la democracia interna, por tanto, el debate al respecto es arena fértil. Y si se apela a que la democracia es solo un método para elegir élites gobernantes, la función de los partidos es, simple y llanamente, participar en procesos electorales.
Así, la eficiencia adquiere una importancia central, mientras que la democracia interna aparece como una cuestión accesoria. En cambio, si la idea de democracia no concluye en la elección de autoridades gubernamentales y representantes, sino que apunta a la transmisión de formas democráticas de ejercer la política al sistema en su conjunto, tanto el papel de los partidos, como la relación entre los dirigentes y los militantes serán distintos. Este segundo caso, incluso, podría apuntar a que la legislación mexicana es necesaria pero no suficiente para asegurar la democracia interna, por lo cual apelaría a una Ley de Partidos que clarifique cuáles tipos de métodos son democráticos y cuáles no.
En lo que respecta a si, en México, la democracia interna es algo practicable o no, se trata de un debate que precisa considerar los factores estructurales de la democracia mexicana. Si bien una Ley de Partidos puede dar la pauta para reorientar los procesos a senderos más democráticos, es indudable que su puesta en marcha y consolidación depende de otros factores, tal como la estatalidad (Fukuyama, 2004), en otras palabras, la capacidad del Estado para hacer cumplir las leyes en su interior. Sin esa capacidad que una y otra vez se pone en duda en los procesos electorales en México, difícilmente podría hacerse valer alguna ley al interior de los partidos. En todo caso, el problema es más complejo de lo que parece, pues esto apuntaría a que no basta una normatividad para lograr cambios profundos, sino que es necesario tener capacidad para hacerla cumplir. Y en ese sentido, es seguro que emergerá la voz de quienes ubican a los partidos como simples “organizaciones de miembros voluntarios”. Sin embargo, parecen obviar el financiamiento público, el monopolio de la representación política y su centralidad en la vida política mexicana.