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LA CONVOCATORIA

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Washington, lunes, 26 de octubre de 2020

Ese lunes, antes de llegar a su despacho en la octava planta del edificio central de la FEMA, en Washington D. C., el director fue abordado por Anne Perkins. Llevaba en la mano los últimos datos físicos recopilados con relación a los seísmos sufridos en Europa el pasado viernes. A esa catástrofe debían sumarse las alarmantes noticias que llegaban desde España, donde aquella madrugada se había producido una gran explosión en una planta química, provocada, según las primeras informaciones, por un temblor de tierra que había arrasado gran parte de una ciudad del Mediterráneo español. Las informaciones sobre la devastación eran impactantes, aunque escasas. Carber hizo un gesto con la mano indicándole a Perkins que lo siguiese. Al llegar al despacho, saludó de pasada con un escueto «Buenos días» a Lynda Evans, su secretaria, una fiel empleada que le había seguido en todos y cada uno de los destinos dentro de la Agencia.

Anne Perkins era la principal colaboradora de Carber. Se trataba de una mujer de mediana edad; su cabello era de un intenso color cobrizo que acostumbraba a llevar recogido; solía vestir sobrios trajes de falda y chaqueta que le proporcionaban una imagen de seriedad, elegancia y seguridad en sí misma. En definitiva, una mujer atractiva y ciertamente sensual. Había comenzado a trabajar para Carber prácticamente un año después de que este asumiera la dirección de la agencia y, desde entonces, había estado presente en cada una de las decisiones que este había tomado. Se había convertido en su máximo apoyo; ella era sus ojos y sus oídos dentro y fuera de la agencia, una fiel consejera, eficaz ayudante y gran confidente. Incluso entre ambos existía una especial conexión que, a veces, se podía haber llegado a malinterpretar. Pese a ello, aquel sentimiento no pasaba de ser un afecto y reconocimiento mutuos.

Antes de que Carber pudiese sentarse detrás de la mesa, Perkins llamó su atención acerca de un sobre blanco, cerrado con un sello lacrado en rojo que se encontraba encima de su escritorio y en el que podía apreciarse la palabra “millenium”. Carber le preguntó a la colaboradora cómo había llegado aquel sobre sin remitente ni franqueo a su despacho y quién lo había entregado sin que antes hubiese pasado por los filtros de seguridad de la agencia.

Aquel acontecimiento hizo que la reunión que debían mantener se pospusiera. Carber le pidió a su colaboradora que lo dejase a solas unos minutos. Aquel sobre había sido entregado en persona esa mañana a Anne Perkins por un sujeto que exhibía un pase de seguridad Grado Alfa colgado de la solapa izquierda de su americana. Aquello le habilitaba a disponer de plena libertad para moverse por las instalaciones de la agencia sin la menor restricción.

El enigmático emisario entró sobre las 8:30 de aquella misma mañana por el hall de entrada del edificio; se dirigió al control de accesos y exhibió su documentación. Entró sin pasar por el escáner y accedió a la zona de ascensores con plena naturalidad, como si conociese a la perfección el lugar, o como si se tratase de un empleado más de la agencia a la hora de su entrada al trabajo.

Se trataba de un sujeto de gesto adusto que hablaba con cierto acento europeo. Tenía el pelo negro engominado e iba impecablemente vestido con un traje oscuro y una corbata gris. En su mano derecha llevaba un portafolio de piel color marrón y se dirigió hacia el despacho de William Carber.

Al abrirse las puertas del ascensor en la octava planta, el sujeto se acercó a la recepcionista, a la cual preguntó directamente por la ayudante del director de la agencia. Aquella dulce y joven empleada rubia de la recepción pidió cortésmente al visitante que aguardase en una sala de espera acristalada que había a la izquierda de la salida de los ascensores. Pasados cinco minutos, hizo acto de presencia una mujer de mediana edad de pelo rojizo, ojos azules y tez pálida, que vestía una camisa de seda blanca con una falda entubada de color negro.

—Buenos días, soy Anne Perkins.

La colaboradora de Carber se presentó y el extraño se identificó como Louis Van Horn. Acto seguido, Anne le preguntó qué deseaba. El visitante, con gesto serio y ademán parsimonioso, sacó del interior de su portafolio un sobre blanco tamaño carta y se lo entregó a Perkins. A modo de cierre se podía observar un sello de lacre rojo con una palabra grabada: “millenium”. El extraño advirtió a la receptora de la misiva que se trataba de una comunicación personal que debía entregarse de manera exclusiva al director William Carber.

Perkins preguntó al emisario a quién debía identificar como remitente de la comunicación. El sujeto se dio la vuelta y se marchó del lugar después de pronunciar un cortante y escueto: «El director ya lo sabe. Buenos días».

Antes de retirarse, Perkins preguntó a Carber si llamaba a seguridad para que el sobre pasase por el control de escáner, pero este negó con la cabeza y volvió a pedir a su ayudante que abandonase el despacho y lo dejase un momento a solas.

Carber se sentó delante de la mesa de su despacho mientras tomaba entre sus manos aquel enigmático sobre. Su primera intención fue la de no abrirlo y deshacerse de él, quemarlo, pero la sola imagen de aquella palabra lo obligaba a comprobar su contenido.

Se levantó del sillón y paseó durante un rato entre aquellas cuatro paredes. Luego se asomó a la ventana y dejó que su mirada perdida se detuviese en los árboles de un parque cercano. Hacía más de un mes que no tenía noticias del remitente de aquella comunicación, pero recordaba la promesa que le había hecho a su amigo Alexander Grodding tiempo atrás, cuando su carrera en la FEMA ya era imparable; un compromiso que se afianzó cuando ambos coincidieron meses atrás en la mansión del magnate irlandés en la campiña galesa. Que el Grupo de los Milenaristas tuviera que reunirse era la señal de que había dado comienzo el principio del fin.

Por un momento, Carber dudó si aquella promesa podía atarlo durante tanto tiempo. Finalmente, se decidió a abrir el sobre, extrajo de su interior un folio tamaño cuartilla y tardó un instante en leer su contenido. Acto seguido llamó a Lynda Evans por el teléfono interno y le pidió que localizase a Anne Perkins. Carber debía improvisar un viaje relámpago a Europa; se veía obligado a atender aquel requerimiento sin la menor demora, así que dio las instrucciones oportunas a Perkins para que organizase el traslado.

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