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CARBER

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La Administración Federal había depositado en William Carber una responsabilidad esencial. Aquel californiano no había llegado al cargo por un mero azar del destino. Una dilatada carrera a sus espaldas avalaba su nombramiento al frente de la agencia.

Se trataba de un funcionario eficaz, una persona de mente despierta que atesoraba una gran capacidad de trabajo. Había cursado sus estudios de Ingeniería Física en la Universidad de Pennsylvania. Aquel joven estudiante de pelo rubio y ojos azules comenzó bien pronto a despuntar entre el resto de compañeros de promoción. Siempre había mostrado una especial brillantez y con el tiempo supo sacar partido tanto a sus innatas facultades como a su excelente expediente académico.

Carber atesoraba una inteligencia privilegiada en la que habían reparado varias agencias gubernamentales durante su periodo de formación universitaria. Como consecuencia de ello, una vez terminada su preparación de posgrado en Europa, Carber fue captado por el Gobierno Federal para comenzar su carrera profesional, prestando sus servicios en la Administración Federal de Asistencia en Desastres, que había sido creada como un organismo dentro del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano. Este primer destino fue decisivo para que aquel joven orientase su futuro dentro de la Administración Federal. Allí forjó un carácter luchador y demostró tener una gran capacidad de resolución ante circunstancias de extrema dureza, sabiendo aportar una visión valiente y atrevida ante momentos de calamidad pública derivados de desastres naturales.

Desde el principio de su carrera supo asumir responsabilidades impensables para un sujeto de su juventud e inexperiencia, lo que le facilitó la pronta obtención de galones. Mostró su eficacia durante la catástrofe vivida después del terremoto de San Fernando que sacudió al sur de California en el año 1971; aportó una especial visión en el campo de la ayuda a las zonas afectadas por corrimientos de terrenos. Al año siguiente, desempeñó un papel muy importante durante el azote del huracán Agnes. Su carrera profesional se fue amoldando a los cambios que experimentaban los organismos oficiales destinados a la atención de situaciones de emergencia dentro del territorio americano.

En 1974, el Gobierno Federal aprobó la Ley de Ayuda en Situaciones de Desastre, que establecía un procedimiento que preveía las declaraciones presidenciales de emergencia, y ya por aquel entonces Carber era candidato en todas las ternas de aspirantes a acceder a puestos de mayor responsabilidad dentro de la estructura de la Administración Federal. La gran oportunidad le llegó en 1979, año en el que el presidente Carter dio carta de naturaleza a la creación de la FEMA. Ya solo era cuestión de tiempo que aquel ambicioso funcionario entrase a formar parte del personal que prestaba sus servicios en aquel organismo recién concebido. Y así lo hizo en 1982, cuando el director Meyer requirió su presencia y entró a formar parte de la estructura de la agencia.

Carber acabó forjándose una fértil carrera, hasta que en febrero de 2015 terminó por asumir la dirección de la FEMA. Nadie como él sabría manejar aquel poder con la debida cordura y eficiencia. Conocía la casa y sus entresijos como su propia mano y se había convertido, sin desearlo, en la segunda persona con más poder de los Estados Unidos. O quizás en la primera, si todo sucedía como se venía planeando desde antes de que se produjera su nombramiento.

Fuera de los despachos, Carber era un tipo familiar. Tenía un carácter afable y un aspecto bonachón, pero no exento de una especial viveza. Se trataba del típico americano; parecía salido de cualquier película dulzona de los años sesenta rodada en Hollywood, un hombre hogareño y familiar, un sujeto de considerable estatura, pelo rubio, casi blanco, y unos ojos con un azul profundo que devoraban todo aquello cuanto miraban. Era una persona de trato sencillo, amante, esposo, padre entrañable y amigo de sus amigos. En definitiva, podía considerarse un americano modélico. Estaba casado con la rica heredera de una familia petrolera del oeste de Estados Unidos y juntos formaban una pareja envidiada en los más selectos círculos sociales de Washington, tanto por su complicidad mutua como por el amor que se profesaban. Eran padres de dos hijos, un niño y una niña, a los que Carber nunca pudo dedicar el tiempo suficiente, pero por los que sentía un profundo amor, aunque él siempre había sentido algo especial por su primogénito, Leo.

La relación con su mujer, Martha, era idílica. Más que un matrimonio, ambos formaban un tándem que sacudía sin el menor problema cualquier comentario sobre su vida privada y la de los suyos; sin embargo, durante los últimos años el trabajo había absorbido gran parte del tiempo que debía dedicar a los suyos, y eso le hacía sentirse culpable. En su círculo familiar nadie se lo reprochaba, todos sabían de la responsabilidad e importancia de su trabajo y de cuán necesario era que estuviese siempre presto a dar respuesta a las exigencias de su cargo.

No obstante, aquello no era excusa para que a veces Martha se sintiera vacía. La Agencia estaba acabando con aquel escenario idílico y agriando el carácter de su marido. El trabajo estaba haciendo que Carber se encerrase en sí mismo en los últimos meses. El estado de alerta y tensión que se vivía en la FEMA le hacía parecer a veces un extraño en su propio hogar, pero él siempre amparaba su comportamiento con la misma justificación: todo cuanto hacía y callaba era en beneficio de los ciudadanos norteamericanos y de la seguridad nacional.

Con el tiempo, aquellas habían dejado de ser razones válidas para Martha. William estaba cambiando, y no era para bien. Estaba hastiada de llamadas telefónicas de madrugada, de los eternos silencios con la mirada perdida y de reuniones de trabajo que se prolongaban hasta horas intempestivas y que restaban a Carber un precioso tiempo de su vida. Su marido había ido sustituyendo aquel carácter afable por un manojo de nervios y se había vuelto en poco tiempo un hombre irascible y receloso. Todo ello llevaba a pensar que algo grave estaba sucediendo dentro de la Agencia y que lo que fuese estaba afectando a su funcionamiento rutinario, algo que, sin duda, inquietaba de forma especial a Carber. Ese desmedido amor hacia su familia y su sentimiento de culpa podían influir en Carber a la hora de adoptar decisiones importantes al frente de la FEMA, y esa circunstancia podía convertirse en su talón de Aquiles en un futuro no muy lejano.

Aquella sensación tan arraigada en Carber, sumado a su mala conciencia por no haber dedicado a los suyos el tiempo necesario, podría convertirse con el tiempo en un cóctel envenenado que llegara a afectar a su gestión como director de una de las principales agencias federales.

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