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EL VIAJE

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Instalaciones de la FEMA en Washington, lunes, 26 de octubre de 2020

Ya se habían realizado numerosos estudios sobre los efectos del sol en nuestro planeta. Desde la más lejana antigüedad, el hombre se había sentido atraído por aquel astro, incluso en algunas culturas había llegado a considerarse una deidad; sin embargo, en nuestros días los vientos soplaban en una única dirección y esa indicaba que algo grave estaba a punto de suceder en el planeta y que el culpable iba a ser el sol.

No era solo un rumor. Desde hacía años, la FEMA almacenaba en sus instalaciones de todo el territorio americano millones de cajas de forma similar a los ataúdes y fabricadas con un material plástico de color negro. Aquella realidad, cierta y constatada, había hecho correr ríos de tinta en publicaciones sensacionalistas y en foros promovidos por amantes de la conspiración, que intentaban canalizar las noticias menos conocidas por el gran público. Ahora Carber se enfrentaba a una situación de posible crisis nacional y a su mente venían las imágenes de aquellas cajas apiladas por miles en hileras diseminadas por todo el país.

En los últimos meses, se había dotado de una importante partida del presupuesto de la agencia para el almacenaje de toneladas de alimentos y la adquisición de miles de generadores eléctricos que funcionaban con gasoil, algo que no había sido autorizado de forma expresa por el director Carber. La orden había llegado desde la mismísima Casa Blanca y su contratación fue llevada a cabo directamente por el subdirector de la FEMA, Nicholas Pope.

Los acontecimientos ocurridos en Europa la semana anterior junto con la catástrofe producida la madrugada pasada en Castellón de la Plana, en España, habían puesto en alerta a todos los servicios y efectivos de la FEMA. Esta situación coincidía con la agitación que durante los últimos meses se había vivido dentro de la propia Administración Federal Americana, periodo en el que las comunicaciones entre agencias habían alcanzado una intensidad desconocida. En un intervalo de sesenta días se habían mantenido doce reuniones al más alto nivel entre el director operativo de la NASA y los directores de la FEMA, el FBI, el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (NSD) y el Departamento de Defensa. La finalidad de estos encuentros era la coordinación de planes de contingencia ante la posibilidad de que se produjese un evento catastrófico en territorio americano. La idea era coordinar medios materiales y humanos de todas las agencias por si aquel acontecimiento tenía lugar.

Las advertencias de la ciencia relativas a la posibilidad de que se produjese una gran erupción de masa coronal proveniente del sol habían ido en aumento en los últimos años. Los datos relativos a la actividad solar, recopilados ese mismo mes de octubre por las distintas agencias espaciales, no habían hecho sino aumentar la inquietud entre la comunidad científica.

Era un hecho que el hombre llevaba miles de años observando el sol; sin embargo, atesoraba un pobre conocimiento de los ciclos de su actividad a largo plazo. Además, se disponía de una mínima experiencia empírica sobre su comportamiento, limitada a no más de quinientos años. Los astrónomos que empezaron a estudiar su comportamiento desde los años cincuenta del siglo XX tenían pocos elementos comparativamente temporales para llegar a conocer los ciclos reales de la estrella. Era prácticamente imposible predecir los picos de actividad solar, algo que, en el caso de un astro con una vida de más de cuatro mil millones de años, solo puede ser objeto de conocimiento a través de una observación continuada durante milenios. Por el contrario, en nuestro caso, el hombre no había dispuesto del tiempo suficiente para alcanzar dicho conocimiento. Era una realidad empírica y la ciencia sentaba sus bases en la observación, y la observación requería tiempo, mucho tiempo.

Era difícil entender cómo la ciencia moderna, a través de un periodo de observación inferior a cien años, podía hacernos estar seguros ante los caprichos temporales y ciclos vitales de un objeto celeste de una potencia y energía inimaginables, que se encontraba a una distancia de tan solo ciento cincuenta millones de kilómetros de nuestro planeta, y cuya luz nos alcanzaba en un lapso de tiempo de tan solo ocho minutos y diecinueve segundos. Por ello, era lógico pensar que la capacidad de previsión y reacción de la NASA y del resto de agencias espaciales ante un evento ligado a la actividad solar era ciertamente limitada.

Si éramos realistas, debíamos llegar al convencimiento de que la Tierra ya había sido castigada durante millones de años a capricho por su estrella y, pese a ello, el planeta siempre había vuelto a renacer de sus propias cenizas y se había autoregenerado.

Cierto era que la humanidad únicamente se encontraba en el primer segundo de su existencia en comparación con la edad de la Tierra y la del sol. Pero nuestra ciencia tenía la osadía de teorizar sobre el comportamiento de ambos como si los conociese desde su origen.

Al hombre solo le cabía teorizar acerca de esos ciclos a través de la observación comparativa de otras estrellas, obtenida gracias a la puesta en funcionamiento de telescopios de última generación, como el Hubble, que había llevado al hombre a tener un mayor, pero insuficiente conocimiento del comportamiento del sol.

La NASA no podía ocultar durante más tiempo esa realidad, y en los últimos meses había estado transmitiendo al resto de agencias gubernamentales advertencias sobre la posibilidad de que tuviese lugar un evento de carácter inminente a escala global relacionado con la actividad solar. En este sentido, era necesario que tuviesen preparados todos sus medios humanos y materiales ante cualquier posible eventualidad.

Carber tenía todos sus medios en alerta desde hacía semanas, con el fin de atender las necesidades de millones de ciudadanos, derivadas de una posible interrupción del fluido eléctrico durante un periodo de tiempo superior a seis meses. Para ello, la FEMA había procedido a la adquisición de miles de generadores de gasoil, circunstancia que no pasó desapercibida para algunas agencias estatales de noticias y que hizo correr ríos de tinta entre aquellos medios o publicaciones a los que siempre se les había tachado de sensacionalistas y conspiranoicos.

Algunas agencias federales habían mostrado su preocupación por los acontecimientos que se habían encadenado en Europa en tan corto espacio de tiempo. Esa inquietud se había convertido en una realidad ante el aumento de la actividad sísmica en muchos países de Sudamérica y en ciertas zonas del sudeste asiático. A estos debían sumarse los últimos movimientos sísmicos sufridos en la costa oriental española, en las Islas Azores, en Francia, en Italia y, fundamentalmente, los devastadores efectos del último seísmo ocurrido en la ciudad de Dodona, en Grecia. Estos acontecimientos habían disparado las alarmas de todos los gobiernos occidentales de la vieja Europa. La sensación de inseguridad era generalizada: ni la comunidad científica se atrevía a señalar con certeza un culpable de ese aumento de la actividad sísmica. Únicamente habían detectado un leve desplazamiento de las placas continentales, originado por un problema de polaridad planetaria en el que, sin duda, estaba influyendo la actividad solar y, además, estaba dejando notar sus efectos en el conjunto de la corteza terrestre y en la solidez del campo magnético de la Tierra.

Podía resultar insólito, pero durante los últimos meses la NASA había mostrado una sorprendente transparencia. Había facilitado informaciones concretas relativas a los últimos ciclos comprobados de la actividad solar, advirtiendo que la extraña tranquilidad que mostraba nuestro astro hacía presagiar la posible ocurrencia de un suceso de gravedad que podría relacionarse con una potente erupción solar y, con ello, la hipotética afectación del campo magnético terrestre.

Hecho distinto era poder encontrar un nexo causal entre el aumento de la actividad sísmica en el planeta durante los últimos dos años y su relación con la actividad solar en ese periodo. En este sentido, la colaboración entre la NASA y la ESA estaba dando importantes frutos, y los trabajos de la Agencia Europea habían proporcionado una nueva visión de la relación de la actividad solar con el campo magnético terrestre y la actividad sísmica.

Se había constatado científicamente que algunos cambios que estaba experimentando el planeta podían tener relación con el estado de actividad solar. La comunidad científica estaba profundamente desconcertada por el hecho de que el campo magnético de nuestro planeta se estuviese debilitando diez veces más rápido de lo que se creía.

Si a estos datos le unimos el hecho de que el norte magnético se mueve, y que una vez cada cien mil años los polos se invierten, nos podía dar que pensar acerca de la posibilidad de que estuviésemos ante el final de un ciclo y en puertas de un drástico cambio planetario.

La Agencia Espacial Europea había sido la pionera en este tipo de estudios. Con esta finalidad puso en marcha el programa Swarm, que había sido diseñado precisamente para analizar uno de los aspectos más misteriosos de nuestro planeta, el campo magnético, y poder estudiar cómo este interactuaba con los vientos solares y con las partículas cargadas que lanzaba todo el universo. Para ello, puso en órbita tres satélites cuya misión era medir con precisión las señales magnéticas emitidas por el núcleo, el manto, la corteza, los océanos, la ionosfera y la magnetosfera de la Tierra.

Los modelos del campo magnético generados por la misión Swarm debían ayudar a comprender mejor el interior de la Tierra. Estos datos, junto con las medidas de las condiciones en la atmósfera superior, debían contribuir a los estudios sobre el escudo magnético de la Tierra, la meteorología espacial y la radiación solar, y a la relación existente entre esas variables físicas.

Los datos facilitados por el sistema Swarm no podían ser más inquietantes: mostraban que el campo magnético de la Tierra se estaba empezando a debilitar más rápido de lo que había sucedido en épocas pasadas y, hasta el momento, los científicos no habían podido determinar las causas de la aceleración de ese nuevo ciclo.

Los nuevos registros sugerían que ese cambio de polaridad podría suceder mucho más temprano y sería una eventualidad para la que la humanidad no estaría preparada. El responsable de esa aceleración en el cambio podría ser el sol; además, no se podía descartar un acontecimiento inesperado derivado de su cambiante actividad solar.

Tanto Carber como el resto de directores de las diferentes agencias federales, comprometidas con programas de actuación en situaciones de emergencia, habían recibido los datos con cierta inquietud. Su misión era mantener a punto todos los medios disponibles y esperar instrucciones de la Casa Blanca para actuar. Sin embargo, faltaba que la NASA les facilitase más información sobre las posibilidades reales de que se produjese un suceso catastrófico relacionado con la actividad solar y de cómo podría interactuar nuestro campo magnético ante esa situación.

En este sentido, la NASA había puesto en conocimiento del resto de agencias gubernamentales que disponía de informes científicos que afirmaban que los terremotos se producían con más frecuencia en los años con mínima actividad solar. Era un hecho que el sol había entrado recientemente en su nivel más bajo de actividad en cuatro siglos, lo que había coincidido con un aumento en la actividad sísmica mundial. Pero faltaban datos que pudiesen conectar ambos acontecimientos.

La actividad solar estaba disminuyendo de forma acelerada desde comienzos de siglo. Parecía que en los últimos años el sol se había vuelto extremadamente tranquilo y algunos expertos anunciaban que dentro de poco podríamos ver un sol «completamente en blanco», es decir, libre de manchas solares. Y libre de manchas solares significaba «casi sin actividad solar», lo que podría derivar en una explosión de masa coronal del improviso como reacción ante esa situación de letargia.

Con los años, la ciencia había ido revelando y reconociendo la relación oculta entre la actividad solar y los movimientos de las placas tectónicas. La influencia del sol parecía haber sido notoria; una tremenda tormenta solar podría impactar contra el planeta, lo que provocaría que las placas tectónicas terminasen vibrando.

La tierra había temblado siempre y en todas partes del mundo. Sin embargo, un nuevo factor debía preocuparnos; cada vez era mayor el aumento de terremotos en zonas que no eran precisamente de riesgo sísmico, lo que alimentaba la posibilidad de que dicho cambio exponencial se debiese al efecto de las radiaciones solares sobre nuestro planeta.

Carber había activado todos los planes de contingencia de la FEMA con la finalidad de afrontar una inminente situación de emergencia nacional. Las órdenes para dar inicio a una situación de excepcionalidad habían coincidido en el tiempo con la recepción de aquella extraña misiva, remitida por Alexander Grodding, que le convocaba a una imprevista reunión en Ginebra. Era consciente de que no era el mejor momento para abandonar Washington, por lo que tuvo que improvisar un viaje relámpago a Europa. Llamó de inmediato a Anne Perkins a su despacho para que iniciase los preparativos del viaje.

Sin embargo, la situación era de preemergencia nacional. Las instrucciones dentro del Plan de Contingencia eran taxativas; en el momento en que el presidente declarase el estado de emergencia, todas las fuerzas de seguridad, las distintas Policías Locales y la Guardia Nacional se pondrían a las órdenes de Carber. Como primera medida, se cerrarían todos los aeropuertos del país al tráfico aéreo civil y se restringirían los vuelos a las operaciones de emergencia; se cerrarían las estaciones de ferrocarril, que serían tomadas por la Guardia Nacional, y se decretaría un toque de queda desde las 19:00 de la tarde que se declarase el estado de emergencia hasta el levantamiento del mismo por parte del presidente del Gobierno. Se controlarían los medios de comunicación y podrían ser intervenidos y clausurados si distribuían noticias que pudiesen provocar el pánico entre la población. Se anularían todos los permisos de los que disfrutasen los trabajadores de la Administración Federal y los miembros de las Fuerzas Armadas.

La gente quedaría confinada en sus domicilios y únicamente las fuerzas de la Policía y la Guardia Nacional tendrían autorización para patrullar por las calles. Lo cierto es que, aunque los planes de emergencia estaban perfectamente estructurados, aún no se había recibido una información concreta relativa al tipo de desastre que podía afectar a los Estados Unidos. Esa falta de noticias ponía nervioso a Carber y provocaba en él una ansiedad que transmitía a sus más directos colaboradores.

Carber dudaba acerca de la conveniencia de desplazarse a Europa ante aquella imprevisible situación. Todo podía quedarse en nada, pero resultaba ciertamente inconveniente que el director de la FEMA abandonase los Estados Unidos en ese preciso momento. Las directrices habían llegado directamente desde la Casa Blanca y no parecía que se tratase de un ejercicio de simulación; más bien parecía una puesta real en alerta máxima de todos los servicios de emergencia y de actuación rápida ante la posible ocurrencia de una eventualidad de dimensiones desconocidas; sin embargo, Carber sabía que no podía faltar a esa reunión, pues aquella tenía una relación directa con la situación que había llevado a su agencia a entrar en estado de prealerta.

Perkins había reservado dos pasajes en un vuelo de United que debía salir del aeropuerto de Washington-Dulles a las 05:00 del día siguiente, con llegada a Ginebra a las 13:00. Reservó también dos habitaciones en el Hotel Métropole, lugar donde debía celebrarse la reunión. Su vuelta a los Estados Unidos estaba prevista a las 21:00 del día siguiente. Carber había organizado al mínimo detalle su ausencia y había dejado instrucciones expresas a su colaboradora en caso de que aquella situación de alerta derivase en un supuesto de verdadera emergencia nacional.

Precisamente por esta razón, cuando Perkins le comunicó la hora del vuelo de United, Carber hizo rectificar a su ayudante; no podían depender de los caprichos de una compañía aérea comercial ni debía conocerse que el director de la FEMA iba a abandonar los Estados Unidos en aquel momento.

—Perkins, necesito que cancele cualquier reserva de vuelo que haya realizado. He dado órdenes expresas de que dispongan un pequeño jet de la agencia para el desplazamiento a Europa. Los pilotos son de máxima confianza y emprenderemos el vuelo sin ruta programada, ruta que conocerán en el momento en que embarquemos. Dígale a Lynda que entre en mi despacho, tiene que acompañarme y necesitará tiempo para preparar su partida. Compruebe que los pilotos y el personal de tierra cumplen mis instrucciones, y procure que el vuelo esté dispuesto para salir de Washington esta noche a las nueve con destino Europa.

—Así lo haré, director. Borraré cualquier rastro de la reserva y procederé según sus instrucciones.

—Anne, tengo que pedirle un favor, un gran favor. Es mi mayor colaboradora dentro de la agencia y la única persona en la que confío. La voy a dejar al mando, cubrirá mi puesto y vigilará que todo siga en su sitio durante mi ausencia estas cuarenta y ocho horas. Debe mantenerme al tanto de cualquier hecho o circunstancia relevante y taparme como si yo estuviese dentro de la casa.

—Señor, puede confiar en que así lo haré. Yo cubriré su ausencia y le mantendré informado de todo cuanto ocurra mientras se encuentre fuera de Washington.

La mayor preocupación de Carber era dejar al frente de la agencia a su segundo, Nicholas Pope, un cargo político cercano al presidente que tenía una visión diferente de la FEMA y en el que no confiaba, dado que su presencia le había sido impuesta por el mismísimo Wilcox. Por ello, encomendó a Anne Perkins que cubriera su ausencia y se convirtiera en su prolongación en la agencia durante dos días.

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