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ANNE PERKINS

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Washington, 26 de octubre de 2020

Anne Perkins salió de las instalaciones de la agencia sobre las ocho y media de la tarde. Había ultimado los preparativos del viaje del director a Europa y regresaba a casa por la avenida Pennsylvania. Andaba con una especial parsimonia y sentía cierto cosquilleo por el cuerpo. No en balde, Carber le había confiado la suerte de la agencia durante su ausencia. Aquella responsabilidad la hacía sentirse exultante a la vez que excitada; el reto no era menor.

Vivía en un barrio residencial próximo al distrito gubernamental de la capital. Era propietaria de un pequeño apartamento de nueva construcción cerca de la zona donde se encontraba la almendra central de la ciudad. Se trataba de un cómodo y funcional inmueble situado en la avenida Sur Caroline, con unas vistas envidiables. Desde sus amplios ventanales podía observarse la avenida Pennsylvania, el cercano Parque Garfield y, al fondo, podía adivinarse la impresionante silueta del edificio del Capitolio.

Perkins sentía un vértigo especial. Se veía a sí misma como aquella persona en la que acababan de depositar la mayor de las confianzas que nadie podía esperar. En ausencia del director, las instrucciones eran taxativas; ella, y solo ella, gestionaría los designios de la agencia y cubriría las espaldas de su jefe. Tenía órdenes expresas de mantenerle puntualmente informado de cuanto ocurriese en el país durante las horas que estuviese fuera de Washington. Carber le había confiado su suerte a aquella colaboradora, hasta tal punto que ni tan siquiera el todopoderoso Nick Pope podría hacerle sombra. Para ello habían sido alterados todos los protocolos de la agencia con la finalidad de que Perkins pudiese pasar por encima de la autoridad del subdirector de la FEMA. Esta situación se presentaba sin duda como una ocasión especial para que aquella leal funcionaria, que había crecido a la sombra de Carber, pudiese demostrar su auténtica valía.

Aquella chiquilla de Wisconsin llegó a Washington siendo una niña, cuando su padre, un simple empleado del Servicio Estatal de Correos, fue destinado a la capital para ocupar un prometedor puesto como mando intermedio en el Servicio Postal del Estado.

Ahora se encontraba ante el mayor reto de su vida. Si el director había depositado en ella toda su confianza, era cuestión de tiempo que la tuviese en consideración para asumir empresas de mayor envergadura dentro de la agencia. Quién sabía si entre ellas estaría su ascenso hasta la subdirección de la FEMA. Si Carber sabía jugar bien sus bazas con el presidente Wilcox, las posibilidades de Perkins se multiplicarían por diez. Por ello, no podía defraudar a su jefe ni dejar pasar de largo esta oportunidad.

Anne había recibido instrucciones de convocar una reunión con sus más cercanos colaboradores a primera hora de la mañana del día siguiente, con la intención de ponerles al corriente de los acontecimientos que iban a tener lugar de forma inminente en los Estados Unidos. Carber le había entregado los protocolos para activar la declaración del estado de emergencia. Todo debía estar preparado para iniciar el proceso una vez que el director hubiese regresado a Washington en menos de cuarenta y ocho horas.

El plan estaba trazado: a su vuelta a Washington, Carber declararía el estado de emergencia nacional con el apoyo del Jefe del Estado Mayor del Ejército y la complicidad de 68 senadores y 12 miembros del gabinete, aduciendo incapacidad manifiesta del presidente Wilcox. Era fundamental evitar que aquello que tuviese pensado hacer el presidente en los próximos días fuese abortado de raíz.

Perkins paseaba despreocupada como si el tiempo fuese algo irrelevante. Había dado por amortizada la jornada y deseaba darse un respiro disfrutando de aquel intrascendente paseo hasta su casa, a donde llegó pasada media hora desde que salió de la oficina.

Antes de subir, se detuvo en una pequeña tienda de barrio regentada por un matrimonio de comerciantes chinos. Se trataba de un pequeño bazar en el que podía encontrar desde una botella de vino, hasta un paquete de cigarrillos, pasando por cualquier clase de alimento fresco o preparado. Anne entró, se hizo con una cesta y se detuvo delante de la zona de lácteos, cogió un tetrabrik de leche desnatada y siguió curioseando entre aquel batiburrillo de productos. Se dirigió hacia una pequeña zona habilitada como frutería, cogió tres manzanas y dos enormes peras limoneras, que se llevó a la nariz dejando que su dulce olor colmase por completo sus sentidos.

Acabó de revisar con curiosidad unos estantes que tenía a su derecha y se dirigió hacia la zona de caja. En el camino se paró a coger una botella de vino blanco y un trozo de queso. En ese momento entraron en la tienda dos sujetos con la cara cubierta por pasamontañas, encañonaron al dueño del negocio y a su esposa con una pistola Beretta nueve milímetros y una recortada de dos cañones. Aquel pobre diablo temblaba detrás del mostrador y sentía que ese podía ser el último momento de su vida. Apartó a su mujer y se puso delante de ella, los encapuchados le exigieron el dinero y el tendero abrió la caja registradora, mientras le entregaba la recaudación del día al tipo de la pistola, el sujeto de la recortada giró sobre sí mismo y encañonó a Anne Perkins. Acto seguido y sin mediar palabra, le descerrajó dos tiros, descargando los cañones de la escopeta. Anne cayó fulminada al suelo mientras los dos sujetos salían del local y se subían a un vehículo oscuro que les esperaba con el motor en marcha, justo delante de la puerta de aquel bazar.

El Departamento de Policía de la ciudad de Washington lo tuvo claro desde el primer momento; la declaración de los testigos y las pruebas encontradas en el lugar de los hechos parecían no dejar lugar a dudas: la muerte de Anne Perkins había sido un homicidio cometido por dos ladrones a los que se les había ido de las manos su último golpe.

La investigación debía cerrarse de forma rápida y certera. Para ello era necesario encontrar dos cabezas de turco elegidas al azar entre las numerosas fichas policiales que obraban en las bases de datos del Departamento de Policía. La visita del director de la NSA al jefe de policía de la ciudad de Washington a la mañana siguiente supuso un acicate suficiente para dar carpetazo definitivo a la investigación del asesinato sin mayor trámite.

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